Hay algo perverso en la rutinaria publicación de las tasas de desempleo mediante las Encuestas de Población Activa o las cifras de afiliaciones a la seguridad social. El paro se ha convertido en el termómetro por excelencia, casi exclusivo, de la denominada «crisis», que ya no es otra cosa que pura desposesión colectiva. Ha pasado […]
Hay algo perverso en la rutinaria publicación de las tasas de desempleo mediante las Encuestas de Población Activa o las cifras de afiliaciones a la seguridad social. El paro se ha convertido en el termómetro por excelencia, casi exclusivo, de la denominada «crisis», que ya no es otra cosa que pura desposesión colectiva. Ha pasado a formar parte del sentido común cuando se trata de valorar la salud de la economía y el bienestar social. Todo el debate político pasa en torno a una creación de empleo que cada vez parece más lejana. Ya es hora, pues, de poner estas estadísticas en su sitio.
Empleo versus trabajo
Las tasas de paro hacen referencia a la falta de ocupación, que incluye situaciones diferentes a la del empleo asalariado. Aún así, el énfasis se pone en la perspectiva del empleo, que no es lo mismo que el trabajo. Cuando nos referimos al «empleo» adoptamos necesariamente el punto de vista del empresario, denominado por este motivo «empleador», expresión que deja al «empleado» como un sujeto pasivo. Por este motivo el Partido Popular cambió el nombre del Ministerio de Trabajo por el de Ministerio de Empleo y Seguridad Social nada más llegar al poder. Un empleo es un contrato de trabajo entre el empresario y el trabajador, pero el número de dichas contrataciones, como el número de personas que aparecen como contratadas en un determinado momento, son cifras que no nos dicen nada acerca de la «calidad» de dicho empleo, ni del bienestar de los trabajadores, ni del tipo de relaciones -jerárquicas o de cooperación- que se establecen en el interior de la empresa. De ahí que la Organización Internacional del Trabajo lleve tiempo tratando de medir lo que denominan «trabajo decente». Entre los indicadores que suelen utilizar, nos encontramos los de «ingresos adecuados», «horas de trabajo decentes» o la «conciliación del trabajo, la vida familiar y la vida personal», etc. Es decir, lo que los gobiernos europeos están convirtiendo en piezas de museo. Por «decente» se entiende un grado de dependencia y de explotación relativamente limitado o soportable. Sin embargo, no ha habido un consenso sobre los parámetros y la metodología para promover un índice al estilo del IDH, el Índice de Desarrollo Humano (que pretende suplir las carencias de otro índice fetiche, el PIB), que permita establecer comparaciones internacionales con un mínimo de rigor. La crisis del sistema salarial… La cuestión esencial es que el empleo asalariado sigue siendo la fuente principal de ingresos para la mayoría de las familias, más ahora con el desplome de los activos bursátiles e inmobiliarios. Esto, que puede parecer una perogrullada, desde un punto de vista histórico no lo es tanto.
Actualmente, el número real de asalariados representa un porcentaje no mayoritario de la población. En el caso de España, el número de «ocupados» (esto es, sumando asalariados, empresarios, autónomos, etc.) asciende a 17.433.200 personas (INE, EPA del primer trimestre de 2012) para una población total de 46.185.607 personas (INE, 1 de abril de 2012). Es decir, apenas un 38 % del total de la población. Del total de ocupados, aquellos que tienen un trabajo subordinado formalmente libre (incluyendo contratos indefinidos y temporales, empleos públicos y privados) suman 14,4 millones de personas. Es decir, los trabajadores asalariados representan el 31 % del total de la población, menos de un tercio (el 37 % de la población mayor de 16 años). Su heterogeneidad es enorme, tanto por el tipo de trabajo realizado como por los ingresos: un asalariado es un peón de la construcción, un obrero industrial (aún hoy arquetipos del trabajador en carteles y viñetas) pero también el administrador de operaciones financieras de una entidad bancaria.
Los trabajadores semidependientes e independientes suman 2,1 millones. Estos son los autónomos, falsos autónomos, freelances, empresarios sin trabajadores, cooperativistas y quienes reciben ayuda familiar (la EPA los incluye como trabajadores por cuenta propia). Categorías que no encajan en el trabajo asalariado «clásico» al no ser por cuenta ajena pero que no están exentos de precariedad y de cierta dependencia en función de su situación dentro de la cadena productiva o comercial (como subcontratistas, por ejemplo).
En cambio, los empresarios «empleadores», esto es, con trabajadores asalariados, constituyen únicamente 909.900 personas (menos del 2 % de la población total) para un total de 3.246.986 empresas registradas, cifra que incluye a las microempresas sin asalariados (sociedades limitadas unipersonales) que se solapan con los autónomos que mencioné antes (además, muchas sociedades son ficticias, creadas únicamente con el objetivo de pagar menos impuestos). También aquí encontramos una gran diversidad en relación con el capital disponible y la posición de dominio o de dependencia en el mercado: estos números incluyen desde Emilio Botín a los dueños de pequeños comercios familiares.
Quienes no figuran en estas categorías, ni tampoco están en paro, se consideran «inactivos». En España son 15,4 millones de personas mayores de 16 años, de los que 8,9 millones son pensionistas. Más que el total de asalariados. Constituye una mistificación considerar que todas esas personas «no hacen nada». Es simplemente falso, incluso en el caso de los pensionistas o jubilados. Se da la circunstancia que la producción de riqueza se ha socializado como nunca en las últimas décadas hasta el punto de que en la práctica la riqueza debe identificarse con el conjunto de la actividad social. Y se trata de mucha gente, y sobre todo, muchas mujeres. «Amas de casa», por ejemplo. Entre los «inactivos» no pensionistas vemos el trabajo de los migrantes sin papeles, el trabajo sexual, el trabajo doméstico (también realizado por asalariados, o mejor dicho, por asalariadas), el trabajo de cuidados (abordado con mayor o peor fortuna por la moribunda ley de dependencia), estudiantes, el trabajo en formación, becarios, el trabajo vocacional o voluntario. En muchos casos se trata de situaciones de trabajo informal, a veces coaccionado o semicoaccionado, como el que facilita la ley de extranjería. En otros, de situaciones productivas impagadas o no reconocidas.
El empleo asalariado es, pues, una más de las posibles situaciones laborales en las que podemos encontrarnos y no agota toda la actividad humana socialmente útil. Durante las últimas décadas, las sucesivas reformas laborales no han hecho sino incrementar la diversidad de relaciones contractuales o estatutarias, mientras el peso del salario en el conjunto de la renta familiar disminuía y se devaluaban los derechos de que disponía el trabajador en una relación laboral que es intrínsecamente desigual.
… y la destrucción de lo público
Sin embargo, todo el andamiaje de lo que denominamos «Estado del bienestar» continúa articulado sobre la base de la hegemonía del empleo asalariado clásico, esto es, estable e indefinido, lo que paradójicamente facilita la respuesta neoliberal a la crisis del sistema salarial y del pacto social que sustentaba aquél. Y ello a pesar de que dicha alternativa haya quedado totalmente deslegitimada con la crisis financiera de 2007-2008. ¿Cómo? Transformando las funciones del Estado, mientras se refuerza policialmente e inventa enemigos internos y externos.
Lo que antes formaba parte de lo que se llamaba «salario social», esto es, aquellas necesidades sociales que todavía se proveen desde el ámbito público -financiado vía impuestos, de gratuito nada- como la sanidad o la educación, ahora deberán articularse como relaciones individualizadas de intercambio y de deuda, acentuando la dimensión financiera. Este es el significado de los copagos, repagos, que poco tienen que ver con una supuesta falta de sostenibilidad del sistema. Será insostenible si se mantiene la ficción de un pacto social-salarial inexistente mientras se devalúa a propósito los sueldos que teóricamente deben sustentarlo. La devaluación de los salarios va a la par con la promoción del endeudamiento para consumir cosas innecesarias, sí, pero también para acceder a cosas tan básicas como la vivienda, la salud o la educación. Asistimos por tanto a una brutal huida hacia adelante en la que se intensifican mediante terapias de choque las mismas políticas financieras que condujeron al desastre.
Una de las consecuencias evidentes de esta deriva es un aumento de las desigualdades económicas. Una forma de medirla es mediante el coeficiente Gini, donde el cero se corresponde con la perfecta igualdad de ingresos y 1 con la perfecta desigualdad. Pues bien, en apenas dos años, entre 2008 y 2010 el coeficiente Gini de España pasó de 31,3 a 33,9, según Eurostat. Es decir, las desigualdades en el ingreso aumentaron bastante, y esto antes de que se aplicaran las políticas de ajuste que están liquidando el acceso a servicios básicos de millones de personas (no disponemos de datos más recientes). Otro índice es el s80/s20, que indica la renta que se obtiene para el quintil superior, el 20% de la población con el nivel económico más alto, en relación con la población del quintil inferior. En el mismo período 2008-2010 el índice español pasó de golpe de 5,4 a 6,9, cuando en los quince años anteriores había aumentado ligeramente. Es decir, el 20% de la población más rica tenía en 2010 ingresos 6,9 superiores a los de la población más pobre (la media europea en 2010 era 4,9). Ahora el ratio debe ser notablemente superior. Los ricos son cada vez más ricos, los pobres más pobres, suele decirse. No. Los ricos son más ricos porque los pobres son ahora mucho más pobres.
No es sólo el paro. La pérdida acelerada de ingresos de amplias capas de la población se debe también a otros aspectos, como la degradación del sistema público. Harían falta muchas más estadísticas para intentar cuantificar los daños que están provocando la arrogancia sin límites de los poderosos. La futura creación de empleo, si llega a producirse, no puede hacerse a costa de que unos pocos expropien lo que de todos es. Porque entonces ese empleo no será sino un eufemismo para denominar la servidumbre. Si seguimos dejándoles hacer, puede que a medio plazo aumenten las contrataciones -los «empleos»- pero el paisaje habrá cambiado, y a peor. Y no habrá estadísticas que puedan dar cuenta del miedo, de la desesperanza, de la pérdida de amor propio. No nos queda otra que conjurar estos demonios.
Blog del autor: http://www.javierortiz.net/voz/samuel/no-es-solo-el-paro
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