Traducción para Sin Permiso de Lucas Antón
Hace casi un año y medio recibí una llamada de Paraguay. Era Oliver Stone. Había estado leyendo Pirates of the Caribbean: Axis of Hope , una recopilación de ensayos míos sobre la cambiante política de América Latina, y me preguntó si estaba familiarizado con su trabajo. Desde luego que sí, sobre todo con las películas políticas en la que ponía en tela de juicio los relatos fraudulentos de la guerra de Vietnam que se habían ido imponiendo durante los años de serie B de la presidencia de Reagan.
Stone luchó de veras en esa guerra como infante de marina, lo que hacía difícil que otros lo encasillaran como ñoño pacifista. Muchos de sus detractores habían evitado el reclutamiento y andaban ahora compensándolo proclamando que se podía haber ganado la guerra si los políticos no hubieran traicionado a los generales, lo cual enfurecía a Stone, que detestaba las recetas simplistas que hoy se ofrecen sobre cualquier aspecto de la política interior y exterior norteamericanas. En la primera entrega de Wall Street (1987), por ejemplo, había descrito los estrechos vínculos entre delincuencia y capitalismo financiarizado que llevaron en último término al derrumbe de 2007.
La guerra de Vietnam desempeñó un papel importante en la adopción de una postura radical sobre su país por parte de Stone. Una de las escenas más llamativas de JFK, de casi diez minutos de duración, retrata a un duo de cabezas parlantes: Jim Garrison (Kevin Costner) y un funcionario de inteligencia militar sin identificar (Donald Sutherland) caminan por la ribera del Potomac, en Washington D. C., discutiendo quién mató a Kennedy. El personaje de Sutherland vincula la ejecución del presidente a su decisión de retirar las tropas norteamericanas de Vietnam algunos meses antes. Para mi gusto, se trata – junto al retrato de los oficiales franceses que justifican con toda tranquilidad la tortura en La batalla de Argel, el clásico de Gillo Pontecorvo y la conspiración de la extrema derecha para matar al diputado Izquierdista Lambrakis en Z, de Costa-Gavras – de una de las tres mejores escenas del cine político.
Una serie incesante de jeremiadas de críticos a izquierda y derecha denunciaron en particular esta escena del JFK de Stone como pura fantasía. No obstante, investigaciones posteriores, sin olvidar la biografía, de reciente publicación, de McGeorge Bundy, uno de los halcones más destacados del gobierno Kennedy, han vindicado de forma abrumadora el enfoque del director. Kennedy había decidido desde luego abandonar, siguiendo en buena medida el consejo del general Douglas MacArthur, ya retirado, que le dijo que la guerra no podía ganarse.
La negativa de Stone a admitir las «verdades» del «establishment» es el aspecto más importante de su filmografía. Por esa razón estaba en el Paraguay, charlando con el nuevo presidente, un obispo apartado del sacerdocio y nutrido en la Teología de la Liberación, que había conseguido derribar electoralmente la larga dictadura de un solo partido. Fernando Lugo se había convertido en parte del nuevo paisaje bolivariano, que incluía a Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, flanquedado por los Kirchner en Argentina y defendido por Lula en Brazil.
Stone me preguntó si podíamos reunirnos para discutir su proyecto más ambicioso, una serie documental de nueve horas titulada Historia Secreta de Norteamérica. Un mes más tarde nos vimos en Los Ángeles. Me explicó por qué creía necesario su proyecto. Había una espeluznante falta de información en el país acerca de su propio pasado, comentaba, y no digamos ya sobre el resto del mundo. «Desde hace ya décadas a los niños les enseñan basura empaquetada como módulos de historia o nada», me dijo. Consideraba su historia para televisión, en cierto modo, como su obra más importante. Presentaría una narración histórica de los Estados Unidos y de cómo se convirtió en un imperio. Me entrevistó ante la cámara durante siete horas, con unas pocas pausas para el agua (tanto para beber como para ir al baño). Llevaba consigo algunos de mis libros, repetidamente subrayados. Fue una experiencia estimulante, desprovista de melancolía o sentimentalismo por cualquiera de ambas partes. Tenía un trabajo que hacer y lo llevó adelante.
Una primera copia poco prometedora
Hasta entonces, había supuesto que el viaje reciente de Stone por América Latina era parte de la Historia Secreta, pero resultó que no era así. Enojado por los bastos ataques a los nuevos dirigentes por parte de las redes de televisión norteamericanas, así como por parte de la prensa escrita (con el New York Times como contumaz provocador), Stone había decidido ofrecer una voz a esos políticos tan difamados. Pero él y sus productores, Robert Wilson y Fernando Sulichin, tenían la impresión de que la película había quedado demasiado empantanada en el terreno de los medios. Me pidieron que viera una primera copia: era un esfuerzo bienintencionado pero confuso; sencillamente, no funcionaba. Dado el desprecio que los enemigos de Stone probablemente mostrarían hacia la película, a despecho de su calidad, lo mejor era reducir el número de rehenes. ¿Se podía rescatar?, quería saber Wilson. Sugerí que la estructura existente debía descartarse; sugerí también que deberían mantenerse las vaIiosas imágenes de archivo y unas cuantas entrevistas y reinsertarlas en una nueva versión.
En el nuevo comentario que me pidió que le escribiera, me concentré en los puntos fuertes del material que Stone había acumulado en su gira relámpago de dos semanas. Esta película, en agudo contraste con la hipnótica Comandante, la entrevista con Fidel Castro de 75 minutos de duración filmada por Stone, estrenada en 2003, podía ser mucho más lúdica. Se volvió a montar South of the Border ‘s como una «road movie» [peli de carretera] política con una narración directa. Un radical y legendario cineasta de Hollywood, enfadado por lo que está viendo en su pantalla de televisión, decide subirse a un avión. En términos conmovedores y sencillos, el documental presenta una defensa de los cambios que se producen en América Latina.
No se propone mostrar una visión analítica, distanciada, fría de dirigentes desesperados por liberarse del dogal del Gran Hermano del Norte. La cinta se muestra receptiva hacia su causa, que es en lo esencial un grito de libertad, del que las entrevistas con los siete presidentes forman la médula espinal. Chávez se sitúa en el centro del estrado, puesto que ha sido líder pionero de los experimentos socialdemócratas radicales actualmente en curso en el continente, y su país dispone de ingentes reservas petrolíferas. «Si la película convence a la gente de que Chávez es un presidente democráticamente elegido y no el malvado dictador así descrito en buena parte de los medios occidentales», declaró Stone, «habremos conseguido nuestro propósito».
Es mucho pedir en estos tiempos, pero, con todo, vale la pena intentarlo. Una crítica típica de los gringos es que Stone no sabe siquiera pronunciar el nombre de Chávez (dice SHAH-vez, no CHAH-vess). Es interesante que esto apenas suscite irritación en América Latina. Pronunciar mal un nombre es el menor de sus problemas. Todavía tengo yo que conocer a algún gringo (amigo o enemigo) que pronuncie correctamente el mío, pero eso no es razón para juzgar intelectualmente mal a la persona en cuestión.
Hay otra opinión que encontramos en algunos especialistas académicos latinoamericanos que trabajan en los EE.UU.: que es demasiado simple. En esto nos declaramos culpables. Nunca intentamos elaborar un tratado o un debate. Stone conoce su país y los hábitos como espectadores de sus compatriotas: South of the Border está destinado a suscitarles unas cuantas preguntas. No es que Europa sea mucho mejor: la hostilidad hacia los líderes bolivarianos es bastante universal en los medios europeos, salvo unas pocas excepciones. Es extraño que un mundo que rebuzna sin parar sobre la democracia se haya vuelto tan hostil a cualquier intento de diversidad económica y política.
Rómulo Gallegos, el gran novelista de Venezuela, escribió en 1935 acerca de la historia venezolana como «un toro fiero, con los ojos tapados y el morro anillado, conducido al matadero por un astuto borriquillo». Ya no. Lo que impresionó a Stone fue que los astutos oligarcas del sistema bipartidista habían sido derrotados y el toro estaba libre. La Historia Secreta de Norteamérica – todavía por llegar – explicará con detalle por qué en principio se les otorgó el poder a los burros.
Hagamos Lenin: la película
Más de 3.000 personas, la mayoría pobre e indígena, asistió al estreno de la película en Cochabamba, Bolivia, y vitoreó sin parar a los suyos. «Instintivamente sabían quiénes eran los malos», me dijo Stone en Nueva York, «al revés que aquí». El New York Times asignó a un veterano gacetillero de la época de Reagan – firme apoyo de los contras – para entrevistarnos. Quizás era un ojo por ojo: querían castigarnos por las referencias nada serviciales al «diario de registros» [1] en el documental. A veces parecía como si nos interrogara un espía de la Guerra Fría después de haber viajado a un país prohibido. Nuestra carta en respuesta al artículo, que había cuestionado la existencia de un verdadero golpe de Estado para derrocar a Chávez, se publicó la semana pasada.
¿Qué sigue ahora? Cenando en casa de Stone, con su pareja coreana, Sun-jung, su inteligente hija de 14 años (la verdadera inspiración de la Historia Secreta), y su combativa madre, Jacqueline Goddet, una señora francesa de 87 años, el director preguntó en broma si quedaban personajes intensos dignos de considerar a la hora de hacer una película. «¿Lenin o Robespierre?», inquirí con esperanza. Se volvió hacia su madre, firme y devota gaullista, que no daba crédito a lo que oía. «¿Robespierre?», repitió ella. «¡Asesino!». Eso no sería en si mismo razón suficiente para que Oliver no se embarcara en un proyecto así. No le puedes impedir a un viejo pecador que tire la penúltima piedra. [2]
Notas del t.:
[1] «Paper of record» es uno de los sobrenombres utilizados para denominar al New York Times señalando su carácter notarial, fidedigno, de testigo imparcial. [2] Además de la referencia bíblica, hay en esta última frase un doble juego de palabras, pues «piedra» significa el apellido del director en inglés, Stone, y «tirar una piedra» se dice en este idioma «to cast a stone», con el mismo verbo que se usa en el cine para escoger un reparto.
Fuente: http://www.guardian.co.uk/film/2010/jul/26/oliver-stone-tariq-ali-hugo-chavez