Doctor en Historia por la UB, autor de diversos artículos y ensayos dedicados a explorar la relación entre prisión y movimientos sociales, César Lorenzo Rubio ha participado, junto al resto de miembros del Grupo de Estudio sobre la Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas, en la obra colectiva El siglo de los castigos. […]
Doctor en Historia por la UB, autor de diversos artículos y ensayos dedicados a explorar la relación entre prisión y movimientos sociales, César Lorenzo Rubio ha participado, junto al resto de miembros del Grupo de Estudio sobre la Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas, en la obra colectiva El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX.
Nuestra conversación [*] se ha centrado en su última obra: Cárceles en llamas. El movimiento de presos sociales en la transición (Barcelona, Virus, 2013), con prólogo de Daniel Pont Martín.
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Estábamos en los presos de ETA. ¿Han mantenido relaciones con el movimiento de los presos sociales?
En general, no demasiadas. Como el resto de organizaciones fuertemente jerarquizadas, los presos de ETA manifestaron hacia los comunes un cierto desdén y rechazo por su falta de educación y sus modales. Los presos políticos, no importa de la organización o la ideología que sean, desarrollan estrategias de resistencia al proceso de prisionización (adopción de roles propios de la prisión) que no son capaces de desarrollar los comunes, debido a su falta de preparación intelectual y política. Pero sobre este fondo mayoritario, es cierto que hubo casos de buenas relaciones a nivel individual. Es muy difícil generalizar porque dependió mucho de las condiciones de reclusión (régimen interno más o menos duro), la época, la filiación política de los presos, su edad, predisposición, etc.
Habla usted de movimiento de presos sociales pero, a veces, leyéndole, uno piensa más bien en movimientos, en plural. ¿Es así o es una lectura deficiente por mi parte?
No es una mala interpretación: ambas situaciones son coetáneas y paralelas. Me refiero a movimiento, en singular, porque los elementos en común priman, creo, sobre las diferentes tendencias internas. Y también, por supuesto, para dignificarlo a nivel histórico y sociológico, y situarlo en la categoría analítica que considero que merece. Pero una vez dicho esto, hay que subrayar que hubo diferentes estrategias para lograr un mismo fin: unos eran más favorables al diálogo y al pacto, y otros presos eran partidarios de no dar ninguna tregua al Estado. Las dificultades para establecer comunicaciones fluidas y fidedignas entre las prisiones determinaron que en algunos momentos los presos de cada una hicieran la guerra por su cuenta. Yo mismo he escrito que a partir de mediados de 1978 no hubo una sola COPEL, sino tantas, como cárceles donde hubiera presos identificados con estas siglas. Y otro tanto puede decirse de los grupos de apoyo en la calle, heterogéneos por definición, y no siempre concordantes en sus posiciones con lo que los presos defendían. Para acabar de complicarlo todo, a principios de los años ochenta, con la irrupción de la heroína, la unidad se va al traste definitivamente, pero aún se logran articular algunas acciones, como huelgas de hambre, que aglutinan a miles de presos en diferentes prisiones del Estado. Nada es blanco o negro.
Le pregunto más tarde sobre la heroína. Le cito un autor, un filósofo francés más que conocido y reconocido por muchos, Michel Foucault. Usted, por supuesto, lo cita en varias ocasiones. ¿Tuvieron sus ideas influencia en el movimiento? ¿Qué ideas? ¿Cómo penetraron en el movimiento de los presos?
La influencia de Foucault en la España de la Transición fue muy destacada; daría para todo un libro (de hecho, ya está magníficamente escrito por Valentín Galván: De vagos y maleantes. Michel Foucault en España). Toda la crítica a las instituciones de control social dentro de la que se encuadró la lucha contra las prisiones (junto a manicomios, cuarteles, hospitales, etc.) le debe mucho al filósofo francés, y en particular a su obra Vigilar y castigar, que acababa de publicarse. Aunque su influencia no fue tanto sobre los presos, que no tenían acceso material ni eran capaces de entender sus claves, como sobre los intelectuales que les dieron públicamente su respaldo desde las páginas de los medios de comunicación, y algunos miembros de colectivos de apoyo en la calle. Y no sólo este libro: la recopilación de testimonios y la denuncia enérgica de las condiciones de vida entre rejas que Foucault llevó a cabo al fundar el GIP (Group d’Information sur les Prisons), sirvió de modelo para que otros grupos de intelectuales españoles (Fernando Savater, José Luís López-Aranguren, Agustín García Calvo, Rafael Sánchez Ferlosio…) se decidieran a crear la Asociación para el Estudio de los problemas de los Presos, (AEPPE). Sin embargo, pese al entusiasmo inicial, su trayectoria fue breve.
Un nombre, Carlos García Valdés. ¿Puede hacer usted un balance de su trayectoria y actuación?
En 1978 Carlos García Valdés era un joven abogado de intachable currículo antifranquista y demócrata, profesor universitario en ciernes y buen conocedor del sistema penitenciario de la dictadura. Tras el asesinato del que entonces era director general de Instituciones Penitenciarias, García Valdés fue nombrado su sustituto, con el encargo específico de pacificar las prisiones y emprender la reforma urgente del sistema. Lo que sucedió entonces, a mi parecer, es que se vio desbordado por la situación: no sólo por la determinación de los presos de no cejar en sus demandas, también, muy especialmente, por las resistencias de una parte muy importante de los funcionarios de prisiones, que no estaban dispuestos a cambiar su forma de gobernar las cárceles. Ante la persistencia de protestas y fugas, menos de tres meses después de jurar el cargo, empezó a emplear métodos cada vez más excepcionales y drásticos para imponer el orden, dejando a un lado el talante dialogante de que había hecho gala en un primer momento, mientras acababa el redactado de la que se convertiría en la futura Ley General Penitenciaria. Para el penitenciarismo oficial, García Valdés es el padre del modelo de prisión vigente en España desde 1979; mi opinión, sin negarle ese carácter, difiere en cuanto a los métodos y los logros.
¿Es mucho más crítico? ¿Sus logros no son tan estimables?
Obviamente soy crítico, como historiador, con la actuación de García Valdés al frente de la Dirección General. Si se comparan sus declaraciones referentes al movimiento de presos, antes y después de acceder al cargo, no parecen haber sido pronunciadas por la misma persona. Y no soy el primero: desde sectores progresistas, entre los que García Valdés disfrutaba de buena prensa -aunque nunca fuese un abolicionista radical- se esperaba mucho de él y la decepción fue muy considerable en lo que respecta a la pacificación manu militari de las prisiones. Sobre la calidad o la novedad de la Ley Penitenciaria, no puedo opinar con tanta rotundidad. Se trata de una norma en sintonía con otras europeas anteriores o coetáneas, junto con las que forma parte del movimiento de reforma penitenciaria posterior a la II Guerra Mundial, y como aquellas, presenta importantes avances respecto a la situación anterior en lo que a derechos de los reclusos se refiere y orientación hacia la reinserción a través del tratamiento; pero también introduce mecanismos de control excepcionales, como el conocido art. 10, que establece la existencia de departamentos especiales de régimen cerrado, caracterizados por una enorme restricción de movimientos y derechos. En todo caso, la ley presenta aspectos positivos y negativos, pero los posteriores Reglamentos de 1981 y 1996, así como una larga de lista de disposiciones menores -y la dura realidad, marcada por la falta de presupuestos, la masificación, etc.- la han desvirtuado bastante. Tanto es así, que un especialista en el tema como César Manzanos ha llegado a afirmar, y creo que no va errado, que «hacer hoy que se cumplan escrupulosamente los artículos contenidos en dicha ley posiblemente supondría la inmediata abolición de la gran mayoría de las estructuras carcelarias existentes».
¿Cuántos presos sociales había en 1975? ¿Cuántos en la actualidad? ¿Qué ha pasado en estos cuarenta años?
En 1978, tras los indultos y amnistías, la población penitenciaria se redujo a unas 10.000 personas presas. Desde entonces no ha parado de aumentar. En 1980 ya eran 18.000, 33.000 en 1990. El incremento en esas década estuvo marcado por la alarma social (fomentada por determinados medios de comunicación con fines políticos) que generó el nuevo tipo de delincuencia ligada al consumo de drogas. En 1995, cuando se aprobó el nuevo Código Penal, eran 45.000, y salvo los primeros años de estancamiento, su impacto fue brutal. Del año 2000 al 2005 aumentaron en 15.000 presos, y los 5 años siguientes volvió a aumentar en la misma cantidad, hasta tocar techo en 2010 con 76.000 personas entre rejas. En la actualidad, la expulsión de extranjeros a sus países ha reducido levemente la cifra.
Su libro está prologado por Daniel Pont Martín. ¿Quién fue, quien es Daniel Pont Martín?
Daniel Pont fue uno de los miembros más activos de la COPEL. Estuvo presente en su fundación a finales de 1976, participó en muchas de las acciones de protesta que tuvieron lugar en las prisiones en que estuvo, y llegó a ejercer de portavoz de la misma en el transcurso de una visita del director general de Instituciones Penitenciarias al Penal de El Dueso, donde estaban recluidos la mayoría de sus miembros más activos. Contar con su testimonio y el del resto de ex miembros de COPEL que he podido localizar ha resultado fundamental para poder reconstruir la historia de los hechos. Por otra parte, treinta y cinco años después, siguen reivindicándose víctimas de la dictadura y marginados por las leyes de amnistía, ya que todos ellos pasaron varios años en prisión por la aplicación de la Ley de Peligrosidad Social.
¿Cómo ha reaccionado la izquierda, en un sentido amplio de la noción, ante el movimiento o movimientos de los presos a lo largo de los años? ¿Han aprendido, han ido matizando sus posiciones? En el prólogo, Daniel Pont no habla con mucho entusiasmo de estas fuerzas.
La relación de la izquierda con el sistema penitenciario ha variado a lo largo del tiempo, y no ha sido igual para todos los partidos. A los partidos a la izquierda del PCE ya me he referido anteriormente. El Partido Comunista, desde luego, no se implicó lo más mínimo durante los primeros meses del movimiento liderado por COPEL. Aunque en el Parlamento, durante la tramitación de la Ley Penitenciaria, sus senadores sí elevaron diversas propuestas a favor de la libertad de asociación de los reclusos y un mayor control judicial sobre la administración, que fueron rechazadas por la mayoría parlamentaria. El PSOE, desde la oposición, a principios de los años ochenta, se mostró comprensivo con la situación de dejadez y malas condiciones que soportaban una gran parte de reclusos, y fruto de esta postura emprendió lo que se conoció como «minirreforma» penal. Pero las tornas cambiaron antes de acabar la primera legislatura socialista, cuando una «contrarreforma» volvió a endurecer les leyes.
Una década más tarde, el llamado Código Penal de la democracia, que resultaba más duro que el anterior de época franquista, al eliminar la redención de penas por el trabajo, fue aprobado por todos los partidos políticos, salvo el PP, que lo consideraba demasiado laxo. Durante su tramitación se rebajaron algunas penas y se despenalizaron ciertas prácticas, es cierto, pero también se dieron muestras paradójicas del abuso del Derecho Penal para solucionar problemas de otra índole. Por ejemplo, López Garrido, entonces en IU, se jactó de reclamar más dureza contra delitos contra el medio ambiente. No pongo en duda la necesidad de su protección, pero, ¿es el Código Penal la herramienta más adecuada? En los últimos años, el PSOE ha hecho un seguidismo fiel del PP en materia penal y sólo algunos parlamentarios de grupos minoritarios a su izquierda han señalado lo peligroso de esta deriva punitiva que contempla la cárcel como la solución a todos los problemas, aumentando, reforma tras reforma, la duración de las penas y restringiendo los beneficios penitenciarios.
Creo que en el libro no se acaba de pronunciar, le pregunto ahora. Las drogas, la heroína más en concreto, que arrasaron barrios obreros y populares en años ochenta y noventa, ¿pudieron ser introducidas, permitidas o agitadas por las fuerzas policiales y de orden del Estado?
Esa es una teoría que ha circulado ampliamente entre sectores de la izquierda, particularmente en Euskadi. Parece más que plausible que así fuera, ya que su irrupción masiva a finales de los años setenta acabó por rematar la desmovilización de una parte importante de la juventud, que hasta entonces había estado muy implicada políticamente. Sin embargo, un especialista del tema como Juan Carlos Usó, se muestra crítico con los intentos de reducir un fenómeno tan complejo a una explicación unicausal, de tintes conspirativos. En prisión la droga entró como prolongación natural del consumo en los barrios populares: ¿hubo complicidad de funcionarios y policías? Sin duda alguna en numerosos casos, como demuestran las denuncias; en otros, incapacidad de poner coto a su consumo debido a la precariedad de medios y escasez de efectivos humanos frente a la creciente masificación de las prisiones. No creo que se pueda despachar este proceso en una afirmación rotunda, sin matices, pero lo cierto es que la droga acabó con la efímera solidaridad lograda y marcó a fuego los barrios populares y las prisiones durante más de una década.
Describe usted con emotividad la muerte de Agustín Rueda. Nos puede recordar quién era Agustín Rueda. ¿Qué pasó?
Agustín Rueda fue un joven anarquista de Sallent (comarca del Berguedà, Barcelona) que fue detenido por su implicación en los grupos autónomos de signo libertario que operaban entre Cataluña y el sur de Francia. Desde el primer momento se posicionó a favor de las luchas de los presos sociales y participó junto a éstos en algunas acciones de protesta. En marzo de 1978 en Carabanchel, lo descubrieron cavando un túnel y por ello fue salvajemente torturado hasta que murió poco después en la propia prisión sin recibir la debida atención médica. Su muerte, que intentó ocultarse, se convirtió en todo un símbolo del estado de dejadez de las prisiones y la demostración incontestable del abuso de la mano dura entre rejas. Mientras que el proceso judicial a los funcionarios, que se demoró una década y acabó con penas mínimas para los numerosos implicados, fue una demostración de la ausencia de depuración alguna en la magistratura y la indulgencia hacia estas prácticas.
Abre su libro con una cita anónima de 1977: «En cada una de nuestras lágrimas sorbidas está presente el mar que inundará la historia». Me gustaría preguntarle por ella.
Cuando quiera.
[*] La primera parte de esta conversación puede verse en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=183743
Salvador López Arnal es nieto del obrero cenetista asesinado en el Camp de Bota de Barcelona en mayo de 1939 -delito: «rebelión»- José Arnal Cerezuela.
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