Con las mujeres, evidentemente. Y es que uno siente un espasmo descomunal cuando lee que un descerebrado intenta desfigurar el rostro de quien en tiempo fue su amada. Como si éste quisiera borrar de su memoria, la cartografía de un amor, o un desamor imposible. En lo que va de año, cincuenta y ocho mujeres […]
Con las mujeres, evidentemente. Y es que uno siente un espasmo descomunal cuando lee que un descerebrado intenta desfigurar el rostro de quien en tiempo fue su amada. Como si éste quisiera borrar de su memoria, la cartografía de un amor, o un desamor imposible. En lo que va de año, cincuenta y ocho mujeres han muerto a manos de terroristas degenerados amarrados en los puertos seguros del hogar y la familia. Se espera que en Europa mueran este año mil mujeres víctimas de unas relaciones basadas en la violencia, la sumisión, el machismo y la degradación personal. Del resto del mundo, ni hablamos. Por puro escalofrío. Y sin embargo, pareciera que estas muertes se hayan instalado en la cotidianidad, -pese al preventivo discurso oficial- como los accidentes de tráfico, las muertes por infarto o los accidentes laborales. Pareciera que estos asesinatos fueran los peajes de una sociedad degenerada, rota, maltrecha, deprimida y autosatisfecha que ha decidido que la vida merece ser vivida por las delicias que ofrecen sus ruinas. Y no hay tregua porque entre ambas representaciones, hombres armados de machismo hasta los dientes y mujeres que lo padecen, hay una gran disparidad de objetivos vitales y de proyectos personales. Pero sobre todo, de maneras de entender la vida y la libertad del otro. Está en juego la superación de unas relaciones basadas en la sumisión propietaria de los cuerpos y las almas de las mujeres. Esto es, el patriarcalismo machista de tan malsonante trascendencia.
Hay además, en medio de este caos de sangre y ruina familiar, un discurso social e incluso académico excesivamente acomodado, agarrotado, secuestrado, poco atrevido con esta tragedia. Un discurso en la encrucijada y falto de reflejos ante tanta sangre. Creo que pocos, mejor dicho, pocas analistas, porque la gran mayoría son mujeres, están abordando radicalmente este gravísimo drama social. Hay mucha reflexión socialmente correcta, mucha ley, mucha verborrea, mucha intencionalidad y poca implicación de verdad, mucho quedar bien y mucha aparición en los medios hablando de este sangrante desastre social y familiar. No diré que todo esto no tenga buenas intenciones. Tampoco diré que sobre. Pero pareciera que este gravísimo problema se presta a poco más que a su denuncia, que ya es bastante, pero a no ser radical en la formulación de su tragedia, de su génesis, de sus trascendencias, de sus implicaciones, de sus costes sociales y personales, de sus más profundas causas y de sus radicales soluciones. Creo que falta un discurso político-social de altura que posibilite estrategias para cambiar radicalmente las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Ya sé que no es fácil hacerlo, porque supone cambiar estructuras, mentalidades y estrategias de relación y producción. Porque en lo más profundo de este drama está en juego la privacidad, los sentimientos, la dependencia de los maltratadores, la humillación, las hipotecas personales, los roles de sumisión y de poder y muchos amores y desamores sustentados en una agonía permanente. Están en juego maneras de ser, de legislar, de entender y de actuar. Lo sé. Es difícil porque este drama se genera y se desarrolla de puertas adentro, en la más absoluta confidencialidad doméstica y privada. Porque mientras se considera que la violencia callejera es un crimen y se considera lógica y legítima la intervención del Estado, son muchos los jueces y gobiernos que tienen sus resistencias cuando se trata de actuar contra la violencia doméstica. Y es que aquí mismo, el maltrato de género no es perseguible de oficio por puro respeto al mundo privado. No es de extrañar entonces que esta violencia cotice menos, sea más soportable socialmente y menos desestabilizante. Porque se gesta y estalla en las distancias cortas. Lejos del mundo público. Y es que todavía millones de hombres creen firmemente que sus mujeres, las mujeres con las que se relacionan, les pertenecen, pueden despreciarlas, poseerlas, dominarlas, violarlas y, finalmente matarlas si contravienen sus deseos de dominación.
Insisto. No diré que no se esté haciendo nada. En la actualidad, se están desarrollando intervenciones desde los sistemas policial, legal, judicial, educativo y progresivamente en el sector de salud. Pero pese a los notables avances creo que sus estructuras reproducen los mismos estereotipos de género y las normas prevalentes que generan, en última instancia, la violencia contra las mujeres. O lo que es lo mismo, también allí se reproducen esquemas de dominación masculina y patriarcal. Falta elaborar discursos psicopolíticos consistentes, radicales, que vayan al fondo de nuestras miserias humanas, de nuestros más íntimos deseos de dominación entre sexos para desenmascararlos, rastrear en la complejidad social de nuestras relaciones patriarcales y machistas y explicar las parábolas que describen nuestros argumentos de clase y de género cuando hablamos de este drama. Por ejemplo, no hace mucho, cierto editorialista de prestigio venía a decir que los maltratadores que asesinan a sus víctimas y luego se suicidan lo hacen porque son incapaces de asumir el castigo que les espera. No es cierto. El suicidio de un asesino maltratador no significa la redención de si mismo o de la víctima. El agresor suicida tampoco tiene reparos por la sanción social, el juicio público o la cárcel. Lleva años ejercitando su violencia sin cortarse un pelo. Los maltratadores que se suicidan lo hacen porque su vida, después de haber consumado el asesinato, ha perdido sentido, porque el sometimiento y la violencia ejercida contra otro ser humano constituían su referente vital. Y esto era lo único que le otorgaba significación personal a su existencia. Un maltratador suicida es un asesino por partida doble. Porque después del asesinato es incapaz de seguir viviendo sin seguir dominando y explotando a la víctima. Porque se queda sin objeto de extorsión.
Este drama social, reflejo de una sociedad de clases y patriarcal, solo se encarará cuando los crímenes se socialicen. Cuando cada muerta sea un gatillazo de solidaridad de género. Cuando, no solo se visibilice el problema, sino también sus explicaciones y causas. Porque este drama no es personal, es social y colectivo. Y desde esta nueva consideración, son necesarias actuaciones a nivel social y político que impliquen un nuevo contrato social, nuevas medidas legislativas y modificaciones en los programas sociales, educativos y de salud. Difícil sí, pero de lo contrario, esta sociedad seguirá mostrando despavorida su sonrisa, esa que no distingue a un ángel de un caníbal.