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Museos de guerra

Fuentes: El Viejo Topo

El Museo del Prado, de Madrid; el Museo del Ermitage, de Leningrado; el Museo Nacional de Beirut y el Museo Arqueológico de Bagdad son cuatro instituciones que comparten similares y dramáticas experiencias, separadas por décadas de distancia: la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial, la guerra fratricida y la invasión israelí del Líbano en […]

El Museo del Prado, de Madrid; el Museo del Ermitage, de Leningrado; el Museo Nacional de Beirut y el Museo Arqueológico de Bagdad son cuatro instituciones que comparten similares y dramáticas experiencias, separadas por décadas de distancia: la guerra civil española, la Segunda Guerra Mundial, la guerra fratricida y la invasión israelí del Líbano en 1982, y la invasión norteamericana de Iraq en 2003. Quienes dieron la orden de ataque conocían el valor cultural y simbólico de esos museos. Madrid, Leningrado (San Petersburgo), Beirut y Bagdad son ciudades que no tienen mucho que ver entre sí: hija, una, de la España católica que había iniciado pocos años antes una república democrática; otra, de la URSS comunista y laica; una tercera de la mezcla de religiones del Líbano, y otra de la Mesopotamia legendaria y del Iraq árabe. Sin embargo, hay algo que las une: el Museo del Prado de Madrid fue bombardeado deliberadamente por la aviación fascista durante la guerra civil española; el Museo del Ermitage de Leningrado vio llegar oleadas de bombarderos nazis de la Luftwaffe, con la intención de destruirlo; el Museo Nacional de Beirut casi desapareció a causa de la guerra civil y, después, de las bombas del ejército israelí, y el Museo Arqueológico de Bagdad fue arrasado ante la mirada indiferente del ejército de ocupación norteamericano. Ese trágico destino compartido por cuatro museos donde se guardan muchas de las obras más insignes creadas por el espíritu humano, fue enfrentado por los generosos y emocionantes esfuerzos de sus responsables y conservadores, de hombres y mujeres que, para salvar los museos, arriesgaron sus propias vidas: recordarlo implica dirigir nuestra mirada hacia la cólera de la guerra y, también, hacia la generosidad de quienes resistieron a las bombas y al huracán de la muerte apenas con sus manos desnudas y su fe en la cultura y en la razón humana. Esa circunstancia nos permite, hoy, relacionar a Madrid, la primera ciudad que padece esos ataques a la cultura, contra su mejor Museo, con Leningrado, con Beirut y con Bagdad. También podríamos hacerlo con otras, pero es probable que los ataques a esas cuatro ciudades sean los que mejor resumen el odio a la cultura. La barbarie de los ataques a esos museos, no es exclusivamente un recuerdo del pasado en la Europa pisoteada por el fascismo, porque guarda estrecha relación con el mundo de nuestros días y con el futuro que parecen anunciar desde Washington, si atendemos a esa siniestra amenaza de las guerras preventivas: no hay que olvidar que, ayer mismo, en estos inicios del siglo XXI, el gobierno israelí de Ariel Sharon arrasaba bibliotecas y reducía a chatarra los ordenadores de las oficinas palestinas en los territorios ocupados, llevándose toda la información de la Autoridad Nacional Palestina, para destruir la memoria y la cultura de un pueblo. Los sanguinarios ocupantes se convierten a veces en ladrones: todavía hoy, los militares italianos destinados en Iraq, por ejemplo, trafican y roban tesoros arqueológicos de Mesopotamia, según denunciaba el diario italiano Liberazione el 7 de enero de 2006. No son los únicos.

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En 1936, Madrid y el Museo del Prado se convierten en un objetivo militar. Como en una siniestra paradoja, el bando militar fascista que se ha sublevado contra la república, y que utiliza con orgullo su nacionalismo aireando en la propaganda su encendido amor a la patria, se lanza a destruir una de las mayores riquezas de España. Bombas incendiarias de la Legión Cóndor nazi caen sobre el Museo del Prado (dicen que por error, como si el deseo de aterrorizar a Madrid y destruir la cultura no fuera deliberado). Veintiocho bombas caen sobre la Biblioteca Nacional. Hasta el estallido de la guerra, Ramón Pérez de Ayala había sido director del Museo del Prado; después, lo será Picasso. La actividad de los responsables del museo para salvaguardar el tesoro artístico es frenética, al igual que en la Biblioteca Nacional, que también es bombardeada y donde trabajaron para salvar miles de libros valiosos -la memoria de España- entre otros, su director, Tomás Navarro, y María Moliner, Juan Vicens, Jordi Rubio, Teresa Andrés. La excepcional aventura del salvamento de las riquezas del Prado está documentada en la película de Alberto Porlán, Las cajas españolas, de 2004, muchas de cuyas imágenes sobre la guerra civil eran inéditas en el momento de su estreno. El gobierno republicano había creado la Junta de Defensa del Tesoro Artístico, dirigida por Timoteo Pérez Rubio, para salvar el Museo del Prado. Pérez Rubio, el pintor que dirige la Junta de Defensa del Tesoro Artístico, y su esposa, la escritora Rosa Chacel, organizan el traslado, junto a otros funcionarios. En el traslado participan también Rafael Alberti y María Teresa León, así como Josep Renau, director general de Bellas Artes En el Museo del Prado, empiezan a embalarse algunos cuadros; otros, se guardan en la cámara acorazada del Banco de España, pero la humedad los pone en peligro. María Teresa León nos hablaa en su hermosa Memoria de la melancolía de las cristaleras rotas y de los sacos terreros que llenaban el Museo, la falta de madera para hacer las cajas que guardarían los lienzos, la falta de camiones. Milicianos del Quinto Regimiento, trabajadores ferroviarios, voluntarios, todos colaboran en el traslado ordenado por el gobierno republicano. María Teresa León nos dice que cuando vieron marchar a los camiones empezó «la noche más larga de nuestra vida». En el puente de Arganda los milicianos tuvieron que pasar los embalajes en sus hombros porque el andamiaje era demasiado alto. Finalmente, el excepcional cartelista Josep Renau, miembro del Partido Comunista, anuncia desde Valencia el éxito de la operación de salvamento. Con el traslado del gobierno a Valencia, las obras del Prado se instalan en las Torres de Serranos y en el Colegio del Patriarca. Después, la evolución de la guerra fuerza a llevar los cuadros al castillo de Peralada, a la fortaleza de Figueres, y, finalmente, a la mina de talco de La Vajol, casi en la frontera pirenaica; allí, en penosas condiciones para los voluntarios, se guardan los cuadros del Prado. La República española está a punto de perder la guerra. El 12 de marzo de 1939, desde Perpignan, todo el tesoro se manda a Ginebra, en un tren especial. Son las cajas españolas. Hoy, en la mina de La Vajol, que todavía llaman «la mina de Negrín», apenas se ven unos cobertizos hundidos; cerca, hay un monumento a Companys. Nada recuerda a Negrín. Apenas tres semanas después, tras la derrota de la República, la Junta de Defensa del Tesoro Artístico deja de existir, y el pintor Josep Maria Sert, agente franquista, interviene para que la Sociedad de Naciones envíe de nuevo las cajas a Madrid. Pérez Rubio exige un inventario de los cuadros, antes de que vuelvan a la España franquista. No faltaba nada: el Museo del Prado estaba intacto en aquellas cajas. Mientras tanto, la Segunda Guerra Mundial había estallado, pero el gobierno francés accede a que otro tren, circulando con las luces apagadas durante la noche del 6 de septiembre de 1939, para evitar los bombardeos alemanes, atraviese de nuevo Francia. Setenta horas después, las cajas españolas llegan de nuevo a Madrid. Las 1.868 cajas, embaladas por aquellos dignos servidores de la República, habían salvado el patrimonio artístico español. Todos los que participaron serían olvidados; su trabajo, silenciado, y muchos morirían fuera de España. Los restos mortales de Timoteo Pérez Rubio pudieron volver a España en 1999, casi un cuarto de siglo después de la muerte del dictador Franco.

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Alexandre Sokurov rodó en el Ermitage de Leningrado El arca rusa, en una sola secuencia de noventa minutos de duración, retratando la historia rusa de los últimos siglos: sin embargo, era inevitable que en ella faltasen las imágenes de su momento más dramático, durante la Segunda Guerra Mundial. Con la operación Barbarroja, Hitler lanza a trescientos mil soldados alemanes hacia Leningrado: es una guerra sin cuartel. Las tropas nazis llegan a la ciudad el 8 de septiembre de 1941. En ese momento, quedan dos millones y medio de personas en ella, y, hasta 27 de enero de 1944, la ciudad fue un infierno. Las autoridades soviéticas no tuvieron tiempo para evacuar a toda la población. Un millón de leningradenses murieron en el asedio, pero la ciudad nunca se rindió: sus habitantes saben que todo el odio racista de los nazis se abatirá sobre ellos. Resisten. Doscientos arquitectos trabajaron para camuflar los edificios relevantes, cubriendo con redes el Instituto Smolni o la catedral, pintando los camuflajes de verde, en primavera, y de marrón en otoño, para confundir a la aviación nazi. Sólo dejaron descubierta, como símbolo de la resistencia, la estatua de Lenin en la estación de Finlandia. En Leningrado, la actuación de los responsables del Ermitage, durante los 900 días de bloqueo nazi de la ciudad, hizo posible que el museo se convirtiera en símbolo de la resistencia y en estandarte de la victoria de la cultura sobre el fascismo y la ignorancia. Una parte de las colecciones del museo salió en tren, en un difícil recorrido hasta Sverdlovsk. Durante el bloqueo, mientras la aviación alemana bombardeaba el Ermitage, los funcionarios del museo recogían los escombros, limpiaban, tapaban los agujeros, salvaban la vida y la cultura. También, enterraban a los muertos. En el interior el Ermitage hubo una veintena de refugios antiaéreos. El bloqueo de Leningrado por tropas alemanas, finlandesas y españolas causa un millón de muertos, más de seiscientos mil por hambre: la mayoría están enterradas en la propia ciudad. Por eso, Leningrado es hoy el mayor cementerio del mundo. El asedio fue medieval, alimentado por una furia asesina, como vieron después los defensores de la ciudad en el pedestal de la estatua de Pushkin, donde se encontraron insultos escritos en castellano, realizados sin duda por los falangistas españoles de la División Azul. Los leningradenses se comportaron como héroes, deteniendo a la bestia nazi aun a costa de sus propias vidas, como Pável Filónov, un pintor que murió durante el asedio, según algunos, de hambre, según otros por una neumonía, que cayó después casi en el olvido, y que ahora vuelve a merecer atención y respeto. Siempre estuvo, como sus conciudadanos, junto a la revolución. En la Perspectiva Nevski, un cartel informaba a los habitantes de la ciudad: «Ciudadanos, este lado de la calle es más peligroso durante los bombardeos». Al sur de la ciudad, cerca de donde estaba el frente, existe hoy un conjunto de estatuas de bronce rodeando un obelisco de casi cincuenta metros de altura, que conmemora la victoria soviética sobre los nazis. En ese lugar, una exposición informa al visitante sobre el asedio a Leningrado, bajo el sonido de un insistente metrónomo que oscila sin cesar. Ese era el sonido que oían por la radio los leningradenses, durante casi los tres años de asedio, interrumpido solamente para escuchar música y partes de guerra. El Museo de Historia de la ciudad, tiene una sección especial dedicada al asedio de los nazis. Iosif Orbeli, el director del Ermitage, trabaja sin cesar, como el resto de los funcionarios. Uno de ellos, Pável Filipovich Gubcheski, organiza visitas imaginarias a los cuadros, en las paredes vacías del museo: sabe que, así, está resistiendo al fascismo, salvando el arte y la vida. El metrónomo de Leningrado, que se escuchaba en la radio soviética, subrayaba la opresiva sensación de la guerra, pero también la fortaleza de Leningrado para defender la trémula civilización. El 9 de agosto de 1942, cuando Hitler pensaba que sus tropas entrarían en Leningrado, se estrena en la ciudad la Séptima Sinfonía de Shostakovich. El compositor la había escrito allí mismo, durante el bloqueo: apagaba bombas incendiarias y, después, seguía componiendo su música. Se había escuchado antes en otras ciudades, pero Shostakovich tenía la obsesión de estrenarla en Leningrado: era un símbolo. Todas las emisoras soviéticas retransmitieron el estreno en la ciudad de la revolución de octubre. Leningrado resistía al fascismo.

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El bombardeo israelí del Museo Nacional de Beirut tuvo lugar muchos años después, pero tiene puntos en común con el ataque nazi al Ermitage, o con el expolio en Iraq. La línea verde que separaba en dos zonas la ciudad de Beirut pasaba ante el Museo Nacional, y esa circunstancia hizo que sufriera más, si cabe, las consecuencias de la guerra: muchas piezas se fundieron, literalmente, en el incendio tras los bombardeos. Todas las riquezas arqueológicas del Líbano fueron saqueadas, e incluso los sarcófagos que se guardaban en el Museo fueron destrozados para comprobar si guardaban objetos de valor en su interior. En febrero de 1991, llegó a Gran Bretaña un barco con once toneladas de piezas (griegas, romanas y bizantinas) que habían sido robadas en el Líbano. Las autoridades británicas aceptaron la entrada de las obras expoliadas en su país. Cuando estalla la guerra, Maurice Chehab, ayudado por algunos funcionarios, intenta salvar el Museo. Sacos terreros cubren algunas piezas; otras, se llevan al sótano. Pero la guerra se extiende, el edificio es casi destruido y el agua inunda las estancias del sótano: durante años, muchas obras de arte permaneceran bajo el agua. Ante el museo, centenares de personas mueren. En 1982, los bombardeos israelíes arrasan Beirut. Durante diecisiete años, el museo estuvo en la línea verde, la frontera de separación de la ciudad. Los milicianos utilizaron las obras de arte como puestos de tiro. Las paredes del museo se llenaron de grafitis, las paredes y techos fueron acribillados por las bombas. El bombardeo de Beirut por parte de los israelíes pretendía arrasar la ciudad, su cultura y su memoria. Hoy, en el Museo Nacional, puede verse un mosaico con el nacimiento de Alejandro, del siglo IV después del Cristo, encontrado en Baalbek. Al lado, otro mosaico: El rapto de Europa, del siglo III de nuestra era, encontrado en Byblos. Todavía, unas estatuas de niños, de mármol, siglo V a.c., de la región de Sidón, con inscripciones fenicias. Un pequeño obelisco con el nombre de un rey de Byblos, Abi Chemou, del siglo XIX a.c. Un coloso de Byblos, de época imprecisa, de influencia egipcia. Los hipopótamos de Byblos, del Bronce medio. Pero lo más impresionante está en una vitrina del primer piso. Son figuras y objetos destruidos durante la guerra, y que, expuestos a altísimas temperaturas se fundieron entre sí en un amasijo: metales, vidrio, marfil, piedra, se fundieron a consecuencia de un incendio por los bombardeos. Están negruzcos, irreconocibles.

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En 2003, la invasión norteamericana de Iraq, que desató el caos en Bagdad, hizo que desaparecieran del Museo Arqueológico unas doscientas mil piezas. Se perdieron hasta los registros del museo. Entre las valiosísimas obras robadas se encuentran miles de tabletas, de escritura cuneiforme sin descifrar. La catástrofe es comparable a la que padecieron los museos europeos durante la Segunda Guerra Mundial. Robert Fisk, entre otros, ha documentado algunos aspectos del saqueo de Iraq, del que todavía ignoramos muchas cosas. Porque las consecuencias, primero, del bloqueo norteamericano durante los años noventa, y, después, de la guerra e invasión de Iraq, fueron terribles, y los responsables siguen lucrándose con ello. En 1990, Jonh Malcolm Russell, un especialista en arte mesopotámico de la Universidad de Pennsylvania, documentó el palacio de Senaquerib, de Nínive, cuando todavía tenía sus relieves y esculturas: cinco años después, descubrió que fragmentos de piezas aparecían en manos de intermediarios artísticos y en colecciones privadas. Lo mismo está sucediendo con muchas de las obras robadas en Bagdad. El Museo Arqueológico de Bagdad es expoliado, ante la mirada indiferente de las tropas norteamericanas, mientras su aviación bombardea la ciudad. Aunque el Ministerio del Petróleo es inmediatamente protegido por los soldados estadounidenses, el alto mando ocupante se niega a desplazar sus carros de combate para proteger el Museo Arqueológico. No sólo no les importa la cultura y la historia iraquí, sino que, deliberadamente, se permite su destrucción. Lo mismo ocurrió en Mosul, que contaba con el segundo museo en importancia de Iraq: sus importantísimas colecciones, con piezas de siete mil años de antigüedad, desaparecieron por completo: del museo, apenas se salvaron las paredes. En Bagdad, a los bombardeos siguen los robos. Los archivos y registros son destruidos, para facilitar la venta posterior de las obras. La catástrofe es absoluta. La vida y la civilización retroceden ante los blindados norteamericanos. En mayo de 2003, se celebra una reunión en Lyon, Francia, para intentar reconstruir la lista de las obras de arte robadas, y, para ello, se crea una base de datos internacional: se concluye que, en el mejor de los casos, podrá recuperarse un diez por ciento de los fondos originales. Miles de tabletas con escritura cuneiforme, todavía no descifradas, desaparecieron: se destruye una parte de la memoria de Mesopotamia, de Iraq, de la humanidad.

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Antes de la guerra civil española y de la Segunda Guerra Mundial la guerra no había llegado a la retaguardia. A partir de entonces, lo haría a Madrid, Barcelona, Guernica, Leningrado, Tokio, Hamburgo, Dresde, Hiroshima, Nagasaki. Y a Belgrado, Beirut, Bagdad. Los responsables de sus museos se aprestaron para salvar el arte, la cultura, la vida. Muchos gestos efímeros, en apariencia secundarios -una tableta rota de arcilla, recogida por una mano anónima en Bagdad, tras el saqueo; una mujer que, en Madrid, tapa con cuidado una caja que contiene una pintura de Velázquez; un hombre que, en Beirut, mira el Museo ante la línea verde que dividía la ciudad; una joven que, en Leningrado, observa una pared desnuda del Ermitage-, documentan la dignidad de los ciudadanos libres frente a la guerra y el fascismo, que matan a las personas y arrasan su memoria, que siembran la destrucción y quieren acabar con la fraternidad y la belleza. Esos gestos, alientan la resistencia ante la crueldad y la guerra. En Madrid y Leningrado, en Beirut y Bagdad, los museos se transforman en gritos de libertad. Manuel Azaña, presidente de la República española, sabía que era más importante salvar el Museo del Prado que ganar una batalla, al igual que los responsables del Ermitage sabían que mantener abierto el museo contribuía a la resistencia ante el fascismo. La última mirada de Timoteo Pérez Rubio a las cajas españolas, viéndolas partir hacia Madrid; el paso apresurado de un beirutí ante el Museo Nacional, el espanto de un ciudadano anónimo de Bagdad, impotente ante los bombardeos norteamericanos; la emoción de una mujer soviética ante la estatua de Lenin en la estación de Finlandia, todos esos gestos, resumen la civilización y la cultura frente a la guerra, la libertad frente a la barbarie.