España viene siendo un barco con muchas vías de agua aún por obturar: heridas profundas dejadas por una guerra civil que los hijos y nietos de los vencedores impiden cauterizar; rencillas derivadas de mentalidades opuestas conformadas con arreglo a cunas, climas y educaciones dispares; mentalidades, unas históricas, determinadas por atavismos y costumbres primitivas que aún […]
España viene siendo un barco con muchas vías de agua aún por obturar: heridas profundas dejadas por una guerra civil que los hijos y nietos de los vencedores impiden cauterizar; rencillas derivadas de mentalidades opuestas conformadas con arreglo a cunas, climas y educaciones dispares; mentalidades, unas históricas, determinadas por atavismos y costumbres primitivas que aún perduran, y otras sobrevenidas por la política y, sobre todo, por la presión que sobre la sociedad española sigue ejerciendo la religión de corte nacional-católíco.
Pues bien, en medio del naufragio ahora consumándose y que sólo la euforia de unos años locos pudo ocultar a la consciencia colectiva, millones de ciudadanos y familias viven destrozados por el derroche, por la incompetencia, por la malicia y por el sistemático saqueo de numerosos cargos públicos y otros privados relacionados con la banca. Millones malviven o sobreviven, mientras unas decenas de miles viven a cuerpo de rey, incluído, naturalmente, el rey, sus parientes y los beneficiarios del nepotismo.
En la tertulias y debates radiofónicos y televisivos los periodistas de los medios conservadores, que son la inmensa mayoría, acusan constantemente de recurrir a la demagogia al argumentar, a quienes se esfuerzan por sensibilizar la conciencia social acerca de lo nefasto de la acción de los sucesivos gobiernos y de las consecuencias para los que lo han perdido todo en poco tiempo. Y hablan como si la democracia fuese un hecho en este país, como si la democracia fuese un modelo que se presta a ser impuesto por decreto, y como si millones de ciudadanos eclécticos y reflexivos no estuviésemos asistiendo al bochornoso espectáculo del abuso y permanente sodomía social de unas clases sobre otras; abuso, por cierto, protegido por las instituciones y por las leyes cocinadas precisamente en beneficio de la clase política, de la clerigalla, de los aristócratas y de los plutócratas.
En España las distancias se ahondan, y el día a día se hace cada día más insoportable. Y no sólo por motivos económicos y «rescates» -otra farsa del capitalismo financiero- sino por la tensión que imprimen a la vida real la insolencia y los desafíos de los políticos de ambos partidos principales, del empresariado y de los medios afines frente a los más desfavorecidos y perdedores de una economía de casino que nos está lleando a otra de guerra.
La alienación que promueven justo los medios oficialistas y los entretenimientos rutinarios, no es bastante ya para contener la indignación y la lucidez que resplandecen en la calle y en las redes sociales.
Venezuela y Chávez vienen desde hace años intentando denodadamente equilibrar la convivencia entre las clases sociales adversarias, a base de igualarlas en lo posible de hecho y de derecho. Pero España precisa de varios Chávez para acometer los cambios profundos que, sin ellos, perpetúa el dominio de un talante depredador, atrasado, intolerante y cavernario… Y, lejos de perfilarse en el horizonte algún carácter capaz de superar la miseria moral, intelectual, social y política que asoma por todas partes8o, más bien se esboza la amenaza de otro golpe de estado.
España es uno de los trozos del mundo más dignos de ser visitado y contemplado en un viaje de placer, pero el menos apetecible de pertenecer a él con la devoción que el lugareño profesa a su terruño. Eso explica perfectamente el deseo irrefrenable y generalizado de independencia de algunos territorios que no la tragan…
Jaime Richart. Antropólogo y jurista
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