Un artículo reciente de la joven académica cubana Camila Piñeiro Harnecker pone nuevamente en discusión las posturas intelectuales y políticas que se dirimen en los debates en torno a las reformas en curso en la isla. A diferencia de otras clasificaciones más ambiciosas -que relacionan la figura del intelectual con los roles (auto)asumidos en el […]
Un artículo reciente de la joven académica cubana Camila Piñeiro Harnecker pone nuevamente en discusión las posturas intelectuales y políticas que se dirimen en los debates en torno a las reformas en curso en la isla.
A diferencia de otras clasificaciones más ambiciosas -que relacionan la figura del intelectual con los roles (auto)asumidos en el debate público- Camila prefiere enfocar su mirada sobre los posicionamientos en relación con los tipos de socialismo, las agendas reformistas y las visiones institucionales existentes en la Cuba actual, los que resume bajo el manto de tres enfoques: estatista, economicista y autogestionario.
Un esfuerzo valioso y valiente -dos cualidades no siempre hermanadas- que se agradece, tanto a la autora como a la revista que lo acogió.
Se trata de un texto más que pertinente, pues arroja luz sobre los proyectos de país que pugnan por concretarse a través de las soluciones dadas a problemas nacionales.
Problemas que abarcan la relación mercado-plan -y la naturaleza de este ultimo-, el vínculo entre participación laboral y eficiencia empresarial, la contraposición entre quienes defienden los cambios como mero incremento de un control estatal eficaz, los que lo identifican con una mayor presencia social del mercado y aquellos que apostamos por el lugar que, por derecho, debe tener la población organizada -en tanto vecino, trabajador, consumidor y ciudadano- en la definición de las agendas y rumbos políticos del país.
Detrás de la clasificación que ofrece Camila se esconden no solo apuestas técnicas sino, ante todo, proyecciones ideológicas, íntimamente relacionadas con las «formas de existencia» del intelectual público.
Camila realiza una útil exploración sobre los rasgos de cada una de las tres posturas, con el acierto de reconocer la existencia de hibridaciones y de una compleja correlación de fuerzas, entre estas propuestas, en la arena nacional.
Las críticas que hago al documento son varias y puntuales.
Primeramente, creo que su título puede prestarse a la confusión, pues más que ser estas posturas «visiones que animan los cambios», solo dos de ellas – la estatista y la economicista- se inscriben empíricamente dentro del tipo de reformas en curso.
La autogestionaria constituye una postura cívica y analítica con muy limitada incidencia real; quizás con la excepción de la anunciada extensión del cooperativismo urbano. Medida sobre la cual habrá que esperar un poco para evaluar su potencial autogestivo dentro de los marcos de un mercado distorsionado -bajo los efectos de una planificación autoritaria- y frente a un aparato estatal acostumbrado a los ucases y la injerencia directa en el tejido socioeconómico.
Otro déficits del enfoque -que se salva únicamente si aceptamos el análisis de Camila como un mapeo de posturas dentro de una amplísima (y a ratos vaga) apelación al socialismo- es que en el texto no se reconoce que estas tres tendencias no son las únicas plataformas y escenarios posibles o deseados por sectores de la población y de las propias elites.
Se obvia la existencia de cuotas importantes de gente que aceptaría el total desmontaje del régimen vigente y su sustitución por una economía de mercado desregulado y una limitada democracia afín al enfoque liberal clásico.
La autora también olvida, al emplazar a la burocracia media como responsable del estatismo, que esa tendencia -hoy hibridada con los aportes economicistas- es el horizonte de toda la dirigencia del estado cubano, desde su cúspide a la base.
Al presentar el fenómeno latinoamericano -que Camila conoce bien por su experiencia de investigación en Venezuela y dado el profundo conocimiento de realidades del continente legado por sus progenitores- la autora tiende a absolutizar sus aristas positivas, las cuales son ciertas y abarcan las políticas participativas, la innovación constitucional y el apoyo a la economía social desplegados en durante la pasada década en varios países de la región.
Sin embargo, obvia que desde hace varios años junto a la tendencia participacionista, democrática y popular, ha ido cobrando fuerza un estilo de hacer política personalista, autoritario y crecientemente desconfiado (y lesivo) respecto a los derechos y autonomía ciudadanos, que hace mella en los avances de ese progresismo en varios países andinos integrados al ALBA.
En Venezuela, por ejemplo, esta tendencia es notoria desde el fallido intento de Reforma Constitucional de 2007, o en los cambios en la legislación y las políticas relacionadas con los Consejos Comunales, que restringen la autonomía de estos y los sujetan más al control presidencial y partidario.
También se aprecia en la aprobación de Decretos Leyes que atentan contra lo estipulado en la Constitución de 1999, así como el avance de la estatización frente a las inicialmente promovidas experiencias cooperativas, de control obrero y cogestión, ahora descalificados como formas capitalistas. Todo lo cual evidencia que el Socialismo del Siglo XXI ha repetido viejos errores del socialismo estatista vigente en Cuba.
Y es que aun cuando las posibilidades de lucha democrática -por las vías institucionales y ciudadanas- sean infinitamente mayores a las de la isla, se está echando demasiado vino nuevo en odres viejos. Eso es lo que explica el descontento de parte de las bases chavistas y los avances de una oposición que pugna por recuperar sus posiciones. Experiencia que no puede ser desconocida por quienes apuestan por los nuevos procesos latinoamericanos como legado útil para los cambios en nuestro país.
Por último, creo que seguir contraponiendo lo participativo con lo representativo -como hace Camila en su texto- puede entenderse como un recurso retórico y práctico para enfatizar la necesidad de nuevas instituciones donde la ciudadanía decida sobre la Política Pública, pero ello es una fórmula científica y empíricamente inexacta.
La democracia contemporánea o es ambas cosas (participativa y representativa) -y además debe llegar a ser también deliberativa, económica, etc.- o no es. Lo que habría que atender es, creo, a la calidad de esa participación y representación.
Y los socialistas cubanos debemos tener muy claro ese asunto, por lo ilustrativos que son los problemas de participación en nuestros Consejos Populares y los déficits representativos de la tristemente llamada Asamblea Nacional.
Que alguien como Camila -joven, intelectualmente preparada e insertada en la institucionalidad científica del país- haya ofrecido este texto es una excelente noticia. Revela que la precaria esfera pública nacional no solo está poblada de diletantes sin agenda, conspiranoicos por encargo y justa rebeldía huérfana de programas y esperanzas.
Al compartir sus ideas, Camila (y gente como ella) se inscribe en la rica y añeja tradición criolla de debate político, desoyendo los criterios -cínicos o cansados- que aconsejan «hacer una carrera exitosa» y «no buscarse problemas». Y ofrece a las ciencias sociales cubanas -y al socialismo- otra oportunidad para ser parte del mañana nacional.