Con la victoria de Pablo Casado en el congreso del PP y del PSOE de Pedro Sánchez en el Gobierno español, los dos grandes partidos que han gobernado el régimen del 78 han iniciado una nueva fase en la que buscarán desarrollar y estabilizar sus respectivos procesos de renovación. Lo hacen desde lugares que unos […]
Con la victoria de Pablo Casado en el congreso del PP y del PSOE de Pedro Sánchez en el Gobierno español, los dos grandes partidos que han gobernado el régimen del 78 han iniciado una nueva fase en la que buscarán desarrollar y estabilizar sus respectivos procesos de renovación. Lo hacen desde lugares que unos meses parecían improbables: el PSOE desde el gobierno y el PP desde la oposición, dividido y alejado temporalmente del poder. Es obvio que existe una tendencia, impulsada por ambos actores pero también por la dinámica parlamentaria, a recuperar la dialéctica turnista como formula de estabilización del escenario representativo: sin embargo también existen contratendencias de fondo en lo social que impiden el cierre de la crisis. Este texto está dividido en dos partes. En la primera, trataremos el actual proceso de recomposición de las fuerzas políticas de derecha a izquierda [1]. En la segunda, trataremos de apuntar algunas claves de la onda larga de movilización en el Estado español.
La victoria de Casado: la derecha busca pueblo
En el congreso del PP competían dos estrategias para recomponer el partido. Por una parte, la representada por Soraya Sáez de Santamaría, la mujer fuerte del gobierno Rajoy. La propuesta de Santamaría era fundamentalmente una estrategia de Estado. Esta tesis piensa el PP como una agencia de gobierno, cuya potencia se basa en la capacidad de dotar de estabilidad a las viejas clases medias y en ganar el famoso voto de centro sin movilizar excesivamente a la izquierda. Se construye sobre ciertos mitos refundacionales de la derecha española: la idea de que la derecha gestiona mejor, que encarna mejor la razón de Estado, una derecha firme pero sin aspavientos ideológicos innecesarios.
En perspectiva, es explicable que Santamaría haya sido derrotaba por Pablo Casado. El PP es un partido en crisis y no precisamente por haber perdido apoyos en el seno de los aparatos del Estado. El problema lo ha revelado el censo del partido: de los 800.000 militantes que el PP decía tener, solo poco más de 60.000 eran reales. Es decir, un partido de cargos públicos, asesores, funcionarios: un partido arraigado en la sociedad política pero débil en la sociedad civil. El olfato político de Casado ha conectado con las necesidades objetivas de la derecha: para renovarse en un sentido fuerte del término (esto es, recuperar a las viejas fuerzas sociales hoy dispersas en un proyecto para la nueva fase) el PP necesita removilizar al pueblo de derechas. Casado ha optado por ganar el partido abriendo el frasco de las esencias conservadoras: forjar la unidad de España mediante la coerción, antiabortismo y una propuesta neocon en materia económica que pretende bajar los impuestos a los ricos, que imita al republicanismo americano, pero con altas dosis de corrupción cínicamente negadas.
Así pues, al menos en el corto plazo, la táctica de Casado pasa por removilizar al núcleo tradicional de la derecha. Y debe hacerlo sin perder el apoyo de los sectores a los que representa Santamaría, poco dados a veleidades incendiarias que movilicen a un PSOE que ha recuperado el gobierno y afronta el ciclo electoral a la ofensiva. No nos olvidemos que la consigna a través de la cual el antiguo PCI trataba de metaforizar su naturaleza bifronte («partido de protesta, partido de gobierno») no es tanto un planteamiento eurocomunista como una lógica universal de las democracias agonistas. Apostar por una cara en una fase implica siempre no olvidar que se tiene otra.
Sin embargo Casado se enfrenta a otro reto más peliagudo y que le puede llevar por caminos impredecibles. Si alza la vista a Europa (algo poco habitual en la política española), el flamante renovador popular verá que los viejos partidos de derechas se ven mermados por el auge de nuevas formaciones extremistas. ¿Le basta a Casado, en este periodo de crisis orgánica, con recuperar las viejas formulas de la derecha española? ¿Se deslizará Casado hacia nuevos temas con el objeto de ampliar su base social, ensayando discursos antiinmigración, securitarios y que avancen hacia un nacional-populismo que ponga en el centro a los sectores populares excluidos del discurso neoliberal-progresista? Esta es la incógnita estratégica que está latente en la derecha y que tanto el PP como Ciudadanos, inmersos en una feroz competencia por el mismo espacio, tendrán que resolver en los próximos meses.
El gobierno Sánchez: los efectos de la ficción progresista
Desde algunos análisis se ha apuntado que, a corto plazo, la victoria de Casado puede ser una buena noticia para el PSOE de Pedro Sánchez. Dentro de está dinámica que busca rehacer el turnismo en tiempos de inestabilidad, la tendencia de Casado a la sobreactuación derechista puede generar el efecto óptico de que el gobierno neoliberal-progresista (por usar la afortunada expresión de Nancy Fraser) está más a la izquierda de lo que realmente está. Pero los problemas para su proyecto de estabilización del régimen por la izquierda podrían venir de otro lado.
Decía un sabio griego llamado Poulantzas que una de las características fundamentales del Estado capitalista contemporáneo es su capacidad para enviar discursos en varias direcciones diferentes, pero conservando el orden unitario dominante. En esto se basa precisamente el arte de gobernar en momentos de recomposición: se trata de generar la ficción de que el gobierno tiene en cuenta a múltiples sectores sociales, con una política de reformas compartimentada, pero descartando cualquier tipo de proyecto político que toque los núcleos centrales en torno a los cuales se organiza el sistema político, económico y cultural. Así pues, el gobierno de Sánchez se ha dirigido a las mujeres, a las clases trabajadoras, a los sectores de clase media con conciencia humanitaria, a la izquierda civil de tradición republicana y a la ciudadanía catalana. Ha presentado una batería de guiños para cada uno de esos sectores, delimitando de forma inteligente la profundidad de cada medida: se trata de contentar a los sectores de clase media de cada fracción social, con medidas superficiales pero necesarias, saludables pero que dejan al margen a amplios sectores de las clases populares, que ven como el progresismo neoliberal institucionaliza desde el gobierno la normalización de su exclusión del sistema.
Esta política de gobernanza progresista tiene las patas más cortas de lo que parece. Solo se puede articular si la economía crece y subsisten ciertas expectativas (más que riqueza en un sentido real) que repartir. Cualquier dato de paro negativo o cualquier proceso de reclamación salarial fuerte puede provocar una crisis que podría ser mortal en un gobierno que aspira a organizar un reparto de concesiones sociales variado y superficial, pero que no tiene ningún tipo de margen para controlar los desarrollos de un ciclo económico inestable y volátil.
Porque, a pesar de los equilibrios discursivos y de la distribución de concesiones, toda política progre necesita una base social estable, mediada a través del Estado. A finales de los 80, esa base social se construyó a través del sueño europeo y las becas Erasmus; en los 2000, a través del boom inmobiliario: a día de hoy, el progresismo-neoliberal de Pedro Sánchez tiene pocas bases materiales a las cual aferrarse. La mitología de las clases medias puede organizarse en torno a algunas fracciones de profesionales que buscan el ascenso social a través de la renovación generacional (periodistas y políticos parecen estar a la vanguardia), pero en ningún caso en torno a un proyecto universal apoyado en la extensión de la seguridad estatal a amplios sectores de las clases trabajadoras y populares.
La izquierda post-15M: entre el agotamiento y nuevas reinvenciones
En un contexto global en el que proceso de precarización de las sociedades occidentales parece inexorable, el progresismo neoliberal siempre acaba apareciendo como impotente frente a la exclusión de millones de personas. Frente a la combinación de corporativismo burocrático, pesadez intelectual y patética sumisión al capital financiero que encarna el PSOE, parece increíble que tanto Podemos y como el resto de la izquierda parlamentaria hayan apostado con tanta fe por la carta del «cogobierno de progreso». De cualquier modo, podemos apuntar algunas explicaciones, sin duda parciales, si combinamos ciertas dinámicas sociales con las decisiones tácticas por las que ha apostado la dirección de Podemos en los últimos años.
El giro hacia el gobernismo progresista no se puede entender sin relacionarlo íntimamente con el alejamiento del horizonte constituyente sostenido por las bases sociales que protagonizaron el 15M. Esto es, la vuelta al eje izquierda-derecha como factor divisivo de la política, solo que ahora protagonizado por cuatro partidos. En este caso, el liderazgo del PSOE en el incipiente bloque progresista (bajo hegemonía neoliberal) se traduce en una mutación de Podemos y sus fuerzas aliadas, que podrían pasar de ser la vanguardia de un ejército que iba a asaltar los cielos a una muleta de izquierdas.
No cabe duda de que la falta de estrategia de Podemos, su tacticismo ciego y sus estruendosos bandazos han terminado por colocarle en un callejón sin salida. Dentro de la lógica que ha asumido Podemos, sus opciones parecen reducirse a una, desdoblada en dos versiones: o bien apoyar al gobierno sin participar en él o bien seguir moderando su programa y sus objetivos, hasta el punto de ser aceptados por las élites como un socio de gobierno menor y controlable. Podemos también podría verse hipotecado por sus propios esloganes si trata de dar un giro brusco y ser víctima del sentido común que han contribuido a instalar el hay que tener paciencia, los cambios llevan tiempo. La espiral de impotencia en la que se ha instalado Podemos puede racionalizarse, como hace Errejón, o vivirse con cierta rabia, como ocurre en los sectores más izquierdistas del pablismo pero, al fin y al cabo, el resultado es el mismo: colocar a la fuerza política surgida del 15M en la posición de muleta de izquierdas del bloque progresista. Una clase magistral de hegemonía dictada por el viejo moribundo y renacido Partido Socialista a los jóvenes y ambiciosos politólogos.
Sin embargo, hay sectores de las izquierdas que empiezan a apuntar en otra dirección, que trata de salvar lo mejor del ciclo 15M y que, a la vez, pone nuevos cimientos para poder avanzar en ulteriores escenarios. La propuesta de confluencia impulsada por Teresa Rodríguez (Podemos) y Antonio Maíllo (IU) en Andalucía (Adelante Andalucía) es un intento de romper con esa inercia hacia la impotencia subalterna a la que parecen condenadas las fuerzas del cambio. El reto es mayúsculo y no está exento de problemas. Con un discurso dinámico que busca recuperar los grandes ejes constituyentes del ciclo social y un programa fuerte al estilo Jeremy Corbyn, adaptado a la realidad andaluza, no deberíamos ocultar el hecho de que, a pesar de la esperanza que supone su andadura, la confluencia andaluza se enfrentará a los mismos problemas que sobredeterminan el panorama político. Porque no deberíamos medir el éxito o el fracaso de la confluencia andaluza tan sólo por su resultado electoral, sino que también deberíamos exigirle ser capaz de materializar la confluencia por abajo, agregando nuevos sectores y dando protagonismo a las luchas, a la clase trabajadora olvidada por la política de las clases medías. En definitiva, debemos esperar, ni más ni menos, que sean capaces de ir verificando en la práctica la tesis política que subyace tras la confluencia andaluza: esto es, que la degeneración electoralista, autoritaria y estrecha de miras de la nueva política no es inevitable y que, en consecuencia, hay un camino alternativo que es posible recorrer.
Para ello no podrá contar con la dirección estatal de Podemos, cuyo único objetivo para 2019 parece ser frenar los procesos de confluencia y la autonomía de los territorios [2]. Los métodos utilizados por la dirección estatal de Podemos en Andalucía, basados en el patriotismo de siglas y en tratar de desacreditar a Teresa Rodríguez, no han tenido más efecto que una contundente victoria de quienes defienden la confluencia en las primarias.
Tampoco deberíamos ser tan ingenuos como para creer que la dirección estatal de Podemos vive tan fuera de la realidad y creyese que tenía alguna opción de ganarle las primarias a Teresa Rodríguez. El objetivo no ha sido otro que advertir que, fuera de Andalucía, no se tolerará ningún proceso de confluencia que no piloten ellos desde arriba. Ahora mismo la dirección de Podemos podría situarse en la misma posición que Cayo Lara y la antigua dirección de IU ante el surgimiento de Podemos: como el freno consciente a posibles nuevos desarrollos, solo que, siendo claros, sin que haya surgido todavía una fuerza política capaz de descorchar el tapón y desbordar el proceso de cierre. Por eso, todos los esfuerzos por aislar y desacreditar la confluencia andaluza les parecen pocos a la dirección estatal de Podemos. Según sus estrechos intereses burocráticos y de poder, Andalucía debe ser la excepción, jamás la regla, aunque está cerrazón debilite todavía más a la izquierda como opción política en la sociedad. En ese sentido, la dirección federal de IU encabezada por Alberto Garzón también tiene el reto de demostrar si su giro hacia las confluencias democráticas se basa en una posición consecuente o es una simple maniobra táctica oportunista para mejorar su relación de fuerzas en Andalucía y seguir negociando por arriba en el resto del Estado.
Hay que recordar que la cerrazón de la antigua dirección de IU en 2015 fue en parte responsable de liberar fuerzas sociales latentes. Es muy improbable que en el corto plazo surja algo con la potencia del primer Podemos, pero también es seguro que muchos sectores no van a aceptar pasivamente el cierre que proponen los aparatos estatales de los partidos de izquierda. En parte, de la voluntad para la apertura confluente de las direcciones estatales de los grandes partidos de izquierda (Podemos e IU) depende en buena medida la forma de afrontar el ciclo electoral que viene a nivel autonómico y municipal, pero también de la capacidad de iniciativa de otros espacios al margen de los grandes aparatos y que reivindican una política diferente para la nueva fase política. Porque esta apertura no debería orientarse simplemente hacia la distribución de cargos públicos en clave democrática, sino que debe servir para reabrir el debate estratégico fundamental. La izquierda está ante una gran encrucijada: ¿aceptar la lógica neoturnista y ser la izquierda del progresismo o comenzar a repensar una estrategia en plazos más largos, trazando un horizonte constituyente basado en las dinámicas de lucha? Los que apostamos por la segunda opción debemos iniciar también una reflexión sobre cómo articular una fuerza material que nos permita hacerlo en un mientras tanto sui generis, en el cual, paralelamente a las recomposiciones en la sociedad política, se despliega una profunda recomposición en el plano social. De ello hablaremos próximamente.
Notas:
[1] En este texto hemos excluido conscientemente el proceso catalán del análisis. Sin duda, eso provoca ciertos déficits y limita el alcance de la propuesta, pero excedía el alcance de este artículo. Recomiendo los artículos publicados por Marti Caussa en esta misma web.
[2] El aparato central de Podemos se presenta como defensor de los inscritos del partido frente a la «autonomización» de los territorios, excepto, por supuesto, cuando les conviene lo contrario: suponemos que la secretaría de Organización de Podemos encabezada por Echenique será igual de valiente como fiscal con Manuela Carmena en el Ayuntamiento de Madrid, con la misma intensidad que con Teresa Rodriguez en Andalucia. Más allá de la ironía, la aparente arbitariedad del aparato de Podemos no es tal: complacientes y sumisos con el «entrismo progre» de Manuela Carmena, extremadamente severos y arrogantes con los sectores rupturistas. Detrás de esto, subyace la concepción de mando eurocomunista, consistente en ceder ante los poderosos y disciplinar o expulsar a los sectores radicales.