Contribución al catálogo de la exposición «Arte y palabra por la paz», organizado por la Fundación Araguaney, que se inaugura hoy 8 de julio a las 20.00 h. en la sala de exposiciones de la Fundación, rua Montero Rios 23-25, Santiago de Compostela
El verdadero horror de una matanza -el daño que hace al mundo común, a la intimidad universal trenzada en todos los cuerpos- no se revela en las obscenas cifras de muertos ni en el número de proyectiles lanzados sobre la población civil ni en las imágenes ya irreales de cadáveres destripados y casas desmigajadas contra el suelo. A veces es más exacta y completa una pequeñez inconmensurable, un milímetro de espíritu inasible para las estadísticas. De todos los dolores producidos por Israel entre el 27 de diciembre de 2008 y el 20 de enero de 2009, durante los 24 días de implacables bombardeos sobre Gaza, el más acusatorio y revelador fue quizás el que sintió -y denunció con modesta y lacerante tristeza- Suleiman Baraka, un astrofísico gazano que trabaja en Virginia Tech para la NASA. El 29 de diciembre recibió en su oficina una apremiante llamada telefónica en la que se le anunciaba que, a miles de kilómetros de allí, estaba siendo bombardeado el barrio donde residía su familia. Cuando recuperó la comunicación diez horas más tarde, supo que su casa había sido destruida. Supo que su hijo Ibrahim, de 11 años, había sido asesinado. Supo también -aún peor- que los israelíes habían asesinado su telescopio. «Solía llevar a mis hijos a la azotea del edificio en el que murió mi hijo», confesó Suleiman a la periodista Amy Goodman, «y les enseñaba Venus y Júpiter, y el cielo… Porque si a un niño palestino le dices: `cuando miras el cielo, ¿qué ves?´, lo normal es que conteste: `veo helicópteros Apaches y aviones F-16´. Por eso quería enseñarles a mis hijos que hay algo hermoso detrás de estos estereotipos». Suleiman Baraka era un palestino moderado que aspiraba a la paz; se había construido una casa nueva con el propósito de ofrecer hospitalidad a una familia judía; y quería enseñar a los niños palestinos que, detrás del ronquido de los cazabombarderos, el cielo está plagado de estrellas silenciosas. No es verdad: está plagado de bombas y destruyen no sólo las casas sobre la tierra, y los niños que viven en ellas, sino también -mucho peor- el cielo común sobre nuestras cabezas, donde Kant descubría, con brillo inextinguible, los imperativos de la moral humana. Un telescopio, cañón invertido, sirve para contemplar en las estrellas el valor de los seres humanos y la necesidad de sus leyes compartidas. Un cañón sirve siempre, sirve sólo, para destruir telescopios; con independencia de donde caigan sus bombas, de qué cuerpo derriben y a qué boca arranquen un gemido, alcanzan una y otra vez un telescopio. O lo que es lo mismo: una mirada dirigida hacia las estrellas.
«¿Cómo puedo consolar a mi hijo Daoud, que tiene cinco años y fue testigo del bombardeo de su casa y del asesinato de su hermano?», se pregunta Suleiman Baraka. No podrá. Quizás consiga que le vuelva a gustar el pan con zaater -o que vuelva al menos a comerlo- e incluso podrá reamarrarlo, con hilos de cometa y cuerda de caramelo, a la vida. Pero ni siquiera es esto seguro. Los niños de Gaza, declara la maestra Ghada Abu Ward, quieren morir detrás de sus padres y sus hermanos, asesinados por las bombas. El 45% de los niños palestinos, testimonia el psiquiatra Eyad Al-Sarraj, ha visto a los soldados israelíes insultar o pegar a sus padres; el 75 por ciento sufre problemas emocionales causados por la continua exposición al vuelo rasante de los aviones y el estruendo de los bombardeos; el 96% ha visto muertos o heridos; el 36%, sí, desea morir en los ataques del ejército ocupante. ¿Será la freudiana pulsión de muerte? ¿El fanatismo de su cultura primitiva? A estos pequeños telescopios no se les permite mirar al cielo; estos pequeños telescopios acaban rodando por el suelo.
En tiempos de Kant, tiritaban azules los astros a los lejos; hoy en el cielo de Gaza -como en el de Iraq o Afganistán- los niños sólo ven nubes zumbantes de drones, helicópteros y aviones. En lugares normales, los niños quieren pan con chocolate, espacios amplios, padres libres; en Palestina muchos de ellos sólo quieren morirse. Que los niños palestinos no vean las estrellas y no tengan ganas de vivir es culpa -se dice- de la guerra. Pero, ¿qué guerra es ésta?
Ninguna palabra puede sofocar un incendio, curar una herida o resucitar a un muerto, pero sí alimentar una pira, afilar un cuchillo y cavar trincheras. Las palabras no sanan, pero sí matan. Por eso hay que tener mucho cuidado con ellas. «El que tenga algo que decir», decía Karl Kraus en vísperas de la 1ª Guerra Mundial, «que dé un paso al frente y guarde silencio». En contextos de tensión, cuando la violencia se contagia con un verbo pequeño, allí donde causas históricas activan sin parar una invasión de motivos inmediatos y vehementes, hay que atreverse a no decir ciertas cosas. En relación con el mal llamado «conflicto palestino», la responsabilidad exige callar ciertas palabras, el coraje demanda la renuncia a ciertos vocablos que, al ocultar largas duraciones genealógicas, coloca a los hablantes en un angostísimo presente dentro del cual hay cada vez menos margen de maniobra. Una de estas palabras ciegas, sin salida, es paradójicamente la palabra «paz».
Palestina está encerrada, sí, en la palabra «paz», que es la palabra -no lo olvidemos- de los que lanzan bombas sobre los telescopios de Gaza. En cierto sentido, es verdad que los israelíes desean la paz mucho más que los palestinos; y basta una sumaria búsqueda estadística para constatar que son precisamente los dirigentes sionistas -y sus valedores estadounidenses y europeos- los que pronuncian con más frecuencia esa palabra. No es una casualidad. De entrada, el discurso sobre la «paz» y la «pacificación» alimenta y naturaliza la ilusión de que nos hallamos ante una situación de guerra; es decir, en el marco de un «conflicto» en el que ambas partes tienen razón y ambas partes tienen que hacer concesiones. Pero al mismo tiempo, esa insistencia en la «paz» ha servido precisamente para que Israel no haya hecho hasta ahora ninguna concesión; las «conversaciones de paz», negación en sí mismas de las resoluciones de la ONU, constituyen una estrategia muy funcional de la ocupación. De Madrid y Oslo a la Hoja de Ruta, esta ilusión de «negociación permanente», siempre excitada y frustrada con premeditación, ha servido a Israel en las últimas décadas para extender los asentamientos y colonias, levantar y ampliar el Muro e imponer un asedio medieval a la franja de Gaza. El pelotón de fusilamiento alza las armas frente a los palestinos alineados en el paredón y el general da la orden de disparar: «¡Paz!»; el piloto del F-16 que sobrevuela Gaza ve la azotea de la casa de Ibrahim y aprieta el botón donde está escrito: «Paz». Tras veinte años de «negociaciones de paz», a todos nos gustaría quizás retroceder veinte años: los palestinos han visto erosionada su unidad por ásperas pugnas internas y los israelíes acaban de elegir al gobierno más ultraderechista, violento e intransigente de su historia.
En algún sentido, si los niños palestinos no pueden ver las estrellas y además quieren morirse no es por culpa de la guerra sino por culpa de la «paz». La tarea responsable de los productores de discursos -periodistas, políticos, intelectuales- es la de desescombrar los obstáculos verbales, la de localizar y desactivar los vocablos que pueden estallar entre nuestras manos. Puesto que no podemos sofocar incendios ni curar heridas ni resucitar muertos con la palabra, tratemos al menos de retirar del camino las palabras que atizan el fuego, afilan los cuchillos y ceban las bombas. Si realmente queremos la paz, debemos dejar a un lado la palabra «paz».
No hablemos de paz. ¿De qué hablaremos? ¿Qué palabra utilizaremos en su lugar? La palabra paz es particularmente belicosa porque está reprimiendo o, más aún, «forcluyendo» -por decirlo con Lacan- la verdadera, la única solución posible; está impidiendo por todos los medios que se pronuncie la palabra «justicia».
«¡Paz!», ordena el general al pelotón de fusilamiento; «¡justicia!», responden los caídos. Que los niños palestinos no puedan ver las estrellas y quieran imitar a sus padres asesinados, es culpa de la injusticia; es la responsabilidad individual de los injustos. La paz es un callejón ciego. La justicia, que apenas si puede andar, por lo menos puede ver. Y ver es llegar lejos con los ojos -hasta esas estrellas donde contemplamos el valor de los hombres y la necesidad de leyes compartidas.
La historia es de sobra conocida. Durante siglos, el antisemitismo europeo expulsó, aisló, persiguió y eventualmente linchó -los infames pogromos- a los miembros más pobres de una minoría religiosa nativa: los judíos. Mientras el colonialismo exterminaba a gran escala a los «salvajes» y «orientales» en el exterior -decenas de millones de «criaturas inferiores» sacrificadas en todo el mundo- mantenía en el interior su propio «irreductible Oriente», funcionalmente contenido en una existencia degradada, despreciada, sospechosa incluso para los más desprejuiciados filósofos de la Ilustración (Voltaire o Hegel). Los negros, los indios, los moros no constituían un problema; estaban fuera y se los podía aniquilar sin el menor remordimiento moral. Los judíos, «nuestros salvajes», planteaban más dificultades. Eran objeto de especulación, de admiración, de rechazo; se escribía sobre y contra ellos, se les invitaba a asimilarse y la persecución misma demostraba una y otra vez que no querían o no podían hacerlo -como ocurre hoy con los musulmanes- a causa de una «falla estructural», de un vicio incorregible de origen. La negación misma acabó por etnificar su diferencia religiosa. Eran «sucios», «perezosos», «lúbricos», «orientales»; luego sencillamente «insectos». Así que, a partir de 1933, el régimen nazi de Alemania, aspirante siempre frustrado a potencia colonial, trató de hacer con los judíos europeos lo que los otros países de Europa habían hecho siempre, fuera de sus fronteras, con todos los pueblos de la tierra con los que habían tropezado en su camino. «Lo que nos escandaliza de Hitler», decía la mística y filósofa Simone Weil, «es que está haciendo con los europeos lo que los europeos han hecho siempre con los otros pueblos». «Auschwitz», dice el ensayista sueco Sven Lindqvist, «era la edición alemana, moderna, industrial, de un exterminio sobre el cual el imperio mundial europeo se había fundado durante largo tiempo». Pero Auschwitz existió y nos hace temblar todavía hoy con el estremecimiento más radical que puede conmover el edificio humano; y desde los Juicios de Nuremberg (1945) negar su existencia constituye no sólo una ignominiosa indignidad sino incluso -en algunos países- un delito penado por la ley.
La historia es menos conocida. A finales del siglo XIX, un grupito de intelectuales judíos, los que más profundamente habían asimilado la cultura europea, fundaron en Basilea el movimiento sionista con el propósito de establecer en algún lugar del mundo un «Estado nacional judío». El sionismo compartía con el antisemitismo -como denunció muy tempranamente el ya citado Karl Kraus, universal judío de Viena- algunos principios y algunos objetivos: aceptaba la idea del judaísmo como un «problema» al que había que encontrar una «solución final», estaba a favor de la expulsión de los judíos de Europa e insistía en la «especificidad» étnico-racial del judaísmo (al menos de los judíos askenazi de origen jazaro). Sus fundadores, en todo caso, eran muy conscientes de hasta qué punto este proyecto de segregación de los judíos de Europa -pilar de la tradición antisemita- era paradójicamente «muy europeo», como lo demuestran los argumentos que utilizó Theodor Herzl para convencer a los gobiernos occidentales de las ventajas de establecer un Estado sionista en Palestina: «para Europa construiremos ahí un trozo de muralla contra Asia, seremos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie». En los años 30, cuando la colaboración del racismo nazi -a veces pactada con los propios sionistas- acelera la emigración judía a Palestina, hasta entonces muy reducida, el carácter «muy europeo» del sionismo se manifestará en todo su esplendor. Mientras Hitler establece las leyes raciales de Nuremberg y abre los primeros campos de concentración -y especula con desplazamientos en masa de población-, la Convención Mundial de Ihud Po´alei Tzion y el Congreso Sionista, celebrados los dos en Zurich en 1937, debaten abierta y alegremente la necesidad de la «limpieza étnica» de Palestina. «No discuto nuestro derecho moral a proponer una transferencia de la población», dirá por ejemplo Aharon Zisling, futuro ministro de agricultura en el primer gobierno Ben Gurion, «no hay ninguna falla moral en una propuesta tendente a concentrar el desarrollo de la vida nacional». Y Golda Meir dirá: «También yo desearía a los árabes fuera del país y mi conciencia estaría absolutamente limpia». Y David Remez: «Es una solución justa y correcta». Y Berl Locker: «No tengo ninguna objeción moral». Y Shlomo Lavi: «es muy justo y muy moral». Y Eliahu Hacarmeli: «incluso si tuviese que llevarse a cabo recurriendo a la fuerza -todas las empresas morales se llevan a cabo mediante la fuerza- estaría justificada en todos los sentidos. (…) Se trata de un programa lógico, moral y humano en todos los sentidos». Y Ben Gurion: «Con la transferencia obligatoria tendríamos vastas áreas… Apoyo la transferencia obligatoria. No veo nada inmoral en ella». Diez años más tarde, entre noviembre de 1947 y septiembre de 1948, antes y durante el siniestro plan Dalet, la empresa colonial europeo-sionista se completaba -como documenta estremecedoramente el historiador israelí Ilan Pappé- con la destrucción de 531 aldeas palestinas, la evacuación de 11 barrios urbanos y la ejecución de al menos 31 masacres indiscriminadas. La así llamada Nakba, que expulsó de sus tierras seculares a 750.00 palestinos, también existió, como Auschwitz; pero, al contrario que Auschwitz, su negación no sólo no es moralmente reprobable, no sólo no es legalmente punible, sino que es aprobada, aplaudida y hasta exigida por la mayor parte de los gobiernos, los periodistas y los intelectuales del mundo. Después de todo, ese «negacionismo» es la condición misma de la existencia de Israel como un Estado legítimo, democrático, con derecho a la defensa -todo lo que, si reconocemos la Nakba, deja inmediatamente de ser.
Si liberamos a la justicia de la mordaza de la paz, comprendemos al menos la doble injusticia sobre la que se asienta el proyecto sionista cristalizado en el Estado de Israel. Injusticia contra los judíos, a los que pretende representar en exclusiva -como el Vaticano a los cristianos-, obligándoles a reconocerse en términos étnico-raciales en una construcción ferozmente ideológica que encarna lo peor del nacionalismo, el colonialismo y el capitalismo occidentales. E injusticia, claro, contra los palestinos, convertidos hoy, como dice Elias Khoury, en «los judíos de los judíos» bajo una ocupación que, desde hace sesenta años, apoyada por las mismas potencias que despreciaban y desprecian a los judíos de todas las razas y todas las religiones, amenaza con echar por tierra todas las estrellas del mundo.
Si queremos paz, hay que pedir justicia. Y la justicia exige que judíos y palestinos por igual se liberen de Israel. Es la más modesta, la más honrada, le menos escandalosa de las proposiciones. ¿Reconocer la Nakba? ¿Desmantelar el Estado sionista? ¿Salvar a los judíos? ¿Salvar a los palestinos? Desapareció la URRS y todos aplaudimos. Desapareció Yugoslavia y nos alegramos. Han desaparecido decenas de países -Checoslovaquia y Rhodesia y la Sudáfrica racista entre otros- y no ha ocurrido nada. ¿Qué tendría de provocativo reclamar la desaparición de un Estado inviable y radicalmente injusto? Propongámoslo. Hagámoslo. Demos luego libertad a los refugiados palestinos para volver a Palestina y libertad a los judíos exisraelíes para volver a sus países de origen y que a continuación la población restante funde un nuevo Estado laico, democrático y socialista desde el que telescopios de todos los colores puedan dirigir sus ojos hacia un cielo despejado de drones, helicópteros y F-16.
Es muy emocionante leer la carta que Jean-Moise Braitberg, nieto de una víctima del Holocausto, dirige al presidente de Israel: «Al conservar en el Memorial de Yad Vashem, en el corazón del Estado judío, el nombre de mis parientes, vuestro Estado tiene prisionera mi memoria familiar tras las alambradas de púa del sionismo para que sean rehenes de una así llamada autoridad moral que comete cada día la abominación que es la negación de justicia. Por lo tanto, le ruego que retire el nombre de mi abuelo del santuario dedicado a la crueldad cometida contra los judíos para que no siga justificando la cometida contra los palestinos». Otros judíos -como Michael Neumann y Osha Neumann- han hecho después la misma petición. Es muy emocionante también leer el comunicado firmado el 7 de enero de 2009 por Jews in Solidarity with Palestine: «Apelamos al pueblo judío del mundo entero, incluidos aquellos que viven in Israel, a que se unan con nosotros para reivindicar esta herencia: el rechazo del racismo y del genocidio; el rechazo al Estado sionista, cuya esencia misma es el racismo; el abrazo a nuestros hermanos y hermanas palestinos; la defensa de su justa lucha para que la tierra robada le sea devuelta y puedan construir una Palestina libre».
Es muy emocionante leer la carta fundacional del IJAN (International Jewish Antizionist Network), donde cientos de judíos antisionistas declaran su compromiso con «el desmantelamiento del apartheid israelí, el retorno de los refugiados palestinos, y el fin de la colonización israelí de la Palestina histórica».
Y es muy emocionante también sumarse a la indignación del activista judío Michael Warschawski, del Alternative Information Center, quien se dirigía así el 18 de enero a Barak, Olmert y Livni: «Junto a decenas de miles de otros judíos, desde Canadá a Gran Bretaña, desde Australia a Alemania, os lo estamos avisando: no oséis hablar en nuestros nombres, porque correremos tras vosotros, incluso si fuera necesario, hasta el infierno de los criminales de guerra, y os empalagaréis las palabras en vuestras gargantas hasta que pidáis perdón por habernos mezclado con vuestros crímenes. Nosotros, y no vosotros, somos los hijos de Mala Zimetbaum y Marek Edelman, de Mordechai Anilevicz y Stephane Hessel, y estamos transmitiendo su mensaje a la humanidad para custodia en las manos de los combatientes de la resistencia en Gaza: «Estamos luchando por nuestra libertad y por la vuestra, por nuestra dignidad humana social y nacional y por la vuestra» (llamamiento del gueto de Varsovia al mundo, Pascua 1943)».
Y es sobre todo muy emocionante -claro- comprobar que el pueblo palestino, que no puede ver las estrellas, cuyos niños desean a veces la muerte, empujado una y otra vez al borde del abismo, subvierte sin embargo todas las lógicas -psicológicas, políticas, antropológicas- y sigue resistiendo con la dignidad de un telescopio apuntado hacia el cielo a fin de recordarnos que la única solución para los problemas del mundo -en Palestina, sí, y en Iraq y en Afganistán y en Colombia y en EEUU- es introducir en él un poco -al menos un poco- de justicia.