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O déspotas, o ilustrados

Paine versus Beccaria

Fuentes: Rebelión/Maverick Press

A raíz del ‘veredicto Parot’, dictado por el Tribunal Supremo, se realizará a petición de la Audiencia Nacional el recuento de condenas de unos 180 convictos y el cómputo disperso, sin refundirlos en razón del máximo vigente de 30 años, de sus beneficios penitenciarios. Jurisprudencia que impediría a unas 15 personas confinadas redimir en fechas […]

A raíz del ‘veredicto Parot’, dictado por el Tribunal Supremo, se realizará a petición de la Audiencia Nacional el recuento de condenas de unos 180 convictos y el cómputo disperso, sin refundirlos en razón del máximo vigente de 30 años, de sus beneficios penitenciarios. Jurisprudencia que impediría a unas 15 personas confinadas redimir en fechas próximas. Tres magistrados de esa Alta Instancia disintieron de la decisión. Uno de ellos, Martín Pallín, ha publicado en prensa los motivos de su desacuerdo y se apoya en un audaz jurista del XVIII: Beccaria. ¿Y Paine, señoría?

Fue Thomas Paine un eximio contemporáneo de Cesare Bonesana, marqués de Beccaria. Bonesana, milanés, epónimo de la Ilustración, jurisconsulto precoz y rupturista, escribió «Dei Delitti e delle Pene», efectivamente, y como usía anota. Lo cual le valió en 1763 el anatema de la Iglesia, cuyas prerrogativas en Lombardía eran a la sazón nulas. Se formó Cesare Bonesana en la Universidad de Parma, ducado que desde 1759 regía el ministro francés Du Tillot, militante del sueño reformista de los «philosophes». Abolió el valido Du Tillot la Inquisición en Parma tras desmantelar — tic borbónico— la Compañía de Jesús en 1767, amén de restringir las propiedades inmuebles de «manos muertas» conventuales. Bonesana, pues, nació, ejerció y murió en clima de tolerancia religiosa y vagamente alérgica al incienso. Otro gallo le hubiese cantado en el limítrofe Estado Pontificio. O en la España del buen Carlos III, que también expulsó a los jesuitas, pero se negó a desarticular el Santo Oficio. El cual se ocuparía del navarro Olavide, reo de un «Plan de Estudios Universitarios» y de un «Informe sobre la ley agraria» que le enviaron en 1776, tras un «autillo de fe», a las mazmorras por «hereje, infame y miembro podrido de la Religión». Así actuaba el Rey cinégeta.

Gozó Beccaria, desde 1768, de cátedra de Economía Política en su ciudad, y la explicó bajo el dominio del llamado en italiano «Iluminismo». La tabla de Quesnay y la fisiocracia (que Marx escrutó) eran su solución, hoy algo cándida, para una administración justa. Dependía Lombardía, en esa fecha, de los Habsburgo austriacos, cuya «Aufklârung» se limitaba a un puro y obscuro — nada de «Luces»— desarrollismo. Asimilaban los dignatarios la ciencia económica a una máquina de acuñar doblones en serie, como las tragaperras cuando sale premio. Obsesionaba a las potencias del XVIII, déspotas, que no ilustradas, lo fiduciario, nunca lo social, menos lo equitativo. Buscaban en la Enciclopedia mercantilismo que mantuviera costosos regimientos y bien aparejadas flotas de navíos para conservar fronteras o expandirse en colonización, hoy globalización. Carlos III de España, de nuevo emerge su busto, forzó a los indígenas del Subcontinente Sur de América a renunciar a sus manufacturas y a adquirir productos exportados de la metrópoli. Así se desprendía de «stock» excedentario, suprimía el ocio de la chusma y equilibraba el «input/output». Maquiavélico, el príncipe.

El desengaño ante este proceder no desalienta en sus enseñanzas y doctrinas jurídico-hacendísticas ni a Beccaria ni a su colega íntimo, Pietro Verri, editor de «Il Caffè», partícipe emulsivo de tertulias de debate y autor de «Observaciones sobre la tortura», su obra más divulgada.

Kant calificaría la «Aufklârung» como «el final de la autoculpable minoría de edad de la sociedad». Ingenuo. No llegaría ilustrado alguno, pasivo o activo, radicales, insurrectos protosoviéticos como el cosaco Pugatchev, o desarrollistas, a ver cumplido su regeneracionismo. Sí puede agradecérseles que formulasen la vacuna contra el peor parásito que el mundo aún acarrea: la injusticia sociológica, jurídica, terapéutica y alimentaria. Aquellos cerebros ilustres predicaron con buena brújula hacia horizontes vagarosos. No se trata, pues, de reinterpretar. La solución está ahí. Falta la voluntad, o esa célebre «coyuntura», para aplicarla. Todo cuanto combatieron subyace en este siglo futurista, pero enfermizo. Perseveran genocidios, racismo, guerras político-religiosas, presupuestos astronómicos para armamento, pandemias, tiburoneo, especulación.

Fenecido en 1794, Beccaria, al contrario que un Paine más longevo, se salvó de sufrir cómo se le instrumentalizaba con perfidia. Catalina II de Todas las Rusias utilizaba su obra, la de Adam Smith y otros renovadores para su autopropaganda de modernidad, mientras en sus dominios se compravendían familias de ‘mujiks’, y sus carnes las despellejaba el ‘knut’.

Aunque no todo fue malversación intelectual. Significó «Dei Delitti e Delle Pene» lectura esclarecida para Voltaire, Diderot, Foucault. En lo que atañe a catalizar un Nuevo Derecho que encauza la justicia hacia la Ley, cuestión harto ardua frente a unos hábitos o ‘consuetudo’ enquistados en lo tardofeudal, o la división de poderes simple de Locke, no resulta baldío el esfuerzo.

Paine, ‘self made man’

Thomas Paine es la misma odisea que Beccaria. En océanos más procelosos. Británico, después norteamericano, más tarde francés, al final apátrida, vino al mundo un año antes que Bonesana, 1737, en Norfolk, Inglaterra, de clase humilde. Reconducidas por su familia cuáquera sus trapisondas de fuguista juvenil, trabaja de cordelero. Estudioso nocherniego, tras ser despedido de una oficina siniestra logra plaza de maestro de escuela (10 chelines semanales). Inmerso, en parte, en la doctrina de filantropía de sus mayores, la de «las Luces internas» opuestas a las «Luces» de relumbrón del XVIII, Tom Paine las asociará, ecléctico, al deísmo y al librepensamiento masónico.

Será su mecenas Benjamín Franklin, Secretario del Grande Oriente en la logia de Filadelfia (Pennsylvania). Franklin, investigador de electricidad en un entorno de casas de madera e incendios frecuentes, había inventado el pararrayos. También, la armónica —adoptada de inmediato por el ‘gospel’— y unos cristales melódicos para los que Mozart (francmasón) compondrá piezas. Viaja a Gran Bretaña a ser acogido como Doctor en Oxford. Aprovechará para hacer las muecas de rigor en la Logia Escocesa, promotora de todas las Independencias americanas. Traba amistad ¿el azar, un roce de dedos imperceptible? con Thomas Paine. Lo capta, recomienda como muy válido, y éste se embarca de inmediato. Crecido en una cultura en la que las mujeres intervienen, deciden e incluso predican en los oficios, antes de emigrar entregará sus ahorros a su segunda esposa, de la que se halla separado. No la dejará desvalida y subirá a bordo sin un penique. Jamás será, contra la corriente ilustrada, pero despótica, misógino.

En Filadelfia, se adapta al arquetipo de «self made man» que Nueva Inglaterra requiere. Es ducho en artesanía, manejo de imprenta, autodidaxia como inventor de ruedas de nave fluvial y arquitectura metálica. Íntegro, más antidinástico que republicano («nuance»); de corrosivo tintero, sedicioso frente a toda exégesis revisionista, también se le tuvo desde una perspectiva ultraanglicana por alma vendida a Satán.

«Pasiones revestidas de poder»

En «Dei Delitti e Delle Pene» se enjuicia, sí, a la Justicia. Insiste Beccaria en calificar las algaradas callejeras como: «atentados contra la seguridad y libertad de la ciudadanía»; Pero hace asimismo hincapié en que no cabe desigualdad en las sentencias dependiendo de las personas encausadas o penadas. Subráyese para lo que venga ‘ut infra’. Beccaria, razonable, predispone a las masas, analfabetas, contra «los sermones fanáticos que excitan las emociones fáciles de la curiosa muchedumbre».

Una inquietud básica de los ilustrados heroicos, como se vio con Olavide, consistía en instruir al pueblo. En ello, como en el cartelismo que luego detallamos, intervinieron los progresos de la imprenta. La lectura de la Biblia, fruto de la Reforma (y sus sectas) disminuía en zonas muy concretas la cantidad de iletrados. Pero leer y escribir quedaba como privilegio de un 10% del censo. Curiosamente, hoy se lanzan «sermones fanáticos» desde esa caja tildada de tonta, y que de necia no tiene un pelo: ha logrado el analfabetismo funcional de las turbas y un morbo colectivo que a Beccaria y sus prosélitos desesperaría.

Contrario al vínculo jurídico-policial, reconduce Bonesana las funciones «que los franceses llaman de policía» y que, advierte, no deberían estar «en manos arbitrarias». Por ende, a Beccaria y sus contertulios del «Caffè» les repugnan «las «penas rituales y ejemplarizantes» Para ellos, toda represalia expiacionista, exhibida, ni edifica, ni redime, ni rehabilita. De ahí que se le considerara «blasfemo y contrario a las doctrinas de la Iglesia». El explosivo opúsculo, publicado en Livorno, año 1764, se oponía también al «orientalismo» de «las pasiones revestidas de autoridad y poder». También a ese Talión que un Ghandi, clarividente iba a caricaturizar: «Si se aplicara el ojo por ojo, la Humanidad estaría toda ella ciega». Lo está.

Libertad y dignidad

Desautorizaba Beccaria una práctica basada en la confesión por tormento, y así fue a parar al celebérrimo «Index» de Libros Prohibidos. Como sabe el editor más bisoño, tras el anatema la tirada fue a más y la obra se tradujo a todos los idiomas de Europa.

Pero la intransigencia político-religiosa y el patíbulo descomedido tuvo mucho que ver, volviendo al intrépido Thomas Paine, con una aplicación finisecular e inicua de la ley en el proverbial país de la Libertad que él contribuyó, sin alharacas, a erigir. Partícipe activo como miliciano en la Revolución de Norteamérica, fue redactor esencial, sin firma, de su Declaración de Independencia. Se le ninguneará en sus momentos más críticos por parte de Washington, o Jefferson, cuyas biografías populistas ocultan su nada fotogénico perfil moral. El propio Franklin, editor del «Pennsylvania Gazette», desconcierta cuando asevera que en ese lugar «no deseamos servidumbre negra». No obstante, en su periódico se insertan anuncios como » (vendo)… dos negros, tres barriles de cacao, dos de azúcar…»

Predicaron en sus hemisferios, desconociéndose, Beccaria y Paine, que la privación de libertad (noción entonces inexistente) no conllevara privación de la dignidad. Incluso un alto oficial de la policía francesa, Lenoir, opinó que de aquellos recintos infrahumanos, los presidios «sólo se salía enfermo o vicioso». Pues hace de ello 200 años y, para qué extenderse. La señora Gallizo pasa la patata caliente al Gobierno y al Parlamento. El «Ararteko», tras revisar la situación de los presidios de la CAV, opina que el tratamiento individualizado de la población penada es más práctico, si se persigue una reinserción, o rehabilitación, que construir nuevas cárceles. La negligencia médica y la eucaristía de calmantes, como otras plataformas denuncian ( «Etxerat», el foro de familiares de presos vascos, está saliendo a la calle para concienciar de la gravedad de la situación penitenciaria) no son en absoluto beccarianos como apaño, menos como metodología.

Marasmo de habituación

Será pasividad patológica, pero se evidencia el marasmo de un Primer Mundo bulímico o gotoso, que zampa chocolate frente a telepredicaciones vía satélite, y por medio de una locutora chic que pone cara de circunstancias. Sistema que habitúa al crimen delegado o a la hecatombe tercermundista, los kayucos, los náufragos, los africanos que defendía Tom Paine allá por el XVIII. El verdugo Charles-Henri Sanson, que decapitó en la guillotina a más de 2.500 semejantes entre 1789 y 1796, dictó sus memorias a un ‘negro’ y en ellas destaca que lo que más le conmocionó fue que, en proporción directa a la creciente fila de reclusos y condenados, el mundo circundante se habituaba a la muerte y al calabozo fétido, letal, de Saint Lazare, como realidad cotidiana, irremisible.

En Euskal Herria se ha sufrido mucho en incontables hogares. Se palpa e inspira aún, es inercial, una dinámica de enemistad fríamente cortés, intuida, casi olfativa, que las llamadas a la esperanza, harto eclesiásticas, llegan tarde para muchos. Pese a lo cual hoy han acudido a Bilbao. Lo han invadido, como un «mayday» de excepción (¿de expiación?) Lo más inmediato, hoy se coreaba, que vino a las mientes a 644 familias tras el vídeo de ETA, fue un pálpito instintual. A saber, que concluido el conflicto, que lo están ansiando todos, todos, hay que insistir, por excepcionalidad territorial, al menos acercarían a prisiones próximas a su lugar de residencia, a esas personas confinadas y encarceladas, y que se terminaría el vía crucis de 500 o 1000 kilómetros, ida y vuelta, y casi siempre con la meteorología adversa. Quince de ellas, afectadas por el «criterio Parot», estarán a la espera de que se reconsidere ese nuevo sistema retributivo. Desde la autoridad, sin embargo, pese a las declaraciones de ZP, hay que volver a Locke, se recalca y reafirma la evidencia cabal, sin espejismos, de que el vídeo de ETA no altera los Códigos ni su enérgica aplicación. Más aún, se alude a ese latiguillo de «todo el peso de la Ley» sobre el que la vulnere.

Cuando se dice todos, es visible, se hace entre dientes. Se ha padecido el virus del escalofrío en toda, ¡toda! la escala sociológica, ideológica, ilusoriamente ajena al rollo (enajenada). Porque la condición apolítica, en Euskal Herria, es también política, y cae en la «omertà». O en los tres monos. Desde una inalcanzable neutralidad de conciencia y, también, desde la duda existencial de lo que se trivializa como «políticamente correcto», nunca se ha sabido si algo, lo que fuere, era o no oportuno. Persiste un temor atávico a lo que se puede decir, cómo, cuándo y, sobre todo, por precaución refleja, sabiendo que la intransigencia creada por toda una vida en común no juzga lo que se dice, ni siquiera cuándo se dice, sino dónde se dice y qué parece que se dice. O calla. Explayado lo cual.

Apoteosis en Bilbao

El cartelismo, el ‘display’ eficaz, polícromo, ideados en los días de «las Luces» al avanzar las artes gráficas, forman parte del convulso pero entusiástico puzzle de ciudadanía vasca. Ante la masa transeúnte, el papelón de «Askatasuna» con su ideograma de Chillida, tan inequívoco: un grillete abierto. Este foro proamnistía llamaba a movilizarse, con un gran «Utzi pakean Euskal Herrira». «Dispertsio politikaren kontra». Nadie, en tres días, los ha hecho jirones, dato a destacar. Se produjeron actos de adhesión en todas las poblaciones del mapa vasco y en puertas y verjas de centros laborales. No intervinieron las FOP. No hubo, pues, jaleo. Si no hay reacción, no hay acción. Tercera Ley de la termodinámica, en una Euskal Herria que gasta suelas y neuronas en las manifas desde hace 50 años.

El sábado, fue la apoteosis. Otra manifestación, concebida antes del anuncio de alto el fuego para el 1 de abril en Bilbao con el lema: «Konponbide garaia da», ha bloqueado, multitudinaria, variopinta, eufórica de verse tan nutrida, su propia andadura. Allí no cabía un ser humano más. Su magnitud impedía el desfile, no los eslóganes. Batasuna, LAB, ELA, EA, ANV, la propia Askatasuna, agentes y congregaciones sociales han dado la palabra al sentido común, al sentir común, a la perspectiva obvia de un pueblo, plebe, que quiere ser llamada a plebiscito. Sin decididores lejanos y hostiles a una paz que les dejaría como a pelotari sin frontis.

Presencia exóticas, pero determinante, el cura irlandés Alec Reid. «Common sense» bíblico. También envió su comisión ERC. Banderas rojas, republicanas, latinoamericanas. Otras, desconocidas (en Bilbao arraigan y trabajan nuevos vascos desplazados).

Ausencia surrealista del PP, pese a la pertinacia de Pernando Barrena, sustituto de Otegi en la portavocía, en que todos, todos, deben consensuar un futuro, de derecha a izquierda. No ha sido politiqueo, sino sentido común, reiteremos, del que Mariano Rajoy carece. La representante PP en Euskadi, María San Gil, está convirtiendo en sesudo a Iturgaitz. Oídos sordos de la ultrapepé al clamor de «Presoak kalera!» o «Presoak etxera!» que ha repercutido por los cañones urbanos de la renovada capital de Bizkaia. Las llamadas incoherentes, por radio, de José Jon Imaz a no hacer «frentismo» resultaron inermes. La tripulación ha desertado. En todo ello se columbra un ilusionismo táctico; que se deciden los asuntos en catacumbas, es de cajón. Las salmodias de los líderes a quienes la tropa se les desmanda casi invitaban a desobedecer por su intríngulis cantinflero.

La proximidad temporal de la convocatoria 1º de abril al para muchos legos sorpresivo pronunciamiento de los tres encapuchados de ETA, es un indicio de topos y toperas. Hay, amén de faramalla y verbosidad ambivalentes, silencios áulicos. Ibarretxe, a lo suyo. El desmarque, oficial, de PNV, luego de EB (dejando a las bases y militantes a su albedrío) es estrategia que se queda en tres en raya. No llega al ajedrez. Concentración, pues, pletórica, profusa y peatonal. Gente de a pie. Decenas de miles exigiendo que no se es menos que Catalunya. O que Irlanda. Tampoco han desencajonado a los «beltzak». Paz asertiva. Sentido común, no nos cansemos de reanimarlo. «Common Sense», de Paine.

Otra icónica. En banderines que cuelgan de balcones o rejas se ve en negro el mapa de Euskal Herria, con dos flechas cinéticas en rojo señalando su centro. Amarillea en la intemperie su fondo blancuzco, desvaído, como las ikurriñas de la flota de bajura. Es un clamor mayoritario por el fin de la dispersión, y todo hogar que soporta la condena y el peculio añadidos de tener a alguien «en el talego», con la venia, y, castigo gratuito, desterrado, llama así la atención muda. Nadie las prohibe, nadie las desgarra, nadie las escarnece.

Un juez de paz llamado Lynch

Washington y Jefferson, virginianos, al igual que Madison o Monroe, son el germen del partido republicano actual; de la revolución de derechas en el Salvaje Este. Explotado el «Newfounland» por la Compañía de Londres, sus pioneros perecían por bacterias y epidemias transmitidas por las ratas, peligrosos polizones. Enfermaban de trastornos mentales del tipo de la melancolía crónica, el ‘spleen’, la morriña, hoy «síndrome de Ulises» agravadas por fobias hacia un entorno hostil. En el sur, la Guayana, «la guillotina seca» del Directorio que enviaba allá a sus cautivos políticos, se agravaba por fiebres tropicales, caimanes, insectos y caníbales. El «buen salvaje» de Rousseau hacía ragout con sus congéneres.

Thomas Paine, al intervenir en la Independencia larvada con los citados caciques, terratenientes, esclavistas, ensoberbecidos y revolucionarios a fuer de enemigos de las «taxes» de Su Majestad, no cayó en el oportunismo. Su conciencia y convicción creyeron calibrar en aquellos rebeldes con causa, las libras esterlinas, la soberanía directa y sin delegación; el cauce de un nuevo orden que afectara a la humanidad de cara al prójimo.

Describe Beccaria, por su parte, que «para que la pena impuesta no se convierta en venganza de muchos sobre uno, ha ser rápida, pública, necesaria, la mínima de las posibles, proporcionada al delito y ajustada a la ley». Propósito susceptible de desvíos dialécticos. Virginia es escenario de lucha de clases, reyertas, rapiñas. Todo ello sofocado de forma drástica por un terrateniente y juez ¡de paz! llamado James Lynch, de litigiable fama. Su metodología, que ha concedido al idioma mundial, esperántico, el tenebroso término «lynching», o linchar, convocaba a las gentes de su jurisdicción a escarmientos sanguinarios frente al porche de su casona, a la sombra de un nogal. A él se amarraban víctimas de todo pelaje, ni convictas ni confesas. Ejercían pues Lynch, luego los «mobsters» autodesignados (véase cualquier «western») de fiscal, juez, jurado y ejecutor de proscritos, marginales, cuatreros, tahúres, gentuza, en fin. Se exorcizaba el crimen en el acto, sin corroborar indicios, predisponiendo al bulo malévolo y ponzoñoso.

La fórmula alcanzó éxito como vigilancia preventiva y represión psicopenal. Las personas capturadas en principio «in fraganti», sin verificación, se sometían a latigazos para regocijo de una turbamulta frenética. El público comenzó a participar, a relevos, con sadismo creciente, en la flagelación. Tras los azotes se embreaba y emplumaba al chivo expiatorio. Un día, a alguien se le ocurrió aplicarle una tea o una cerilla al cuerpo impregnado de combustible. En la Nueva York, anglicana cunde la alarma, en 1741, por una presunta conjura papista que pretendía incendiar la ciudad. Cuatro hombres blancos van a la horca. Arden en la hoguera catorce negros. Se destierra a diecisiete sospechosos. Blancos, por supuesto.

El ‘síndrome de Paine’

Paine lucharía por impedir el sofisma de que «es negro porque es esclavo y es esclavo porque es negro». Aunque no sólo el afroamericano sufría la Ley de Lynch. A todo rostro pálido abolicionista se le aplicaba idéntico procedimiento. Como en el caso de Beccaria, las circunstancias, Filadelfia, Pennsylvania libre, cuáquera y tolerante, la necesidad de un revulsivo contra el inglés, eximen a Paine de un linchamiento inquisitorial. Toda oleada aventurera que afinca en Nueva Inglaterra, por si fuese poco, aprende de los indígenas, intercambio de culturas, a escalpar a sus semejantes.

Instalado, Paine se expuso un grado más al «colgar» en prensa propia (el Internet de entonces) sin pusilanimidad su postura en contra de la esclavitud. Desde su primera protesta contra la merma de la condición humana, en 1775, hasta su muerte, se opuso asimismo a cualquier crueldad, la practicasen sus partidarios o sus adversarios. Este «síndrome de Paine» le acarrearía trastornos, sin lograr que se desdijera. Reprueba todo ensañamiento. Propugna una lectura de la Biblia inconformista y un Estado de la razón contra la veleidosa razón de Estado. Un raro. «Common Sense» nos parece, al leerlo, tópico. Pero es utópico. Su gancho con las masas era innegable. Sus escritos directos, sin hermetismos, y los coroneles precisan de elocuencia electrizante para reclutar soldados, en este caso la Milicia. Luego se les reconduce y amansa.

Diseña Paine, trabaja, escribe su panfletillo y revoluciona.»Todos los rincones del viejo mundo están agobiados por la opresión. La libertad ha sido perseguida alrededor del planeta entero. Asia y África hace años que la han expulsado. Europa la mira como a una extraña y Gran Bretaña ha ordenado que se marche. ¡Recibid aquí a la fugitiva e id preparando un refugio para la humanidad entera!».

Criptas inaccesibles

Se supone que los letrados, además del «Aranzadi», disponen de hemeroteca reciente. Un «totum revolutum» sacudido y seducido por el gran puntazo, con exclusivas que cantan cómo se han logrado en este rotativo, y no en el otro. Nadie, al parecer, estaba preparado. Si se conocía – Radio Makuto antes que los «mortadelos» del CNI — una de las criptas. Tuvieron que seguir dirimiendo asuntos más allá de Andutz.

Partiendo de la conjetura y el sobresalto, opiniones, columnas, artículos de fondo han desentrañado el sexo de la Pantera Rosa y se sumergían en Babel. Se ha asistido a los vaivenes del Fiscal del Estado en sus intenciones y peticiones, o las sumas exigidas para la libertad condicional de Arnaldo Otegi, «interlocutor necesario», descripción que no le favorece a la hora (lo ha hecho) de acogerse a la Quinta Enmienda. Ésta, por fortuna en este Estado no está en vigor. Tampoco la Primera. En los días del maccarthismo y la caza de brujas comunistas se capturó a Bertolt Brecht, que en octubre de 1947 escenificaba «Galileo» en California con Charles Laughton. Se pasó una noche, Brecht, escribiendo un alegato para leerlo ante la HUAC (Sede del Comité de Actividades Antiamericanas). No se le permitió. Relapso, voló a Suiza. Otegi ha podido verbalizar su prédica de inocencia, y se le encarcela, parece fisiocracia jurídica, hasta que subsane su libertad condicional con 250.000 euros.

Se añade a esta decisión la lógica novedad (para no incurrir en agravio comparativo) de que otros presuntos encausados por los mismos desmanes del M-9, Juan Mari Olano y Juan Joxe Petrikorena, penelópica enmienda de criterio, sean excarcelados con sendas fianzas de 200.000 euros (el fiscal solicitaba la mitad).

Hay quien exalta que al fin Batasuna (o como la rebauticen, sí el carril no se desvía) reconoce la pluralidad de la ciudadanía vasca. Pluralidad, piénsese, no es pluralismo. Regresamos a Bizancio. Se cruzan conceptos del cariz de Estado de Derecho, Derecho de Estado, Ni Vencedores Ni Vencidos, Mesa de Conciliación Estatal o Autonómica, otra Mesa en Navarra, Nada a Cambio, Garantías Constitucionales, Todos en el Pacto para Consensuar la Paz Dialogada en Democracia, Dialogar no es Negociar, Negociar no es Dialogar, Adecuar Constitucionalmente el Estatuto según la Ley.

Si Tocqueville asevera que el cristianismo del «Ancien Régime» europeo era una institución política de máxima influencia, y el anatema que le cae a Beccaria es buena muestra, más aún el suplicio de Olavide, observemos un fenómeno. Cámbiense las aleluyas por otras como si el más santo de los sabios es el más sabio de los santos; si Dios creó este mundo (que por cierto deja mucho que desear) «ex nihil»; y, si así lo hizo, quién le creó a su vez a Él. Si la Virgen no era «theótokos», madre de Dios, sino sólo de Cristo, y tendremos enlazadas de nuevo la Democracia, la Religión y su combustible: la Demagogia.

Define Thomas Paine : «…los gobiernos se desarrollan (…) por Superstición; por Poder; por el interés de la sociedad y los derechos comunes del hombre». Resumiendo, por el Clero, por los Conquistadores o por la Razón. Ensambla los dos primeros: «La llave de San Pedro y la del Tesoro se confunden y la muchedumbre burlada adora el invento». La Política, en definitiva, es un residuo contemporáneo de la idolatría.

«Boston Tea Party»

Una relación ambigua, inextricable, con los aborígenes y el durísimo trabajo manual, extenuante, de quienes se aclimatan, crean en Virginia la opción radical: sobrevive o muere. Cultivos novedosos de maíz, patata, té y tabaco (en Europa portugueses y españoles, que fuman desde 1558, han difundido el hoy polémico hábito) se añaden a la crianza aportada de ovejas, ocas, gallinas. La Compañía de Londres, empero, exige minas de oro: no humo aromático. Dominan los caciques y oligarcas. La familia Washington es de lo más ‘high-high’. De exogamia, nada. Resuelven sin freno toda insumisión la horca, el látigo, la pira. Lynch. Entretanto el monarca inglés, Jorge III, cuyos episodios esquizoides secunda su ‘premier’ Pitt, incrementa los impuestos de un Imperio en bancarrota y exaspera a los asamblearios de Ultramar. Virginia, es «celosa de sus libertades». Autonomista. No obstante, ejercen el tradicionalismo más británico. Hacia 1750/60 la alta sociedad importa oporto, cosecha su propio té de las cinco y exporta tabaco. John Rolfe, esposo de Pocahontas, facilita que se cultive en latifundios desde 1612. Si la tasa sobre el timbre, «Stamp Act», del monarca lunático irrita aún más a los hacendados de Virginia, otro brote demencial, que intenta sanear finanzas en la India Hindú concediéndole el monopolio del té en una Norteamérica que, recordemos, lo cultiva ya masivamente, colma el vaso. Un grupo de activistas, en 1773, disfrazados de ottawas, abordan los buques que han traído a Boston el género exótico y lanzan éste a la mar, sabotaje conocido como el «Boston Tea Party». Aquello es un polvorín.

Pennsylvania, la antítesis

Nombrará la milicia revolucionaria como comandante en jefe a George Washington, curtido contra los franceses (y los aborígenes). Pennsylvania, en cuya ciudad ejemplar, Filadelfia, reside Paine, es la antítesis de Virginia. Otorgada al patriarca cuáquero William Penn por carta del rey inglés Carlos II (1681), en esa colonia familias de dicha secta conviven con las tribus Delaware. Un viajero alemán testimonia en 1750 : «(En Pennsylvania) se ven luteranos, reformistas, católicos, cuáqueros, mennonitas, pietistas, anabaptistas, moravianos, baptistas del séptimo día, francmasones, separatistas, presbiterianos, ‘dunkers’, librepensadores, israelitas, mahometanos, paganos, animistas negros, indios. La mayoría es evangelista o reformista, pero abundan almas sin bautizar y que no desean bautizarse…» Reclamos similares atraen a este Edén a masas de perseguidos por los diversos y crueles sistemas jurídico- político-confesionales de Europa. Prefieren la travesía en «naves ataúd» (como hoy los kayucos de Mauritania-Canarias) al autodefé y al hacha justiciera de la Realeza por la Gracia de Dios. Sistema que no cabe en la cabeza de Paine, contrario al abolengo heredado. Los nativos también se desconciertan. Un jefe algonquino, protector de un cuáquero perseguido por anglicanos, increpa a un misionero «¿Qué Dios tenéis, que os hace guerrear por su adoración?»

Todos unánimes, todos discrepan

Si alzasen la calavera Beccaria y Paine, cierto, regresarían a la hoya. Y es que los Ilustrados sólo tuvieron tiempo para realizar un diagnóstico, no un pronóstico. Julius Marx, alias «Groucho», lo aclaró. «La política es el arte de buscar malestares, hallarlos, diagnosticarlos mal y aplicar a destiempo el fármaco contraindicado». Todos invocan lo mismo, y todos discrepan. El algonquino, salvaje ecuánime, volvería a tener razón. ¿Qué Libertad es ésta, que nadie coincide en su idolatría y a algunos se les permite abogar por ella y a otros no?

En Pennsilvania el esforzado Thomas, heterodoxo juicioso obliga a un Jefferson remiso, los llamaban «los dos Tom», a insertar en el borrador de la Declaración de Independencia un pasaje relativo al conflicto racista, hasta la fecha insalvable. Por Ley de 1780, cuyo preámbulo se atribuye a Thomas Paine, en Pennsylvania se abrogó toda mercadería y posesión de mano de obra afroamericana. Este párrafo, tan decisivo, se suprimiría posteriormente, o se ignoraría, como tantos otros frutos de la rica prosa de «los dos Tom» allí contenidos. Cae bien, de momento, porque el 9 de abril de ese año estalla la guerra contra los «casacas rojas». Combate Thomas de día. De noche vela y redacta inflamadas arengas que anulan el derrotismo de sus conmilitones. Esos manifiestos llevan la mancheta de «Common Sense». Un Washington exultante, después olvidadizo, llegó a escribir que «la sana doctrina e incontestable razonamiento (…) de «Common Sense» no dejarán a nadie indeciso de lo conveniente de la separación». Luego, se lo piensa. Paine, lograda la victoria, incordia.

«Derechos del Hombre»

Uno de los Trece Estados oferta a Paine una buena renta. Otro, una finca. A ver si calla. «Common Sense», «Sentido Común», viene firmado como «Written by an Englishman». Imaginó su autor que el anonimato le eximiría de ulteriores manipulaciones interesadas. Se negaba, por lo mismo, a cobrar por sus escritos. Vendió «Common Sense» 500.000 ejemplares a lo largo de 1776. Uno de ellos se exhibe, curiosidad paleográfica, en la Biblioteca del Congreso, en Washington D.C.

Su prestigio llegó a a ser inmenso. Pero no se domestica y cruza de nuevo el charco, rumbo a Europa, para promocionar su invento: un puente de hierro de un solo arco. Bajo el sombrero, una continua ebullición conspiratoria. Su maqueta recibe elogios en Inglaterra. Pero él decide que en Francia también pueden interesar sus infraestructuras. El general Lafayette, adalid de la francmasonería, le entrega la llave de la Bastilla, trofeo destinado a Washington. Se escaquea. Está, dice, con sus inventos, y en Europa se queda. También redacta su obra «Derechos del Hombre». Publicada en 1971, Tomo I, y 1972, Tomo II, se considera en Gran Bretaña texto altamente subversivo. La Inglaterra conservadora teme una revuelta de «sans culottes» británicos. Pero además Paine se mofa de Pitt comparando sus hipotecas como «poner a un hombre de pata de palo a perseguir una liebre: cuanto más corra, más lejos estará de ella».

Triple apátrida

Pitt censura la distribución de «Derechos del Hombre» y procesa al autor con intención sumarísima de ahorcarle. Enterado el poeta Blake, tuvo que insistir ante un Paine impávido y desdeñoso del omnímodo Ministro, para que huya, o irá al cadalso. Ya en Dover, una carta reciente de Washington le sirve de salvoconducto y, por veinte minutos, no le capturan los alguaciles. Una vez en Francia se adhiere a los girondinos, que serían guillotinados en masa por el dictador Robespierre, otra Ley de Lynch. Se le nombra miembro de la Convención y «ciudadano francés de honor». Francia sigue siendo una monarquía, aunque el «ciudadano Capeto» se haya colocado la escarapela tricolor en el bicornio. Paine se empecina, para perplejidad de quienes le festejan, en agradecer a Luis XVI su apoyo con créditos y naves a la Causa de EEUU. Disconforme con toda crueldad gratuita, se opone hasta el final, terco, a que se le ejecute (qué mal suena «ajusticie», señoría). Así que Robespierre le encarcela como traidor y extranjero. Ya es doblemente apátrida. El ministro EEUU en Francia, Morris, malévolo, aduce que Paine no es yanki, sino francés. Obedece Morris, federalista, al Generalísimo Washington, que trapichea acuerdos de postguerra en secreto con la diplomacia inglesa y teme que el incorregible demócrata se vaya de la lengua en lo que a su doblez se refiere.

Cae Robespierre, otro milagro, y ello salva de la guillotina al ya triple apátrida Paine, aunque no de las dolencias agravadas en las mazmorras. Le sacó de presidio Monroe, al relevar a Morris. Dieciocho meses tardaría en curar. Recuperado, la nostalgia le lleva a EEUU. Jefferson, el «otro Tom», le esquiva. Está politiqueando para salir de Presidente y le han acusado de adulterio. Thomas Paine no tardaría en fallecer en el ostracismo. Su testamento es un poema acibarado donde describe sin rodeos «la ingratitud» interesada de Washington, «traidor en la amistad privada» e «hipócrita en la vida pública». En 1809 expira, y los cuáqueros se niegan a sepultarle en su camposanto. Sólo un campesino acompañó al féretro.

A Richard Carlile, que osó publicar su obra completa en 1819, «Common Sense», «Derechos del Hombre» y «Edad de la Razón», le cayeron tres años de prisión y 1.500 libras de multa. Ese año, Cobbet, periodista e intrigante, trajo de EEUU y metió de matute en Gran Bretaña los huesos de Paine. El pregonero de Bolton sufrió nueve meses de reclusión por difundir la llegada de sus despojos. En 1844 un ropavejero de Londres presumía de conservar «el cráneo y una mano» del humanista radical. Fetichismo que alcanzó al clero: en 1854 el reverendo Ainslie, unitario, confió a un amigo poseer aquellas reliquias. En la actualidad se ignora donde yace y no hay monumento que le conmemore. Es el mejor destino para su memoria: nada de obeliscos.

Todo este discurso, como se advertirá, no es sino una de las artes más Ilustradas, sin despotismo, de la Ilustración: una alegoría. Las hubo pornográficas, jeroglíficas, grotescas. Hoy persisten, como los tebeos, en «tira» o «viñeta». Es la sombra, en plenas «Luces», de un clásico que tuvo que moverse en algo que aborrecía hasta lo psicosomático: la violencia, la injusticia, la ley abusiva, el encono del Poder. No fue letrado, como Beccaria. Difundió sin entrelíneas su pensamiento. Tomaría el testigo, un poco más tarde, Bakunin: «Nadie es libre si todos no son libres». Y, en lo referido a esas penas de mil años que, como usía indica con tino, tanta perplejidad causan en los jurisperitos, se regresa a lo que mantuvo el hereje Tétrico: «Quod mundus semper fuit et eris, coevae Dei». Somos eternos desde la eternidad. Y un día.

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