Sabemos, sí, que la guerra mediática forma parte de una estrategia global para facilitar primero los desprestigios y luego las invasiones. Que vivimos un juego de manipulaciones permanentes y que, en estos tiempos, las palabras las carga frecuentemente un diablo humano recurrente y perverso, doctor en semánticas y confusiones. Sabemos también, prueba empírica en cinco […]
Sabemos, sí, que la guerra mediática forma parte de una estrategia global para facilitar primero los desprestigios y luego las invasiones. Que vivimos un juego de manipulaciones permanentes y que, en estos tiempos, las palabras las carga frecuentemente un diablo humano recurrente y perverso, doctor en semánticas y confusiones. Sabemos también, prueba empírica en cinco decenios, que contra Cuba y su Revolución todo vale, llámense desembarcos mercenarios, patrias potestades, homilías en los templos, documentales de National Geographic, bombas y mentiras o bloqueos y bacterias. Es cierto además que desde 1959 el estímulo y la organización de la contrarrevolución interna se ha convertido en una de las obsesiones permanentes de las distintas administraciones norteamericanas, hayan sido estas demócratas o republicanas y hayan estado presididas por John F. Kennedy o Georges W. Bush. También sabemos que sin esta Cuba intensa y contradictoria, que tanto amamos, nada sería igual en un mundo uniformemente triste y mercantilizado en el que incluso el agua (71% de la superficie del planeta) es ya un inevitable objeto de consumo. Una Cuba que, entre luces y sombras, cotidianidad y algún que otro sueño postergado, continúa obstinadamente proponiendo otra forma de articulación social y política, humana y vivencial, que más allá de su lento tempo en mejoras y bienestares, representa para muchos (dentro y fuera de la isla) una especie de aspirina del tamaño del sol. Quiero decir, una receta para buena parte de todos nuestros dolores de cabeza planetarios de la mano de un médico de familia particular e intransferible, pongamos de nombre Roque Dalton también egresado en calles caribeñas.
Por eso quizá, precisamente por eso, en días como éstos en los que nos llegan noticias como la muerte de Orlando Zapata Tamayo después de haber llevado a cabo una huelga de hambre de más de dos meses de duración, nos duelen la garganta y los silencios, copiamos a mano algún capítulo necesario de los manuales de la ética revolucionaria y nos volvemos a preguntar por qué pasan estas cosas cincuenta años después de la puesta en marcha de un proceso en el que siempre el ser humano ha sido el eje central de su articulación. Preguntarnos, en fin, por encima de ingenuidades, manipulaciones y «servicios al enemigo», por qué no se informa pormenorizada y exhaustivamente en el interior de Cuba en torno a una cuestión que en el resto del mundo (y por interesadas razones conocidas) es cabecera de noticiarios y portada permanente de periódicos. Por qué el diario «Granma«, por ejemplo, ha ignorado la existencia de la muerte de Orlando Zapata hasta el sábado día 27 (cinco días después), cuando incluye como única referencia, en la página 3, un artículo de opinión del escritor Enrique Ubieta («¿Para quién la muerte es útil?») en el que, esencialmente, se analiza el perfil de Zapata como preso común desde 1988 para explicar su posterior manipulación al ser incluido en la lista de los llamados presos políticos en 2003. ¿Qué podríamos decir, en fin, del papel de la televisión, de sus programas informativos o de los silencios del espacio «Mesa Redonda» con un acercamiento diario a media tarde y durante 150 minutos a temas considerados de interés general para la ciudadanía cubana? Como sugerencia en la distancia y desde el respeto: ¿No sería interesante, democrático y revolucionario hablar sobre este hecho luctuoso y sus consecuencias? ¿Analizar, sí, la posible manipulación de este hombre por los enemigos de la Revolución pero, también, tratar de entender qué razones de fondo podrían explicar su defensa al límite de unos postulados que le han llevado a morir por ellos? Hablar, no sé, de cuestiones paralelas pero no menos importantes que subyacen en este contexto y que, en definitiva, muestran las contradicciones inherentes a una Revolución que, medio siglo después de sus románticas y épicas imágenes de victoria, sigue mostrando carencias y frustraciones fruto en muchas ocasiones, es verdad, de un mundo hostil. Pero no siempre.
El mismo diario «Granma» incluía en su edición de este pasado viernes un amplio reportaje en el que se calificaban como «desvergüenza» las condiciones de vida en las cárceles de Estados Unidos en las que mueren siete mil reclusos cada año, hablando de males endémicos como la brutalidad y la tortura. También es cierto que en la prensa occidental, y salvo contadas excepciones no exentas generalmente de sensacionalismo, nunca son noticia las tragedias cotidianas en las cárceles de América Latina en la que centenares de miles de personas son sometidas al hacinamiento, la insalubridad y las palizas sistemáticas. Todo esto es verdad. Ahora bien, ¿impide esta realidad hablar de la situación de los presidios cubanos? ¿No señaló el propio cantante Silvio Rodríguez en 2008, con motivo de su gira por las prisiones del país junto a otros intérpretes, que las cárceles son una de las partes más «dolorosas e incómodas» de la realidad cubana?
La muerte de Orlando Zapata Tamayo, en definitiva, plantea importantes cuestiones para el debate interno, cubano y revolucionario en general, que van mucho más allá de las interesadas líneas de manipulación de la mayor parte de los medios de comunicación occidentales. Sustraerse a este necesario ejercicio colectivo de contraste de opiniones (cultura, lo sabemos, no tan prodigada hasta ahora como sería necesario en la Cuba revolucionaria) significa volver a repetir dinámicas anteriores que, a la larga, han propiciado muchos de los batallones de desencantados e indiferentes en estos intensos años de flujos y reflujos. Pero hay más razones: cinco intensos decenios de Revolución y vivencias intransferibles han propiciado un nivel cultural en la ciudadanía que se ha convertido en uno de los grandes logros del proceso. Una población cada vez más joven e inquieta que, obviamente, se plantea hoy más preguntas en voz alta que en decenios anteriores. Y que busca espacios de opinión, participación y contraste de ideas en las que los argumentos se sustenten en los necesarios consensos revolucionarios. Hablar de frente y claro, por ejemplo, de las diferencias internas en el país que siguen propiciando un inevitable «efecto llamada» de la capital a las provincias con los consabidos problemas generados por el hacinamiento y el aumento de las bolsas de marginalidad, de la dura situación en las prisiones, de la posible manipulación política por los enemigos de la Revolución de cualquier eventualidad, creada o no, del papel que deben jugar los medios nacionales de comunicación en la Cuba actual… Cuestiones todas ellas ligadas, directa o indirectamente, a la historia de Orlando Zapata Tamayo, ciudadano cubano nacido en 1967 en Banes, provincia de Holguín, albañil y fontanero de formación, que emigró a La Habana con el fin de tener más recursos materiales y terminó recorriendo los presidios del país. Moría el 24 de abril de 2010 después de haber mantenido una larga huelga de hambre durante más de dos meses. Hablar de esta tragedia, analizarla por pequeña que parezca, es también Revolución. Y hacerse dueños de un discurso que generará un dolor de cabeza crónico y permanente a todos los manipuladores que en el mundo son. Y para ellos, sinceramente, no hay aspirina posible.
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20100301/185629/es/Orlando-Zapata-Tamayo-una-muerte-cubana