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Nosotros y el genocidio

Fuentes: Rebelión

Al momento en que esto se escribe, al menos 400 cuerpos de hombres, mujeres y niños, eran exhumados de fosas comunes en el patio del hospital Al-Shifa, en Gaza; otra matanza entre muchas otras, perpetrada en el proceso colonial y genocida de Israel contra el pueblo palestino desde hace más de 80 años. Las imágenes de Al- Shifa se suman a una memoria persistente que nos acompañará toda la vida, a quienes hemos seguido la historia de la Nakba palestina.

El ser humano ha inventado términos para referirse a cualidades exclusivas, como la compasión, la solidaridad o el amor y también ha definido palabras como “tortura”, “supremacismo” o “genocidio”. La crueldad de los perpetradores y los gestos de altruismo, sin embargo, ambos emanan de la misma fuente: de la capacidad de experimentar un sentimiento común de humanidad. Esta es una idea expresada en la premisa común a todas las religiones: “ama a tu prójimo como a ti mismo”.

Pensar en Palestina hoy, coloca ante nosotros un espejo que pone en juego las maneras colectivas e individuales de sentir con, y pensar en “el otro”.

Si poseer una cultura posibilita tener un repertorio de significados para comprender el mundo, previos al conocimiento adquirido por la propia experiencia, entonces el testimonio inédito del genocidio en Palestina implica, para muchos de nosotros, un paradigma de orden cultural.

Este genocidio no es el que ha cobrado más víctimas en la historia y quizá tampoco el más cruento, sin embargo, es el que con mayor fuerza apela hoy a nuestra conciencia moral individual y colectiva. Como lo han expresado múltiples voces, como la de la relatora especial de las Naciones Unidas para los territorios palestinos ocupados, Francesca Albanese y la de los magistrados sudafricanos en la Corte Internacional de Justicia, se trata del primer genocidio transmitido en tiempo real por sus víctimas. Pero no solo eso, es el primero en que las potencias occidentales están comprometidas abiertamente en el exterminio colonial de un pueblo que se defiende con cohetes, armas ligeras y piedras.

Si bien el nazismo puso en marcha todo el aparato industrial, aparejado al concepto de “modernidad”, al servicio de la eliminación de minorías (no solo judíos), el Israel sionista no solo cuenta con la industria doméstica de muerte, sino además con la cobertura diplomática, militar, política y mediática de potencias con tradición genocida, como Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Tal empeño global en la destrucción de una sociedad, tiene su correlato en la naturaleza inclusiva de la resistencia, es una fórmula en que Palestina se transforma en “nosotros”, pues se trata de una revuelta que aglutina y resume la pluralidad de todas las luchas posibles: la lucha por la justicia y por la libertad, pero también por el territorio, por la independencia; es la lucha de las mujeres, de los pueblos originarios, por la soberanía alimentaria, por la infancia y un largo etcétera; posee múltiples variantes de transversalidad, es, en todos sentidos, una revuelta anti colonial y emancipadora, cuyas refriegas se libran en los campos de desplazados y en las mentes de muchos otros fuera de Palestina.

Frases como “todos somos palestinos”, o como aquellas con las que Mandela hermanaba su lucha anti apartheid, se refieren a la multiplicidad de esfuerzos liberadores y también al reconocimiento de una humanidad común. Por eso Palestina es una idea inmune a las armas.

Cuando nosotros, en el 2003, salimos por miles a las calles para tratar de detener la destrucción de Irak, se alzaban las consignas contra la llamada “guerra preventiva”, un concepto que parecía ser el súmmum de una siniestra evolución lingüística para referirse a la destrucción masiva. Luego, nos sorprendieron nuevos eufemismos como “guerra humanitaria”, que borraron definitivamente el concepto de “legitimidad” supuesta de la just ad bellum, una perversión conceptual ni siquiera sugerida por los nazis.

Hoy, Palestina trae de nuevo la trágica constatación de que lo inhumano es parte de lo humano y de que la primera condición muta con tal de superar sus límites.

Por ejemplo, después de que Israel bombardeó el 17 de octubre el primer hospital en Gaza, el Al- Ahli, donde casi 500 personas fueron asesinadas, la maquinaria de desinformación sionista se apresuró a fabricar culpables. Después sería bombardeado el hospital Amal, luego el Nasser, a los que siguieron decenas más con sus respectivas ejecuciones sumarias. Ya para entonces no había atisbo alguno de auto exculpación ni pretexto; es decir, Palestina nos muestra un nihilismo moral en el que el genocidio se justifica en sí mismo, no hay responsabilidad ni búsqueda de descargo; el asesinato se valida al convertirse en un hecho consumado.

Ya no hay nuevos nombres para fundamentar la defensa de las atrocidades, no hace falta; la carta blanca se auto concede evocando uno solo: Hamas, un malvado fantasma omnipresente en mercados, hospitales, mezquitas y escuelas.

En los talleres, en las tiendas y en las casas de los niños de Gaza, no se ejecutan las órdenes de un burócrata israelí buscando ascender en su carrera sionista, sino la expresión de una crianza basada en el odio y el miedo; aquí solo hay banalidad del mal cuando se habla del ejercicio asesino, consumado con una frivolidad pasmosa; pero la motivación, esa no es banal ni espontánea; puede rastrearse en la estrategia que despoja a los palestinos de humanidad, que los hace invisibles. La banalidad en la maldad homicida del nazi Eichmann, es maniobra táctica en las arengas mesiánicas del sionista Netanyahu.

La expresión más vulgar en el ejercicio del mal, quizá sea el escarnio a las víctimas exhibido en Tik Tok, por una soldadesca depravada que se vanagloria de su sociopatía. La tortura y el asesinato son prerrogativas.

El nihilismo moral presenciado en Palestina, reflejo de la ruptura del orden internacional, se traduce para millones de seres humanos en apatía o resignación frente a una fatalidad impune y apabullante. Pese a las amplias muestras de solidaridad en todo el mundo, Palestina sigue siendo un asunto marginal en la vida cotidiana, cuando debiera ser una oportunidad más, para repensar nuestra presencia aquí, como individuos y como colectivo. Pensar en Palestina y en nuestra relación con la resistencia significaría, como pudieron significar, en su momento, la caída de la URSS o la aparición del Coronavirus, poder vislumbrar una oportunidad de “refundación” que cuestione nuestros hábitos de consumo, que evalúe nuestro papel individual en la depredación colectiva, que valore la justa medida de nuestras aspiraciones materiales. Esta oportunidad perdida hace que, ninguno de nosotros sea inocente frente al genocidio en Palestina. No hay manera de escapar a nuestras acciones u omisiones, sobre todo, cuando para ciertos grupos sociales, la ignorancia es una elección.

Cuando Aaron Bushnell se inmoló frente a la embajada de Israel en Washington, convencido de que la única resistencia posible pasaba por la renuncia a la más primordial posesión física, quizá también pensaba en nuestra responsabilidad colectiva.

Es la exposición del cuerpo en las manifestaciones, en la acción directa, que el “nosotros”, se unifica y se redefine más allá de la esfera de opinión individualista y desmovilizadora de las redes sociales “sin cuerpo y sin dolor” (Raúl Sánchez Cedillo dixit). El cuerpo, como medio de desobediencia civil pacífica, sigue siendo un ejercicio legítimo que conquista el espacio público, para reinterpretar derechos y expandir los canales de participación democrática; al mismo tiempo, la calle es el sitio donde se manifiesta plenamente el “nosotros” sin fragmentación, en un espacio-escenario, lleno de acciones simbólicas plenamente significativas.  La calle es donde habitamos los seres sociales y no en Twitter.

Cualquier proyección sobre el futuro de la humanidad, pasa necesariamente por integrar en la conciencia colectiva la causa palestina. Un ejercicio de instrospección que revele la condición de “corresponsabilidad”, puede significar el primer paso, a partir del cuál se articulen acciones concretas como el boicot, la acción directa o el cambio de hábitos de consumo.

Herodoto había notado que “bárbaro” es aquel que no reconoce en los otros la propia categoría de ser humano. Por sus alcances mundiales, quizá este genocidio coloca a la humanidad más cerca que nunca a la vieja dicotomía de “civilización y barbarie”. Por mucho que se esmeren los promotores de la guerra en convencernos de que los bárbaros son más bárbaros que las bombas inteligentes que los despedazan, sabemos que no es así. Mientras no reconozcamos de los palestinos su plena humanidad y pensemos que la civilización es algo que se construye con las relaciones entre seres humanos y el mundo material, algo que se alza desde consideraciones pragmático instrumentales y no desde la ética, estaremos más cerca de la barbarie.

Reconocer nuestra común humanidad en la causa palestina es un acto de liberación colectiva, somos ellos y salvarles es salvarnos a nosotros mismos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.