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Pablo de la Torriente Brau en la Guerra Civil española

Fuentes: Corriente Roja

Miembro de Línea de la Real Academia de Foot Ball Intercolegial del Club Atlético de Cuba. Decano de la Sociedad de Empleados del Bufete Giménez, Ortiz y Lanier con prestación de servicio del Dr. Fernando Ortiz. Mecanógrafo de Mérito. Taquígrafo graduado. Alumno de Dibujo de la Escuela Libre dirigida por el pintor Víctor Manuel y […]

Miembro de Línea de la Real Academia de Foot Ball Intercolegial del Club Atlético de Cuba. Decano de la Sociedad de Empleados del Bufete Giménez, Ortiz y Lanier con prestación de servicio del Dr. Fernando Ortiz. Mecanógrafo de Mérito. Taquígrafo graduado. Alumno de Dibujo de la Escuela Libre dirigida por el pintor Víctor Manuel y domiciliada en cualquier café de La Habana. Exredactor anónimo de periódicos desconocidos. Socio de Pro Arte Musical, de la Hispano Cubana de Cultura, del Centro de Dependientes y de Gonzalo Mazas, etc., etc.

Confieso que después de ver cuánto título tengo, yo mismo me asombro de ser tan perfectamente desconocido.

Con estas palabras se presentaba Pablo de la Torriente Brau en el prólogo de su libro de cuentos Batey, escrito a cuatro manos con su amigo Gonzalo Mazas y publicado en 1930. [i]Hoy Pablo no es, para los cubanos, aquel autor perfectamente desconocido que su humor anunciaba y a sus títulos personales habría que agregar otros muchos: luchador antidictatorial y antimperialista, huésped prolongado de las cárceles machadistas; cronista de la revolución del 30, exiliado neoyorquino, novelista y precursor del género testimonial, corresponsal y comisario en la guerra civil española.

A esos dos últimos oficios citados, complementarios en el caso de Pablo, voy a referirme ahora aquí, siguiendo sobre todo el hilo de la memoria, que es una manera mayor y mejor de hacer justicia a este hombre que «escribía naturalmente, como sudaba o respiraba», para definirlo a la manera nerviosa y precisa de Raúl Roa, su hermano de siempre.

Durante años he seguido y perseguido el hilo de esa memoria apasionada y apasionante.[ii] En cuartillas o en celuloide, a través de entrevistas o revolviendo y organizando papeles, he tratado de dibujar algunos rasgos de aquella personalidad creadora en la que convivían el humor y el amor, el entusiasmo y la capacidad de reflexión.

Al remontar ahora esa corriente de recuerdos reunidos y llegar con ustedes hasta los últimos días del cronista en tierra española, voy a adelantar y a compartir, al mismo tiempo, algunos de los resultados de una investigación que está por concluir y que parte de un impresionante material inédito: los cuadernos de apuntes de Pablo en la Guerra Civil.

Esos textos, como tantos otros de Pablo, fueron conservados celosamente durante muchos años por Raúl Roa. Se trata de cuatro libretas de taquigrafía en las que el corresponsal anotó datos e impresiones desde el 19 de septiembre hasta el 11 de noviembre de 1936.

A través de esos apuntes puede seguirse su rastro. Los pasos de Pablo van de Barcelona, a Madrid, a Buitrago de Losoya, a Madrid nuevamente, a Alcalá de Henares y a Pozuelo de Alarcón, en cuya zona, exactamente en Majadahonda, moriría siete días después de cumplir los 35 años de edad.

Resumido así, aquel período de tiempo se nos revela con ritmo de torbellino, de movimiento vital, de fuerza indetenible. Todo eso hubo en la vida de este cubano nacido en Puerto Rico, que creció y luchó en la Habana, pasó frío en el exilio neoyorquino y decidió ir a contemplar y a contar lo que ocurría en la España de entonces, pensando en «aprender para lo nuestro algún día».

Todo eso hubo en aquellos escasos tres meses en que Pablo vivió la experiencia de la guerra civil y escribió cartas y crónicas que han quedado como un conmovedor documento literario, un testimonio humano y emocionante en el que no faltan, como en la vida de su autor, ni el humor ni la pasión indispensables.

«LA EMOCION DEL IMPULSO QUE ME DICE…»

Para llegar a España, Pablo tuvo que reunir centavo a centavo –casi literalmente– el costo del pasaje y solicitar y obtener la corresponsalía de dos importantes publicaciones: la revista New Masses, editada en Estados Unidos y el diario mexicano El Machete. Y tuvo, sobre todo, que decidir un rumbo para su vida, desde el exilio neoyorquino en que se encontraba desde principios de 1935. Cuando varios compañeros de entonces le insistieron para que regresara a la Isla, aprovechando el espacio precario que otorgaba una reciente amnistía, Pablo les respondió, desde la sinceridad y el humor –componentes imprescindibles de su estilo epistolar y vital– en una carta memorable:

Ustedes me han confundido un poco con un organizador o algo por el estilo. Muy lejos estoy de ello, a mi más profundo y sincero juicio. A España tal vez vaya en busca de todas las enseñanzas que me faltan para ese papel, si es que alguna vez puedo dar de mí algo más que un agitador de prensa. Y no me arrastra ninguna aspiración de mosquetero. Voy simplemente a aprender para lo nuestro algún día. Si algo más sale al paso, es porque así son las cosas de la revolución. Como si me vuelve cojo una granada.

No vayas a creer tampoco que estoy encabronado. Sencillamente, trato de darte a comprender el secreto de mi impulso hacia allá. Y hay, como siempre en mí, la emoción del impulso que me dice que allá está mi lugar ahora. Porque mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas. Y eso es todo.[iii]

Cuando esa frase –mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas. Y eso es todo– apareció, diáfana y rotunda, dentro de la papelería de su exilio que luego tomaría el nombre de Cartas Cruzadas, pensé que todos los testimoniantes que en el mundo han sido, somos y serán habíamos encontrado una hermosa declaración de principios para nuestra labor de rescatar, aquí o allá, la memoria impredecible del hombre.

Por lo pronto, la memoria y el espíritu de aquel hombre que definió magníficamente nuestro oficio habían encontrado su camino en las calles de Nueva York. Después de conversar, a su paso por la ciudad, con Miguel Angel Quevedo -«director de la revista Bohemia de La Habana, de carácter liberal y democrático, donde algunas veces he escrito»-, Pablo se fue a las manifestaciones de Union Square, donde recordó que era periodista, que su gusto era ir por entre el pueblo, buscando su emoción, para expresar sus anhelos. Días después narraría en una carta el impacto de aquellas jornadas:

He tenido una idea maravillosa, me voy a España, a la revolución española. Allá en Cuba se dice, por el canto popular jubiloso: «no te mueras sin ir antes a España». Y yo me voy a España ahora, a la revolución española, en donde palpitan hoy las angustias del mundo entero de los oprimidos. La idea hizo explosión en mi cerebro, y desde entonces está incendiado el gran bosque de mi imaginación.

Cómo no se me ocurrió antes la idea? Ya estaría yo en España. La culpa es de Nueva York. Aquí, en año y medio de exiliado político, no he hecho otra cosa que cargar bandejas y lavar platos. Me puse estúpido. Me volví tornillo. He sido uno de los diez millones de tuercas. Algún día me vengaré de Nueva York.[iv]

La carta está fechada el 6 de agosto de 1936. Antes de que terminara aquel mes, Pablo estaría navegando hacia Europa.

UN ADELANTADO EN TIERRA ESPAÑOLA

Hace unos quince años, cuando investigaba para realizar un largometraje documental sobre la vida de Pablo, entrevisté a un compañero que había vivido aquella época, y le pregunté cómo había ido Pablo a España. Me contestó sin titubear que Pablo había sido enviado por el Partido -refiriéndose al partido marxista-leninista cubano de aquellos años. El paso del tiempo o, quizás más exactamente, una manera equivocada de recordar y reanalizar los hechos del pasado, invirtió en aquella respuesta el orden -y el valor- de los acontecimientos.

El temprano gesto internacionalista de Pablo -que alcanza dimensión más alta y calado más profundo cuando lo vemos en su justa complejidad humana- es aún más hermoso porque se trató de una decisión apasionada y lúcida al mismo tiempo, que tuvo que ser llevada a la práctica reuniendo trabajosamente los recursos materiales que la hicieran posible, cuando aún no existía un aparato movilizador y de apoyo creado para ello.

La acción precursora de Pablo -subrayada de manera tremenda por su muerte, ocurrida sólo tres meses después- sirvió precisamente como ejemplo para la campaña que -entonces sí- se desarrollaría ampliamente en la Isla, en favor de la incorporación de voluntarios para luchar en defensa de la república y contra el fascismo. La cifra de combatientes cubanos que participaron en la guerra junto al pueblo español es una de las más altas, en términos proporcionales, entre tantas manifestaciones similares de solidaridad provenientes de otros países.

La pasión y la vitalidad de Pablo lo hizo un adelantado en tierra española, en aquellas jornadas de defensa de la república agredida. Su intuición y su talento lo harían también un adelantado en el terreno del periodismo y de las letras: su impactante Presidio Modelo lo convierte en un evidente precursor del testimonio moderno en nuestra literatura. A ese libro, finalizado en los días del exilio en Nueva York, se sumarían póstumamente las crónicas de España, reunidas por sus amigos y publicadas en México en 1938 bajo el título de Peleando con los milicianos.

Las crónicas que integran ese libro fueron vividas y escritas por el cronista sobre todo en Barcelona, Madrid y sus alrededores y el pueblo de Buitrago de Losoya.

Pablo llega a Madrid el 25 de septiembre. En la libreta de apuntes ha dejado las impresiones de su viaje en tren desde Barcelona, vía Valencia: un conjunto de apuntes donde la agudeza para la recepción del entorno popular se mezcla con el disfrute del paisaje que va descubriendo durante el trayecto.

Ya en Madrid, el primer apunte del cuaderno es el siguiente:

(Cubanos en el frente)

Pedro Vizcaíno, Columna de Galán,

Somosierra – 1 mes – Transporte de heridos

del Escorial – Milicias Cívicas de las F.U.A.A.

(María Luisa Lafita – Socorro Rojo, enfermera, Hospital de Sangre

-Sanitaria Milicias Populares-

Alberto Sánchez 2 hermanos Grenet

Esteban Larrea Herminio Oropesa

Moisés Raigorovski Ramón de la Campa Radio Este F. Maidagán H Hidalgo

Pedro Pablo Porras

Se trata del primer encuentro con algunos de los cubanos que ya estaban en España en el momento del levantamiento contra la república el 18 de julio y que se habían sumado a su defensa desde los primeros momentos.

El interés de Pablo por marchar rápidamente al frente para iniciar su labor de corresponsal, se hace evidente en este dato que los cuadernos de apuntes revelan con exactitud: el mismo día 25 parte hacia Buitrago de Losoya, un pequeño pueblo, 76 kilómetros al norte de Madrid, donde había sido detenido, desde fecha muy temprana, el intento de tomar la capital.

Buitrago se convirtió en el centro militar de la zona, bajo el mando del General Francisco Galán. Entre los milicianos venidos de Madrid desde los primeros momentos para cerrar el paso a los sublevados surgieron jefes populares e intuitivos como Valentín González, «El Campesino», a quien Pablo descubrió como testimoniante imaginativo y fecundo desde su llegada a Buitrago y quien sería después el Jefe de la Unidad donde Pablo trabajó como comisario hasta su muerte. [v]

Buitrago fue también el centro de la actividad periodística de Pablo. Allí compartió el frío y las guardias en los parapetos con los improvisados defensores del agua de Madrid. Allí vio cómo traían sin vida, desde trinchera cercana, a Lolita Máiquez, una miliciana de 17 años, y allí polemizó con el enemigo desde La Peña del Alemán.[vi] Allí comenzó a hacerse carne y realidad aquel incendio de la imaginación que le asaltó la vida a Pablo de la Torriente Brau en el mitin de Union Square un mes atrás. En la Sierra de Guadarrama, pocos días después de llegar a la guerra, nos deja en unas de sus crónicas la dimensión humana de la experiencia que está viviendo, y lo hace con la sinceridad y la sencillez de su lenguaje, ajeno a toda retórica:

Me acosté a cielo abierto, porque no había más espacio en las pocas chabolas que aún se habían hecho. Había una clara luna remota, de menguante. Y las estrellas, mis viejas amigas del cielo del Presidio. Tanto tiempo sin verlas. De pronto me entró una duda. Era Casiopea la constelación que brillaba sobre mi cabeza? El cuerpo me temblaba por el frío, como si fuera un flan. Tendré yo miedo -pensé- que no me acuerdo bien de lo que sé? Me acordé de Cuba, de Teté Casuso, de mis perros y de mis árboles en Punta Brava. Yo me dije: a lo mejor, en la guerra cuando uno tiene un recuerdo es porque se tiene miedo. Pero no estaba convencido.[vii]

Desde Madrid continúa enviando a sus publicaciones las crónicas y cartas donde narra las experiencias extraordinarias que está viviendo. Y las vive con esa intensidad para la que están hechos precisamente sus ojos: Yo asisto a la vida con el hambre y la emoción con que voy al cine, dice en una de sus cartas. Y ahora Madrid es todo él un cine épico, concluye. Pablo es a la vez espectador jubiloso y protagonista cotidiano. Si la estructura de su libro Presidio Modelo había incorporado estructuras narrativas de moderna vocación cinematográfica, ahora el autor incorpora la mirada del arte más joven a su propia pupila indagadora: No me canso de ver todo esto. Como no tengo tiempo de ir al cine, el cine lo encuentro en la calle. Todo es espectáculo para mí.[viii]

Las descripciones de sus crónicas encuentran muchas veces este tono gozoso que juega con las comparaciones sonrientes hacia el paisaje de la Isla lejana:

Ahora las manifestaciones tienen un sello especial. Sobre ese cielo limpio y fino, que parece el cutis de una muchacha azul, brilla una luna que casi parece la de la bahía de la Habana, donde la tanta luz no deja dormir a los tiburones. Las manifestaciones recorren las calles bajo esa luna, y tiene algo de fantástico el desfile de los rostros serios, barbudos o imberbes, iluminados por la lívida luz transparente, con ese modo de marchar a la española en el que lo importante no es el paso, como en los alemanes, sino la decisión de los brazos que enérgicamente cruzan el pecho, con el puño cerrado, hasta llevarlo al hombro.[ix]

El hombre que ve y narra con agudeza y color esas manifestaciones ha sido cronista y participante de eventos similares. En una de aquellas movilizaciones de estudiantes habaneros -que el lenguaje popular bautizaba sonora y sabiamente como tánganas- había estrenado su vocación de luchador social el 30 de septiembre de 1930.[x] Aquel había sido el año de su iniciación política y de su carrera literaria: la calle Infanta y el libro Batey, de portada rojinegra y cuentos imaginativos, podrían ser los símbolos de ambas aproximaciones que desde entonces se fundieron espléndidamente en la vida de Pablo.

Vida, por otra parte de una intensidad impresionante: estamos ahora con él, contemplando esas manifestaciones, faltan sólo escasos tres meses para su muerte en los alrededores de Madrid y se maravilla uno de pensar que la parte más intensa y fecunda de su vida y de su obra ha transcurrido en los últimos seis años. De esa intensidad, de los acontecimientos históricos y personales por los que atravesó su acción y su palabra, viene, sin dudas, este párrafo macizo:

Yo he visto demostraciones del primero de Mayo en New York. Yo he visto los mítines de Union Square y el Madison Square Garden. Yo he visto las demostraciones populares de la Habana, en contra de la presencia de los acorazados americanos en aguas cubanas. He visto a un hombre bajo el paroxismo revolucionario, disparar con su revólver contra los barcos de guerra yankees, en la bahía de la Habana. He visto a un hombre, bajo el pánico, huir del linchamiento de una multitud justamente furiosa. He visto la cara de un policía acobardado delante de mí. Y he visto sonreír a un compañero moribundo. Mi memoria es un diccionario de recuerdos indelebles.[xi]

A esos recuerdos comenzarían a pertenecer, por derecho propio, las imágenes de las calles madrileñas. Algún día nos emocionaremos recordándolas, escribe Pablo a un amigo en carta del mes de octubre, proponiendo un ejercicio de la memoria que ya no podrá cumplir. Pero igualmente evoca aquel momento en que:

comienza un crepúsculo largo, bello, pendiente, de una profundidad tirante como un arco, sin la exuberancia cromática y fulminante de nuestras tardes inolvidables, pero lleno de majestad y grandeza. A esa hora se van agrupando las mujeres y los hombres, engrosando las filas, cantando sus canciones, y en la sombra ya de la noche, con los faroles cubiertos de azul oscuro, los manifestantes se van a disolver por los barrios, cuando los estandartes rojos son ya negros, como la sangre que se ha puesto vieja. No creas, el pueblo es siempre emocionante para mí.[xii]

LA MÁS CONCRETA DE LAS COSAS HUMANAS

Gentes de ese pueblo, tozudos sobrevivientes de aquellos tiempos, gentes que eran muy jóvenes cuando Pablo los encontró en Buitrago, en Madrid o en Alcalá de Henares, y les hizo una entrevista, les pidió una opinión para su libreta de apuntes; gentes que después de la guerra vivieron vidas disímiles y duras, a veces en el exilio cercano y lejano, otras en el mismo pueblo que defendieron hasta que pudieron; gentes con sus memorias poderosas o fallidas, con sus recuerdos luminosos y tristes, con sus vidas rehechas o deshechas y vueltas a hacer; estas gentes, digo, han sido la alegría para mi insistencia en seguir el hilo de la memoria de Pablo desde los días temporalmente remotos de la guerra civil española.

Alegría fue encontrar a Victorina Rodrigo, la hija del alcalde republicano de Buitrago, asomada a la puerta de la misma casa donde Pablo la vio entrar vestida de enfermera, casi una niña, una mañana de octubre de 1936. Alegría fue filmarle la sonrisa suya, que no tiene edad a estas alturas, mientras miraba una foto de Pablo y decía: Sí, tenía cara de listo.

Alegría fue que José Cañizares y Manuel Alguacil me contaran cómo llegó Pablo a la imprenta donde hacían, a mano, el periódico No pasarán, en plena Sierra de Guadarrama, y escribió, de un tirón, mientras conversaba con ellos, la crónica «Vengo de América», donde expuso los mismos argumentos de su célebre «Polémica con el enemigo», y que recordaran, al unísono, la asombrosa velocidad de Pablo en la máquina de escribir y el dominio de su oficio periodístico, asumido casi como un juego por aquel cronista formidable.[xiii]

Alegría fue hallar en su casa de Béjar, tras una vida de exilios y retorno, a Eloy Castellano, que era el oficial más joven de la República en aquellos días de 1936 cuando Pablo le propuso hacerle una entrevista para un trabajo que ya no podría escribir; y escucharle ahora, más de cincuenta años más tarde, la descripción emocionada de aquel momento, que se confunde en nuestra memoria con la voz de Pablo que precisa este detalle en la carta a un amigo:

Porque, claro, el pueblo, además de ser en sí, por grande, como el mar, una cosa abstracta, es una cosa concreta, la más concreta de todas las cosas humanas, sin duda. Y no se moviliza por obra de ningún misterio, sino por el movimiento de sus propios resortes, de sus órganos vitales.[xiv]

La actividad profesional desplegada por Pablo desde su llegada a España a mediados de septiembre era seguramente alimentada por aquella explosión magnífica que le escuchamos confesar en una de sus últimas cartas del exilio neoyorquino. La Imaginación incendiada iba del Buitrago atrincherado al tenso Madrid. Una larga lista de nombres puebla las páginas de sus libretas de apuntes: figuras de la política y del gobierno, funcionarios encargados de la prensa, colegas de otras publicaciones, agitadores del teatros callejeros, enfermeras, milicianos, militares de carrera, cubanos residentes en Madrid, pintores y poetas.

En Madrid Pablo se relaciona estrechamente con lo mejores representantes de la cultura artística española que defiende, con sus obras y su hacer, a la república agredida. En la Alianza de Intelectuales Antifascistas asiste a reuniones en que escritores y artistas de otros países ofrecen su apoyo a la lucha del pueblo español. Allí entrevista a Ludwig Renn y solicita un autógrafo de Louis Aragon para New Masses, según comenta en sus apuntes. En la calle descubre y testimonia las expresiones visuales de la resistencia frente a la agresión: las notas describen decenas de affiches y consignas y recogen fragmentos de obras de teatro popular presentadas por el grupo «La Tribuna».

Por otra parte, Pablo conoce a Ramón Menéndez Pidal y Gregorio Marañón, a través de su amigo José María Chacón y Calvo, que entonces se desempeñaba como diplomático de la Embajada cubana en Madrid. Juntos cenan en la casa de Menéndez Pidal el 18 de octubre.

«ME SEPARAN DE EL MUCHAS COSAS: ME ATRAEN…»

Es interesante detenerse en esta zona de la experiencia madrileña de Pablo durante la guerra porque arroja luz sobre un elemento poco comentado de su personalidad y su carácter: la capacidad para mantener relaciones cálidas y sinceras con amigos que no tenían sus mismos puntos de vista en cuestiones tan importantes de la vida como la visión de la historia y la práctica personal dentro de ella.

La dirección de Chacón en Madrid es el primer apunte de Pablo a su llegada a la capital española. Allí se quedaría en otras ocasiones, a su regreso del frente. Las notas de Pablo consignan otros momentos relacionados con esa amistad, como el bombardeo al aeropuerto de Barajas, que el cronista vive junto al diplomático que viajaba hacia Cuba:

¿Te conté que ayer presencié el bombardeo aéreo del aeródromo de Barajas? Fui a despedir a Chacón y Calvo y pasaron los pájaros soltando bombas incendiarias. Volaron tan alto que no se utilizaron las antiaéreas. Y naturalmente, las bombas, como cincuenta en fila, cayeron muy lejos e incendiaron los rastrojos y un montecito. Al caer se iluminaban contra la tierra, como cuando se pisa un fósforo y se enciende.[xv]

Creo que bajo esa misma luz hay que ver también este testimonio inédito, tomado del diario personal de Chacón y Calvo. Vale la pena reproducirlo con cierta amplitud por la valoración que hace de Pablo y de aquel encuentro.

2 de octubre

Voy a resumir la emoción de estos días pasados. Llegó el viernes último (25 de septiembre) Pablo de la Torriente Brau, mi ahijado de matrimonio y autor de Presidio Modelo. Es una fuerza de la Naturaleza. Me separan de él muchas cosas: me atraen su cordialidad, su bondad nativa, su sentido del deber. Ha sufrido mucho por sus ideas. El 30 de septiembre de 1930 estuvo a punto de morir, en aquella gran manifestación estudiantil contra Machado. Allí murió Trejo y Pablo sufrió la fractura del cráneo. Luego estuvo dos años en Isla de Pinos. Vino la revolución cubana, cayó Machado, y Pablo siguió su vida de periodista. Es un hombre que ha conocido los más varios oficios. Cuando la huelga revolucionaria de marzo le obligó a salir de Cuba, se fue a Nueva York. Allí ha trabajado de camarero en el Restorante de la Universidad de Columbia y ha seguido su campaña contra el imperialismo yanki. Su mujer es Teté Casuso, como siempre la llama. Pablo viene como periodista y como militante.[xvi]

Sin saberlo, Chacón estaba continuando con aquel apunte de su diario personal, la autobiografía de Pablo en la presentación de Batey. El hilo de la memoria de Pablo pasa en este momento muy cerca de la imagen de Chacón, lo toca casi, en la foto que se tomaron en el patio de la Embajada cubana, trajeados, junto a Menéndez Pidal y Gregorio Marañón. La foto es borrosa, pero están allí, a pesar del tiempo.

«DE ACUERDO CON LA ANGUSTIA Y CON LAS NECESIDADES DEL MOMENTO…»

En su carta del 11 de noviembre Pablo escribe:

Por lo pronto, mi cargo de comisario de guerra con «Campesino» acaso sea un error desde el punto de vista periodístico, puesto que tengo que permanecer alejado de Madrid más tiempo del que debiera, pero, para justificarme plenamente, comprenderás que en estos momentos había que abandonar toda posición que no fuera la más estrictamente revolucionaria de acuerdo con la angustia y las necesidades del momento. Más adelante, cuando mejore sensiblemente la situación, abandonaré este cargo y podré maniobrar más libremente.[xvii]

Los apuntes de Pablo ayudan a calcular el momento en que tomó esa decisión, aunque no haya un dato explícito sobre su designación como comisario. Ya el día 5 de noviembre Pablo anota que ha ido con el Comandante cubano Policarpo Candón al cerro de La Marañosa. Es probable que para esa fecha el cronista ya estuviera asumiendo sus nuevas funciones:

(…) Encuentro con Candón

Gestiones en el Cuartel General del 5º Regimiento sobre

la posición del Cerro de los Angeles – Conversación con Enrique

y Carlos sobre el plano = Ordenes para hacer

una exploración, descubrir y averiguar = Re-

greso a La Marañosa

La decisión de Pablo remite a una disyuntiva (acción vs. palabra) que ha sido vista en algunas ocasiones de una manera demasiado simple: mostrándola como una renuncia al segundo elemento, el de la palabra, en favor del primero, el de la acción. Creo que en Pablo, al igual que sucede con otros altos ejemplos en que esos elementos se muestran como unidad más que como dicotomía, el proceso es más rico y profundo. Verlo complejamente enriquece, al mismo tiempo, a los dos elementos que forman esa unidad.

Creo que Pablo continuó siendo el cronista apasionado de Union Square cuando asumió las responsabilidades de comisario político en la Primera Brigada Móvil de Choque, al mando de Valentín González, «Campesino». En todo caso, estaba invirtiendo las prioridades inmediatas, colocando en primer plano, justamente, la situación creada por el nuevo hostigamiento a la capital, iniciado a principios de noviembre por las fuerzas enemigas que la rodeaban.

Sin embrgo, es significativo que en su carta del día 15, en el párrafo siguiente al comentario sobre su designación como comisario, Pablo aborde, de entrada, la idea del libro La leche de Buitrago, un proyecto testimonial que aparece esbozado en su libreta de apuntes y que toma como título una frase escuchada entre los milicianos de Somosierra en los primeros días de octubre. Esa hipótesis está también fuertemente respaldada por la anotación hecha en el cuaderno el día 11: «Campesino me notifica que tiene un coche a su disposición para que escriba todo lo que quiera». En todo caso -también lo declara en su carta-, más adelante, «cuando la situación mejore», podrá abandonar ese cargo, y «maniobrar más libremente».

Pero hasta que ese momento llegue, no será otra vez el corresponsal que comparte su tiempo y arriesga su vida junto a los milicianos: será uno de esos milicianos. Me parece, por tanto, más interesante y fecundo acompañarlo ahora en su nueva condición y valorar esa diferencia, bullente de vida y de humanidad, que se aprecia claramente en las anotaciones siguientes:

Ayer, por casualidad, sentí otra de las emociones de la guerra: la de entrar en Madrid como un miliciano más. La emoción de «venir a Madrid» a olvidarme de todo, a no pensar ni en mí, como vienen los hombres del frente, que tanto quieren esa oportunidad de estar aquí unas horas; ver los ojos brillantes de las mujeres y tomar en las tabernas, entre amigos irresponsables, un poco de vino rojo y luminoso como el farol de las prostitutas; o unas cañas de cerveza, dorada y espumosa, como deben ser las novias alemanas de los alemanes de la Brigada Internacional. Allá nos fuimos, a la Hostería de Laurel, sin apenas dinero, después de bebernos una cantimplora del viejo vino de marqués, a comer platos distintos, cosas raras que hace tres meses que no comíamos, un grupo de compañeros.

Había vino antiguo, mujeres de brillante pelo negro, figuras plenarias de la vida; sonrisas blancas; ojos misteriosos como las piedras antiguas y manos suaves y blancas, pero quién se acuerda de las mujeres ahora! Sólo yo que te escribo y los novios que andan por los rincones al anochecer. Te digo que es bello vivir. Y el vino de España pone la imaginación alegre y no emborracha. Por lo menos a mí.

De allí me fui a ver la destrucción y el otro rojo que no es más que la sangre. Por allá, por la plaza de España, había un caballo muerto. Unos niños con la imprudencia del pueblo que está jugando a la vida o a la muerte como con ese escepticismo con que se juega a la lotería, se explicaban unos a otros la guerra.[xviii]

DEL VINO ROJO AL ROJO ENNEGRECIDO DE LA SANGRE

Ese tránsito casi imperceptible de la vida a la muerte es uno de los rasgos que marcan, sin dudas, la realidad de la capital por aquellos días tensos y angustiosos. España toda, en realidad, está siendo atravesada por esos vientos terribles. Pablo vive cada día ese tránsito en su propia labor y ante su propia pupila.

¿Cómo narró el cronista, en sus cartas, la experiencia bélica que había deseado tan ardientemente vivir?

La presencia de la guerra atraviesa las cartas de Pablo, que son como conversaciones inquietas con sus amigos lejanos. El intercambio epistolar era ciertamente el único vínculo directo que conservaba con su reciente pasado americano. En alguna ocasión se queja de que no recibe respuestas a sus cartas: no le llegan las noticias sobre Cuba que tanto le interesan. No se siente solo ante tanto espectáculo que lo rodea y lo solicita. Pero añora.

Por ese carácter plenamente conversacional, las cartas constituyen quizás un conjunto de testimonios más vibrante aún que sus formidables crónicas, escritas al ritmo de los acontecimientos violentos en los que está envuelto su autor, pero en todo caso construidas dentro de las estructuras eficaces del periodismo innovador. Las cartas son más libres aún que sus crónicas, entrevistas y reportajes de libérrima estructura. Las cartas pueden ser dejadas por un momento, para que su remitente se asome a la ventana a ubicar en la distancia un cañoneo; pueden resumir textos tomados de la prensa del día; pueden adelantar aquella frase que veremos estallar después en uno de los reportajes que vendrán.

Pablo está, por ejemplo, escribiendo una carta y anota:

(Y el cañoneo va aumentado con el día. Tiemblan las ventanas, como cuando un caballo se sacude las moscas.)[xix]

O se maravilla con el entorno sonoro de la guerra:

Si oyeras cómo truena el cañoneo! Parece que están sacudiendo todas las alfombras de Madrid.[xx]

O compara los sonidos estremecedores que le llegan a su cuarto con la furia de la naturaleza que tanto ama, que tanto amó en la Isla recordada. Hay un eco del Realengo 18 en la memoria del cronista cuando comenta, casi jubiloso:

Cómo truena la artillería! Es digno de oírse esto, aunque sea alguna vez en la vida. Parece una tempestad de truenos y rayos, allá en las montañas de Oriente.[xxi]

O termina una conversación, cerrando la carta con esta frase, que es la expresión de la doble condición que lo define, lo realiza y lo marca:

Te dejo, porque no tengo ganas de estar escribiendo mientras ladra tanto cañón por ahí.[xxii]

En la medida en que transcurren los días y las semanas, se acumulan en sus apuntes y sus cartas las referencias a las imágenes terribles que la guerra disemina a su alrededor. Un día cuenta que «una insolente escuadra de 15 trimotores italianos, con sus correspondientes aparatos de caza, temprano voló sobre Madrid y descargó de manera brutal y despiadada». «Esa canalla -comprueba Pablo- está matando más mujeres y niños en Madrid que hombres en los frentes de combate».

El cine, esa expresión tan irrefutable de la memoria, que Pablo ponderaba sin cansancio en sus textos, ha dejado seguramente el testimonio más impactante de aquellos hechos. A fuerza de verlas repetirse, en ocasiones, copiadas y recopiadas, de documental en documental, de filme en filme, algunas escenas han alcanzado casi la condición de imágenes emblemáticas. Así me parece, al menos, en aquel plano que he visto en tantos documentales donde una mujer atraviesa corriendo la calle bajo un bombardeo, y un hombre mira, mientras corre también, fugazmente hacia el cielo, hacia lo alto, hacia los aviones que rugen o hacia Dios, a quien está pidiendo quizás llegar a salvo al edificio tan cercano pero tan angustiosamente lejano al mismo tiempo.

Las imágenes literarias, testimoniales, de Pablo me han remitido muchas veces, durante su re-lectura, a esos fogonazos de la memoria que palpitan, a pesar de su uso repetido -¿o por ello mismo?–, en las pantallas cinematográficas. El horror no parecía tener más límite que su propia desgarradora capacidad de destruir. Eso es lo que Pablo parece resumir con esta noticia y este comentario incluidos en una carta de noviembre:

Sobre Madrid lanzaron, con un paracaídas, una caja que contenía el cuerpo horriblemente descuartizado de un aviador que cayó en sus filas. Nada comparable en horror a esto. Ni las tribus de antropófagos hacen esto, pues no hay en ellas el exhibicionismo de la barbarie.[xxiii]

¿Cómo tocaban, en lo hondo de su humanidad, a aquel muchacho enorme, los horrores de la guerra? Creo que para asomarse a una dimensión verdaderamente compleja, justa y justiciera. de la imagen de Pablo hay que indagar, desde sus propias palabras, en esa imprescindible vertiente humana de sus experiencias, sus actos y sus visiones.

Quedémonos entonces ahora, solos por un momento con Pablo de la Torriente Brau, en la tarde del 21 de noviembre, para escuchar cómo nos cuenta, a través del tiempo y de una carta, esta anécdota estremecedoramente humana:

Qué me falta ya por ver, palpar y sentir de la guerra? Bueno, sentir no. No se siente nada en la guerra. Terminó con ella la sensibilidad humana. Anoche regresábamos en el carro y traía en la mano el diario de un desertor que acababa de ser ejecutado. Y bromeábamos con absoluta naturalidad, del frío que estaría pasando su cadáver, bajo la noche inclemente, de un fino e interminable lloviznar helado. Con su diario en la mano cabeceé un poco en tanto llegamos a Madrid. Comenzaba en francés; luego seguía en español.

Mientras cenaba iba leyendo y en esto me lo pidió otro con la promesa de devolvérmelo. Probablemente se perderá. Sin embargo, yo era un hombre sensible y acaso lo vuelva a ser. La otra noche, mientras se resolvía un asunto, López, el ayudante de Pepe Galán, abrió el radio del coche en mitad de un campo silencioso, cerca del enemigo. Tocaba una de las sensitivas baladas de Chopin que tantas veces he oído en medio de públicos recogidos, casi angustiados de emoción.

Yo, mientras ponía más atención a los posibles ruidos cercanos, recordé con cierta pena el tiempo en que la música tenía para mí horizontes más diversos que el de los himnos de la revolución desacordemente entonados por las compañías en marcha, estrafalarias, soñolientas y animosas. Pero así es la guerra de inhumana e insensible. Por eso nadie podrá jamás pintarla bien. Cuando se pone a escribir es que, por un momento siquiera, le ha vuelto a uno su capacidad de emocionar el recuerdo. Y ya es falso todo. (…) Cuando yo recordaba otros tiempos, mientras el radio sonaba la balada de Chopin, López me dijo: «Te gusta eso, no?» Me acuerdo porque a la noche siguiente, por el mismo camino, desapareció, probablemente para siempre.[xxiv]

«Y NI ME INTERESA NI CREO EN EL ‘HOMBRE PERFECTO'»

Ahora que tenemos delante de nosotros, creo, con esa anécdota, en su dimensión más alta y compleja, a este cronista que puede ser, al mismo tiempo o sucesivamente, apasionado, reflexivo, humorístico, jubiloso o desgarrador, me gustaría comentar y compartir con ustedes algunos fragmentos de otro texto en el que Pablo, un año antes, había adelantado cómo concebía la imagen del héroe. Su definición se basaba precisamente en la imprescindible presencia de esa complejidad a la hora de evaluar las conductas del ser humano.

El artículo se titula «Hombres de la revolución», y fue publicado por Pablo en las páginas de El Machete, en el primer aniversario de la caída de Antonio Guiteras y Carlos Aponte. Aquellas muertes de El Morrillo constituyeron, después del fracaso de la huelga de marzo de 1935, las actas de cancelación de la revolución del 30- dramáticamente ida a bolina, según la gráfica definición de Raúl Roa. Pablo había tenido que marchar a su segundo exilio para salvar la vida después de la represión desatada tras el fracaso de la huelga. En este artículo, como en muchas de sus cartas cruzadas de aquellos meses, se mezclan la reflexión con la furia, la memoria con el humor, a veces amargo por lo ocurrido, y sobre todo por lo que rodeaba al autor en aquellos momentos: la vertiginosa y fría (en más de un sentido) arquitectura de la ciudad de Nueva York.

Después de caracterizar la figura de su «hermano», el venezolano Carlos Aponte, que había sido coronel de Sandino en las Segovias («Carlos Aponte tuvo culpa sin duda, porque no concibió sino la línea recta, ni creyó en otra cosa que en la justicia revolucionaria, ni en su imaginación entraron para nada razones científicas, o de familia». (…) «Fue un hombre de avalanchas. Fue un turbión. Fue un hombre de la revolución. No tuvo nada de perfecto»), Pablo esbozó en su artículo la dramática personalidad de Antonio Guiteras, una de las figuras más extraordinarias de aquel período:

Antonio Guiteras cometió errores graves. En su apasionante carrera política hay páginas buenas para que un historiador sin miedo diga la verdad y la angustia de un hombre honrado en la encrucijada de los dilemas terribles. (…)

Y por eso tuvo delirios terribles, alucinaciones potentes, hermosas fantasías y sueños maravillosos e irrealizables para él. (…) Y muchas veces no conoció a los hombres, e hizo confianza en quien no la merecía y llamó su amigo a quien sería traidor y supuso talento en algún cretino. Tuvo, arrastrado por su fiebre, el impulso de hacerlo todo. E hizo más que miles. Y tenía el secreto de la fe en la victoria final (…) Tuvo también defectos. El día del castigo no hubiera conocido el perdón. Era un hombre de la revolución. Tampoco tuvo nada de perfecto.[xxv]

Ayudado por el arma del humor, Pablo resume su definición del héroe revolucionario, alejándolo de toda sospechosa canonización:

Ellos fueron hombres de la revolución. Y ni me interesa ni creo en el «hombre perfecto». Para eso, para encontrar eso que se llama «el hombre perfecto», basta con ir a ver una película del cine norteamericano.[xxvi]

Creo que los homenajes de evocación a Pablo pueden alcanzar su dimensión más honda si los colocamos bajo su propia pupila, ajena a toda sacralización, e indagadora en los verdaderos valores que definen al héroe dentro de su complejidad humana. Este año, cuando se está conmemorando el sexagésimo aniversario de su muerte en Majadahonda, habrá posibilidad de traer hasta nosotros su memoria en toda su esplendorosa riqueza, sin mutilaciones esterilizantes ni simplificaciones paternalistas. Amigos: Pablo es un héroe que se lo merece.

Se lo merece por esa vocación de adelantado, de pionero, de precursor en la vida y en las letras. Se lo merece por ese diáfano ejercicio de la ética que nos regala en sus libros, sus cartas y sus acciones.[xxvii] Quizás se dirá que no podía esperarse menos de un niño nacido en San Juan, de padre santanderino y madre puertorriqueña, nieto de Don Salvador Brau; de un joven formado en Cuba que confesó haber aprendido a leer en las páginas de La Edad de Oro de José Martí; de un hombre que pasó por luchas, cárceles y exilios, que analizó con cabeza propia los problemas de su país y de su tiempo. Y será sin duda cierto.

Pero de todos modos habría que añadir, para completar ese acto de justicia histórica, humana y poética, que Pablo realizó todas esas cosas desde la pasión y desde el humor, claves de su personalidad fascinante.

Pablo fue un hombre felizmente ajeno a los rituales vacíos y las solemnidades innecesarias. Eso se había comprobado en sus crónicas de las cárceles cubanas, en sus «105 días preso», en sus cuentos y en su novela y aún en su libro de testimonios Presidio Modelo. Para la terminología al uso –a veces de moda– en nuestros días, Pablo fue un transgresor. En primer lugar, fue más allá del orden establecido, analizó las causas esenciales de la dependencia neocolonial de la Isla; imaginó, soñó y luchó por cambiar aquella realidad, y fue consecuente con ello a lo largo de su relampagueante vida.

En segundo -pero no menos importante- lugar, fue también un luchador contra la retórica de las letras y de la vida. Su sensibilidad humana -afilada por los rasgos de su carácter y su formación, donde convivían lo culto y lo popular, lo cubano y lo universal- hicieron de Pablo no sólo «el más talentudo mozo de su generación», como lo calificara Raúl Roa, sino también unas de esas figuras que nos enseñan de manera ejemplar el valor de las mixturas y los matices.

No es necesario recorrer muchas páginas de sus apuntes, sus cartas y sus crónicas de España para encontrar esa visión de la realidad que incluía sus costados humorísticos o grotescos. Aún en los momentos difíciles de la guerra, en medio de situaciones tensas o peligrosas, el cronista ejercía esa saludable aproximación a las cosas que le estaban sucediendo.

Desde las primeras cartas, por ejemplo, cuando solicita ayuda a un amigo en Nueva York de esta manera:

Bien, otro problema es el del puñetero frío. En Madrid dicen que no hace tanto como en Nueva York, pero ya ayer la sierra estaba nevada por las cumbres. Si te es posible consígueme por allá una capa-abrigo, bien chula. Porque no es justo que un corresponsal de mi categoría, representante de «New Masses» y «El Machete», ande por ahí por las montañas con su sencillo lumberjacket, temblando más que un condenado a muerte, a pesar de no tener miedo. Pero eso sí, si la consigues, tiene que pertenecer a la categoría de las cosas chulas de primera categoría. Y te advierto que yo no soy de los que admito cajas de muerto usadas.

Otro asunto (y entre paréntesis, si no consigues la capa-abrigo, pues cualquier cosa: un sweater, un jersey, etc.)…[xxviii]

Y a mitad de otra misiva, cuando la interrumpe para acotar entre paréntesis:

(Parece que suenan de nuevo las sirenas. Es una coña escribir así, y si esta gente se propone joder tanto, voy a pedir que me instalen una antiaérea en la azotea.)[xxix]

Y volviendo a veces a temas recurrentes de su cotidianidad, como la temperatura o la comida:

Y de frío, nada te digo. Moriré no de bala sino de frío. El termómetro aquí no tiene las temperaturas de allá, pero la vida a la intemperie que allí no se hace, gracias al subway y a las cafeterías con steam heat, y el dormir dentro de máquinas que parecen neveras, me están poniendo flaco, que no el hambre que no paso, gracias a Rusia.[xxx]

El tema de la comida y de la ayuda que se recibía, vuelven a estar unidos también por el humor en este fragmento de una crónica de Pablo:

«Campesino» dijo: «Si no es por Rusia nos morimos todos de hambre». La miliciana comentó: «Tenemos que hacernos todos comunistas, aunque sea sólo por agradecimiento»; uno de los enlace de las «Aguilas de Acero» dijo: «Y no se cansan de mandar».

El otro no podía dejar de hablar y dijo: «Caray, esos rusos son la hostia. Se están rompiendo la crisma por unos jilipollas que habemos aquí». Yo, ante la comida pierdo todo concepto revolucionario y me limité a asegurar que el salmón ruso, dulce, me gustaba más que aquel americano, seco. [xxxi]

Pablo muestra la misma aguda mirada para la anécdota donde él participa directamente que para los acontecimientos tragicómicos, risibles o risueños que suceden a su alrededor. Dentro de ellos se delinean los rasgos de muchos personajes que el cronista -el escritor- iba encontrando día a día. Creo que la agudeza de Pablo para descubrirlos y para caracterizarlos después en sus textos viene de dos fuentes principales: la pericia periodística, afilada en el intenso ejercicio de la profesión y su propio carácter, dado a la comunicación rápida y fácil con la gente que lo rodea.

La experiencia de España trajo para Pablo nuevos escenarios y personajes, muchos de ellos, obviamente, dentro de las filas del ejército y de las milicias donde se desenvolvía la mayor parte de sus actividades. Además de los excelentes retratos de Francisco Galán o Valentín González, hay una galería de caracteres secundarios en cuanto a su jerarquía, en ocasiones verdaderamente anónimos, que el cronista rescata para la memoria de mañana.

Muchas veces, como estamos viendo, el filo del humor también ayuda a dibujar el perfil de los personajes principales:

«Campesino», con la confianza de su vieja amistad con los hermanos Galán, y con su prestigio de héroe popular, con voz ronca y cortante, dijo: «La retirada es una palabra que está retirada del diccionario. No existe». Pepe [Galán} siempre atento a todos los detalles, –y al «Campesino hay que suavizarlo muchas veces– hizo la excepción: «Sólo hay retirada si yo la mando». A lo que «Campesino», firme en su posición, argumentó: «En ese caso no se llama retirada. Se llama repliegue táctico».[xxxii]

«REIR SIEMPRE, SIEMPRE»

A través de su trabajo como comisario político, Pablo conocería a otro hombre que vivía también esa pasión doble, esa angustia necesaria compartida entre la palabra y el hacer.

Descubrí un poeta en el batallón, Miguel Hernández, un muchacho considerado como uno de los mejores poetas españoles, que estaba en el cuerpo de zapadores. Lo nombré jefe del Departamento de Cultura, y estuvimos trabajando en los planes para publicar el periódico de la brigada y la creación de uno o dos periódicos murales, así como la organización de la biblioteca y el reparto de la prensa. Además planeamos algunos actos de distracción y cultura.[xxxiii]

Así nos da Pablo la noticia, en una carta fechada el 28 de noviembre de 1936, en Alcalá de Henares. La carta es más bien extensa y la noticia, dentro de ella, ocupa solamente el espacio que los múltiples, tensos acontecimientos de la guerra y de la vida del cronista le dejaron. Pero, en su sencillez, anuncia la amistad que unió, en el fragor de aquellos días, a estos dos hombres.

Miguel Hernández relató, por otra parte, su primer encuentro con Pablo, en una entrevista que le hiciera el poeta cubano Nicolás Guillén en 1937, pocos meses después de la muerte del cronista en Majadahonda.

Conocí a Pablo en Madrid, en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, esperando yo a María Teresa León, que no venía. Recuerdo que fue en septiembre del año pasado. Esa noche, recién amigos, bromeamos como antiguos camaradas. El sentido humorístico de Pablo era realmente irresistible. Quien estaba a su lado tenía que reír siempre, siempre, porque él sabía encontrar como pocos el costado grotesco de las cosas más solemnes. Y lo hacía con una originalidad y una fuerza…

Yo le quise mucho. Después de aquella noche que les digo, nos separamos durante varios meses. Nos volvimos a encontrar en Alcalá de Henares, a pesar de que habíamos estado juntos, sin saberlo, en los combates de Pozuelo y Boadilla del Monte. «Qué haces?», me preguntó alegremente al abrazarnos. «Tirar tiros», le contesté yo riéndome también. Pablo era entonces Comisario Político del Batallón del Campesino, hoy división. Me ofreció hacerme también Comisario de Compañía, con lo que estábamos juntos otra vez Pablo y yo.[xxxiv]

Juntos trabajarían Pablo y Miguel Hernández en las semanas siguientes, en las nuevas labores estrenadas por el cronista. Sus cartas ofrecen apretadas síntesis de esas actividades en las que está presente siempre una sensible valoración de la circunstancia que vivía y de las necesidades humanas de los hombres envueltos en aquellos tensos acontecimientos.

Por otra parte, tenemos unos cuantos discos entre los que hay alguna rumba. Hay que divertir al hombre de la guerra; hay que hacer que se olvide de ella, cuando por casualidad, como ahora, se nos ha dado la oportunidad de un relativo de un relativo descanso. Y aparte de todo esto, hemos dotado a cada compañía de un maestro, con una campaña intensiva para que todo el mundo sepa firmar el próximo pago. Y muchos están aprendiendo ya a leer y escribir.[xxxv]

(…)

Y ayer tuvimos dos reuniones importantes en el cuartel: una fue una reunión de todos los oficiales de la brigada, tomándose importantes acuerdos sobre la disciplina, organización, etc., y la otra una función que improvisamos en la nave de la iglesia, con la colaboración de María Teresa, Rafael Alberti, Antonio Aparicio, Emilio Prados y Miguel Hernández, y en la que participaron también varios milicianos y milicianas. Fue una fiesta alegre, para levantar el ánimo a los hombres que en esta ciudad, un poco gris siempre en este tiempo de otoño, es un poco cansada y tristona.[xxxvi]

Resultan reveladores estos comentarios sobre sus nuevas funciones. Por un lado, en su tono se refleja claramente el carácter de Pablo, donde conviven el humor, la humanidad y la autenticidad. Por otro lado, arrojan luz sobre zonas poco conocidas dentro de las tareas del comisario, a veces concebido rígidamente dentro de los esquemas ideológicos existentes.

Lo mismo sucede, según creo, con los acontecimientos que se narran en la carta que citaré a continuación. En primer término, es posible encontrar una valoración crítica de las labores de reclutamiento que se llevan adelante en aquellos momentos. Aquí Pablo enjuicia la situación de ese importante aspecto de la reorganización militar, valorando objetivamente los alcances y los desaciertos de su realización, a partir de la experiencia vivida en aquellos días:

Este reclutamiento nuestro ha habido que hacerlo un poco desorganizadamente. Nosotros recibimos instrucciones, con vistas a una disposición gubernamental que ordenaba la movilización dentro de determinados límites de edad, de reclutar hombres donde los hubiese. Por lo menos, así interpretamos la orden (…) Nos hemos encontrado con una resistencia sorda de los campesinos. En la mayor parte de los casos ello ha sido debido a dos razones: a una gran pobreza del trabajo político en los pueblos, y, de otra, al hecho de que la revolución y la guerra les ha ido quedando muy lejos desde el comienzo. Tampoco nosotros en la mayor parte de los casos, hemos sabido plantear los problemas. A donde yo he ido he tratado de argumentar con habilidad, pero ya había mar de fondo en contra de la medida, y los campesinos tienen una extraordinaria habilidad para no hacer lo que no quieren hacer. Ellos son los maestros del saboteo cuando no comprenden el por qué de una cosa. En algunos casos han ocurrido enojosas y hasta difíciles situaciones. Los comités no siempre son revolucionarios, y, cuando lo son, no siempre lo son conscientemente.[xxxvii]

En segundo término, la carta muestra al cronista -incluso al narrador de ficción- recreando los momentos tragicómicos que se produjeron durante la gestión reclutadora que llevó a cabo junto al poeta. Quiero citar in extenso ese fragmento porque creo que allí hay una pintura vívida, convincente y humana de los avatares menores de la guerra, que es a menudo vista sólo en clave de grandeza -o incluso de grandilocuencia. En la narración también se menciona un dato poco conocido, que tiene sin embargo sensible resonancia afectiva en la vida de Pablo: el hallazgo de Pepito, el niño huérfano que sería, a partir de ese momento, su pequeño ayudante.

El día 2 de este mes fui, en unión de dos oficiales y de Miguel Hernández, a dar un mitin en Mejorada del Campo, con el fin de hacer propaganda de reclutamiento. (…) Allí me encontré un chiquito de trece años, asturiano, sin padres, que iba a la aventura, hambriento, y con frío. Subió al Comité a pedir alojamiento y comida y, como tenía cara de gran inteligencia, me lo llevé para enlace mío. (…) Bien, la cosa fue que cuando llegamos al pueblo, al entrar la noche, nos encontramos con una cantidad extraordinaria de hombres armados con escopetas y con rifles, y, al dirigirnos a la casa del Comité, en la escalera nos interceptó la gente, y ya en franca situación de violencia, quisieron desarmarnos. Se produjo una situación de escándalo y confusión que se aumentó cuando violentamente, le pegué dos gritos al que más chillaba y tuve la mala suerte de darle en la cara con su propia arma. Nos salvamos de ser ametrallados allí, precisamente por ser pequeño el espacio y mantener nosotros nuestra decisión de conservar las armas. Esto aparte de que ni un momento dejábamos la discusión, más alta que ellos, para conservar la moral. (…) Un tipo me estuvo hablando con la pistola en la barriga más de un cuarto de hora, empeñado en que yo me cuadrara; al fin no le hice caso y le di la espalda pero para pegarme a otro suyo. Dos o tres intentaron desalojar la escalera para dispararnos desde la puerta y estuvimos encañonados por unos escopeteros enfurecidos; pero valiéndome de nuevas violencias la gente volvía atrás a gesticular y chillar. En la situación en que estábamos esta era ya nuestra única salida. En definitiva, un poco de bluff, ante la seguridad casi absoluta de que nos iban a asesinar allí. Pero al cabo ganamos la primera parte de la batalla, cuando un hipocritón miembro del Comité apareció en lo alto y poco a poco logró que pudiéramos subir con nuestras pistolas. Cuando me vi arriba, en el cuarto del Comité, aunque la gente chillaba estupendamente por fuera, consideré que ya todo era cuestión de tiempo y de habilidad. (…) El hombre del rifle, a quien le había golpeado al empujarlo, entró asegurando que los cinco tiros no me los quitaba nadie de la cabeza. Me le encaré y le dije que qué pensaría él de una autoridad que se dejase desarmar sin resistencia. Pero no se dejaba convencer. Sin embargo, ya tenía aquellos cierto aspecto divertido para mí que sé que cuando no se dispara pronto no se dispara fácilmente. (…) Después, hasta un telegrama pasaron al Comité de Guerra pidiendo que «evitaran un día de luto a España». Parece que el luto lo iban a guardar por mí, que pocas veces las he visto más fea.[xxxviii]

«ME QUEDARE EN ESPAÑA, COMPAÑERO…»

«Toda la guerra se ha hecho para que el cine dé cuenta de ella».[xxxix]

Así terminó caracterizando Pablo la relación activa, perteneciente que encontraba entre los acontecimientos violentos, terribles, grotescos o valerosos de la guerra y el arte que podría darle rostro, emoción y movimiento.

Por ello mismo les propongo terminar estas palabras que hemos compartido hoy con la imagen de Pablo, libreta en ristre y chaqueta de cuero, en una torre de Buitrago, mirando a la cámara, probablemente bajo el sol de 1936, y en el fondo (y en la superficie de estos días que ahora vivimos) la voz de Miguel Hernández diciendo, en el cementerio de Chamartín, y en la Gran Vía madrileña, y en la Peña del Alemán, y en la Rambla de Barcelona y en el subway de Nueva York y en la ciudad de San Juan y en las piedras de la Habana los cinco versos finales de su «Elegía Segunda»:

Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan.

No temáis que se extinga su sangre sin objeto,

porque este es de los muertos que crecen y se agrandan

aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.[xl]

NOTAS ——————————————————————————–

[i] Pablo de la Torriente Brau y Gonzalo Mazas Garbayo, Batey, La Habana, Cultural. S. A., 1930.

[ii] Pablo, largometraje documental, ICAIC, La Habana, 1978; Pablo, con el filo de la hoja (Premio de Testimonio, Concurso Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1979, Premio de la Crítica, 1983), La Habana, Editorial Unión, 1983; Cartas cruzadas, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1981; El periodista Pablo, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1989; Me voy a España, La Habana, Editorial Pablo, 1993.

[iii] Carta a Raúl Roa, Nueva York, 18 de agosto de 1936, en Cartas Cruzadas. pp. 426-427.

[iv] En Peleando con los milicianos, Barcelona, Editorial Laia, S. A., 1980, p. 83.

[v] La primera edición de Peleando con los milicianos fue hecha en México, en 1938. La primera edición cubana, que apareció en 1962, no incluye la crónica «Campesino y sus hombres», y el nombre de ese jefe militar, que comandó la unidad en la que Pablo trabajó como comisario en el frente, fue eliminado de las cartas y trabajos periodísticos. La segunda edición hecha en Cuba en 1987 repitió, 25 años después, el mismo error. La editorial barcelonesa Laia publicó Peleando con los milicianos en 1980 según la edición mexicana de 1938. Las dos ediciones publicadas por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau en su sello editorial La Memoria, bajo el título de Cartas y crónicas de España, documentan amplia y fielmente la etapa final de la vida de Pablo en la Guerra Civil Española, incluyendo las versiones originales de sus textos.

La compleja personalidad de Valentín González, «Campesino» es analizada con profundidad y acierto por Pedro Mateo Merino, en su libro Por vuestra libertad y la nuestra, publicado por la Editorial Disenso, Madrid, 1986.

Merino era teniente de milicias en Buitrago de Losoya, donde Pablo le conoció a principios de octubre de 1936; al finalizar la guerra, Merino era teniente coronel del Ejército Republicano.

«Valentín González era un jefe popular de prestigio reconocido cuyos milicianos se batían con heroismo como fuerza de choque», escribe Merino en su libro, subrayando la intuición innegable de Campesino para los métodos guerrilleros, eficaces en los primeros momentos, pero que hicieron crisis en la medida en que la contienda se complejizaba.

«Después de su destitución por Líster y hasta el final de la guerra –quizás hasta su propia agonía– Valentín González ha sido un hombre a la deriva», resume Merino, antes de entregar esta nítida y acertada valoración del tema remitido también a sus contextos:

«Nuestra guerra,como toda verdadera tragedia, es una caprichosa mezcla de lo sublime y lo ruín, de lo horrible y lo grotesco, de lo heroico y lo bufonesco. En ella están presentes todas las contradictorias facetas de un magno acontecimiento histórico, en los hombres y en los hechos (…) pero ello no desdice la grandeza de su obra, sino que la enmarca en contornos reales y concretos».

[vi] Pablo escribe en una carta fechada en Madrid, el 10 de octubre de 1936:

Nuestro parapeto es uno que se conoce por «La Peña del Alemán», y está frente a uno de ellos al que llamaban «el parapeto de la muerte». Estos puntos constituyen los dos fuegos más próximos, al extremo de que, en cuanto oscurece, empiezan, de parte y parte, los discursos que concluyen con los insultos de rigor. Yo tuve el honor de endilgarles tres discursos en una sola noche. Y acabaron por gritar: «Que hable el cubano». Ya ves tú qué honor, que los «camaradas fascistas», como les llamaba, tuvieron gusto en oirme. Claro que no fueron discursos al estilo mío del «Mella», que tanto indignaban la seriedad de la compañera de Ramírez. Fueron en serio y después de cada uno de ellos se quedaban en silencio, como pensando qué contestar. Al fin se salían por la tangente, planteando otros problemas, a los cuales daba rápida contestación. Por último, donde llegó mi elocuencia a la cúspide fue cuando, recogiendo mi alusión de que les disparábamos con balas mexicanas, me plantearon el problema de cómo yo me atrevía a reprocharles a ellos usar aviones italianos si empleábamos balas mexicanas. Y he aquí que mi «poderosa» dialéctica dejó definitivamente aclarada la diferencia que existe entre un avión de Mussolini y una bala de los trabajadores de México. Peleando con los milicianos, p. 90.

[vii] «En el parapeto», ob. cit., p. 237

[viii] Carta del 28 de octubre, ob. cit. 117.

[ix] Carta del 28 de octubre de 1936, ob. cit. p. 116

[x] Al narrar las circunstancias de su primero encuentro con Pablo de la Torriente Brau, Raúl Roa diseñó también, con sus palabras, el retrato del amigo entrañable:

Conocí a Pablo en el estío de 1930. Hacía una semana que andaba, a toda hora, con un libro suyo bajo el sobaco. Ni que agregar tengo que aludo a Batey, una colección de cuentos cubanos, escritos una mitad por él y la otra por su fraterno amigo Gonzalo Mazas Garbayo. Inquirí la manera de encontrarlo. Me había asombrado su imaginación fabulosa, su estilo desenfadado, su pupila afiebrada, su afán de servicio, su corazón trepidante y su generoso amor a los que sufren, sueñan y pelean. Una tarde le fui presentado en el bufete de don Fernando Ortiz, donde trabaja como secretario suyo. Era un mocetón alto, de musculatura atlética, pelo oscuro, frente dilatada, voz grave, mentón altivo, sonrisa franca, mirada diáfana y jocundo talante. De vez en cuando lanzaba una carcajada estruendosa que estremecía los cristales de las ventanas. Le hablé de su libro y me habló de Rubén Martínez Villena, el pálido poeta de pulido temple. (…)

Nos despedimos con un vigoroso apretón de manos. Anochecía. La ciudad se enguirnaldaba lentamente de ascuas. Yo iba silbando de júbilo. Había conocido a un hombre entero y verdadero. Y había anudado, también, la más limpia, alegre y honda amistad de mi vida.

Raúl Roa: «Los últimos días de Pablo de la Torriente Brau», en La revolución del 30 se fue a bolina, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1973, p. 239.

[xi] «We are from Madrid», en Peleando con los milicianos, pp. 220-221.

[xii] Carta del 24 de octubre, ob. cit., p. 110.

[xiii] José Cañizares y Manuel Alguacil, el impresor y el editor de aquel improvisado diario de los milicianos en Somosierra, me contaron así aquel momento:

Se presentó allí en la imprenta del periódico que estaba en la calle central de Buitrago, a mano izquierda, y nos contó que era un periodista que venía de Cuba, de América, y que había pasado por Bélgica y por Francia y había visto la solidaridad de los pueblos con el pueblo español. Dijo: ¿Quieren que les escriba un artículo? y se sentó a la máquina y era una ametralladora escribiendo: en mi vida yo he visto escribir a esa velocidad. Me dijo que en su casa escribía con la luz apagada: no necesitaba luz para escribir. Y entonces hizo una cosa que no he visto hacer nunca: según escribía a máquina, seguía hablando. Hablaba y escribía. Decía: ¿Está bien así o sigo escribiendo?

[xiv] Carta del 24 de octubre de 1936, en Peleando con los milicianos, p. 111

[xv] Carta del 4 de noviembre de 1936, ob. cit. p. 132.

[xvi] Diario de José María Chacón y Calvo, La Habana, Instituto de Literatura y Lingüística.

[xvii] Peleando con los milicianos, p. 132-133

[xviii] Carta del 17 de noviembre de 1936, ob. cit. p. 145-146

[xix] Carta d