Slow Food (Alimentación Sana) no significa sólo lo contrario de fast food (comida rápida). Se trata de un movimiento internacional, fundado en Italia en 1986 y que cuenta ya con más de 80 mil socios en más de 100 países. Se opone a la tendencia de standarización del paladar (la llamada «mcdonalización» del planeta) y […]
Slow Food (Alimentación Sana) no significa sólo lo contrario de fast food (comida rápida). Se trata de un movimiento internacional, fundado en Italia en 1986 y que cuenta ya con más de 80 mil socios en más de 100 países. Se opone a la tendencia de standarización del paladar (la llamada «mcdonalización» del planeta) y actúa a través de la Fundación Slow Food para la Defensa de la Biodiversidad (www.slowfood.it).
Del 20 al 23 de octubre se reunieron en Turín casi cinco mil representantes de 130 países, en el evento titulado «Tierra Madre. Encuentro Mundial entre las Comunidades del Alimento». La delegación brasileña estaba integrada por 180 personas, la mayoría pequeños agricultores, indígenas, pescadores, directores de cooperativas y personas sin tierra. Participé en nombre del Programa Hambre Cero, tema de una de las cinco conferencias plenarias y de dos talleres, de entre los 61 que abordaron diferentes temas.
El objetivo de Slow Food es intervenir en el mercado, educando a productores y consumidores a preservar los productos y culinarias locales, así como la agro-biodiversidad. En todo el mundo el movimiento intenta identificar dónde hay pequeñas producciones agro-alimentarias de calidad. Entre sus actividades destacan el Arca del Sabor y las Fortalezas. El Arca del Sabor consiste en registrar los productos de excelencia gastronómica amenazados por la homologación industrial, las leyes hiperhigienistas, la degradación ambiental y las reglas que favorecen sólo a los grandes distribuidores. Ella cataloga y divulga por todo el mundo sabores casi olvidados de productos amenazados de extinción y que poseen un gran potencial productivo y comercial.
Las Fortalezas son intervenciones que miran a la preservación de esos productos. Dieron inicio en Italia y hoy están en los cinco continentes, asegurando la continuidad de productos como el Oscypek, queso de leche cruda polaco, el café Huehuetenango de Honduras y el arroz Basmati de la India. En Brasil funciona la Fortaleza del guaraná, de los indios Sareté Maué, que lo fabrican artesanalmente en forma de bastón, y el palmito de la palma juçara. Los visitantes pudieron comprarlos o degustarlos, en una gran fiesta gastronómica centrada en la agricultura orgánica, libre de agrotóxicos y de transgénicos.
Las Fortalezas comprenden acciones de organización de los productores, establecimiento de normas de producción, recopilación de recursos para instalación de infraestructura, promoción de investigaciones e incluso canales de comercialización, incluyendo exportación, mercadeo y comunicación.
Para el Slow Food seleccionar productos implica preservar la biodiversidad alimentaria, defender territorios y su identidad cultural, así como valorar prácticas antiguas, ofreciendo nuevas oportunidades de trabajo e ingresos a pequeños productores. Por eso los productos deben ser excelentes en cuanto al sabor y con calidad definida a partir de costumbres y tradiciones locales; estar enraizados en la memoria y en la identidad de un grupo social, y relacionados con la historia de un territorio; producidos en cantidades limitadas y estar en peligro de extinción.
Desde el 2003 la Slow Food actúa en Brasil junto con el Ministerio de Desarrollo Agrario, especialmente con la Secretaría de Desarrollo Territorial, con la cual firmó un convenio de cooperación en julio del 2004.
Con traducción simultánea en siete idiomas, Tierra Madre proporcionó a los participantes un espacio de intercambio de informaciones y experiencias, de exposición de sus productos, apertura de canales de comercialización y exportación. Posibilitó, sobre todo, el fortalecimiento de sus lazos de solidaridad ante el creciente avance de producción artificial de los alimentos, en que la tierra es cambiada por los laboratorios y el valor de cambio de los alimentos predomina sobre el de uso, aumentando el lucro de las empresas transnacionales y ampliando tanto el número de personas desnutridas, por falta de recursos para producir y/o adquirir alimentos, como el de víctimas de enfermedades producidas por los elementos químicos contenidos en los productos industrializados.
La salud comienza por la boca, enseñaban los antiguos. Y la sabiduría no es lo que la boca habla sino lo que expresa el corazón.
Las tres fuentes de la vida
A los seres nos son inherentes tres cosas: la nutrición, la sexualidad y la espiritualidad. Son las fuentes de nuestra existencia. Por la nutrición desarrollamos y aseguramos la salud; por la sexualidad preservamos y multiplicamos la especie; por la espiritualidad nos transcendemos a nosotros mismos, relacionándonos con la naturaleza, el prójimo y Dios.
Sin ingerir alimentos nadie vive. De nuestros cinco sentidos, el gusto es el primero en ser activado. Aún en la fase intrauterina chupamos los nutrientes maternos. Por lo cual éste es el más arraigado de los sentidos. Al cambiar de país cambiamos de hábitos, adoptamos otro idioma, etc. pero nunca cambiamos el gusto. Al igual que el lenguaje, es factor primordial de identificación. En Australia o en Alaska, un brasileño experimenta indecible placer al comer arroz con frijoles, por ejemplo.
La comensalidad es el más humano de nuestros actos. Ningún otro animal se cuida de preparar los alimentos y a continuación se sienta en torno a una mesa acompañado de sus semejantes. Sólo nosotros, los humanos, hacemos de la preparación de los alimentos un arte (la culinaria). Es todo un ritual: estar a la mesa y seguir determinadas rúbricas -cubiertos, servilletas, platos, bandejas… Y no hay nada peor que comer solo. Comer es comulgar, compartir. Es una acción resurreccional. La carne que nos alimenta es un animal que murió para darnos vida, así como la ensalada, un vegetal, o el arroz con frijoles, cereales. La vida es siempre reciclable. Y en torno a la mesa yo le doy a otro algo de mí mismo. Él se «alimenta» de mi ser, como yo del suyo.
La sexualidad puede ser sublimada, reprimida, pero nunca ignorada. Es el reflejo de la edad que tiene la vida: cerca de tres mil quinientos millones de años. Ella asegura la cadena generacional que viene perfeccionándose desde los protozoarios hasta el ser humano. Es la más significativa manifestación de que la vida es un fenómeno intrínsecamente comunitario.
La libido, como enseñó Freíd, puede ser canalizada, pero no descartada. Ni Jesús dejó de tener pulsión sexual. La cuestión es saber en qué nivel se manifiesta nuestra sexualidad: como porno, eros, filia o ágape. Como porno (de ahí viene pornografía), mi placer es su degradación; como eros (de donde erotismo), mi placer es también el suyo; como filia (de ahí filia más sofia = amor a la sabiduría, filosofía), el placer reside en la amistad, en la complicidad; como ágape, nuestros placeres culminan en la felicidad, en la comunión espiritual entre dos seres que se aman.
Gracias a la ciencia moderna la sexualidad ya no es inseparable de la procreación, lo que permite que exista como sacramento amoroso, de interacción física de la comunión espiritual. Lo contrario, sin embargo, es perverso: la sexualidad como mero placer físico, inmediato, sin mediación de la subjetividad.
La espiritualidad es la ventana de nuestra vocación a la transcendencia. Podemos canalizarla hacia el consumismo, el mercado, el poder, escogiendo el dinero en lugar de Dios (Mateo 6,24), pero estará siempre presente, pues es lo que imprime sentido a nuestra subjetividad y, por tanto, a la existencia. Por eso, ella precede a la experiencia religiosa, así como el amor precede y fundamenta la institución familiar. Es bueno recordar que Dios no tiene religión.
Es la vida espiritual la que nos lleva a la comunión con Dios, relativizando nuestra potencialidad amorosa. El camino más corto no es el de ser amoroso con el prójimo para, a continuación, amar a Dios. Al contrario, invadidos por el amor de Dios, desbordamos amor en dirección al prójimo.
La comunión con Dios tiene dos vías. La más en boga es la que imagina que Dios es alcanzable por el aumento de nuestras virtudes morales. Cuanto más puros y santos, más cercanos estamos a Dios. Sin embargo, la vía evangélica adopta la dirección contraria: Dios es amor y es irremisiblemente apasionado por cada uno de nosotros. Ningún pecado hace que Él se aparte de nosotros y nos deje de amar. Por eso, basta con que abramos el corazón al amor divino.
Es como la celebración de un matrimonio: el varón se siente tan amado y ama tanto a su mujer que no consigue dejar de ser fiel. Así es la relación con Dios. Respecto a nuestra libertad, Él espera sólo que decidamos abrirnos más o menos a su amor, que es tierno. Y el método más fácil para esa apertura es la oración, especialmente la meditación, que nos permite descubrir a Dios en la médula de nuestro ser, y en el servicio a los más pobres, sacramentos vivos de la presencia de Cristo.
Traducción de José Luis Burguet
Frei Betto es escritor y Autor de «Típicos Tipos – perfiles literarios» (La Jirafa), entre otros libros. |