El último consejo de ministros del año acaba de fijar el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en 624 euros mensuales. Una más que discretísima cuantía que ha suscitado las críticas de turno. De un lado, los sindicatos, entonando su ritual jaculatoria de que el aumento es insuficiente, aunque no es previsible que éstos se enfrenten al […]
El último consejo de ministros del año acaba de fijar el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en 624 euros mensuales. Una más que discretísima cuantía que ha suscitado las críticas de turno. De un lado, los sindicatos, entonando su ritual jaculatoria de que el aumento es insuficiente, aunque no es previsible que éstos se enfrenten al Gobierno por tan poca cosa. De otro lado, los apocalípticos de turno, léase propagandistas de la fe neoliberal, que sostienen que un trabajador que esté cobrando el SMI corre el riesgo de ser despedido si aumenta la cuantía del ingreso.
¿De verdad alguien en su sano juicio puede pensar que un patrón vaya a despedir a su empleado por pagarle 24 euros más al mes? Es posible que el patrón que tenga un asalariado en estas circunstancias se lo pensara dos veces en caso de que el gobierno doblara la cuantía del SMI. Pero cuando lo aumenta en un 4%, porcentaje inferior a lo que van a subir, por ejemplo, las tarifas del transporte madrileño, neoliberalmente gestionado, los lamentos son lágrimas de cocodrilo. Y que conste que doblar el SMI no es ninguna locura: su cuantía es de 1.293 euros en Irlanda, y cifras de ese orden se pagan en Holanda, Reino Unido, Bélgica y Francia en concepto de remuneración mínima.
Casi todos los países miembros de la OCDE tienen establecido algún tipo de salario mínimo cuya cuantía es fijada por el gobierno. La Carta Social Europea recomienda que el importe de esta retribución mínima se sitúe en torno al 60% del salario medio. También en este aspecto España se encuentra a la cola de Europa, como reflejan los datos de Eurostat, la oficina estadística comunitaria.
Una de las promesas electorales que el Rodríguez Zapatero cumplió en su primer mandato fue la de aumentar progresivamente la cuantía del SMI hasta situarlo en 600 euros mensuales en 2008. Cifra que todavía se halla muy lejos de las pautas marcadas por la Carta Social Europea, aprobada por el Parlamento Europeo, que exige que el SMI se sitúe en el 60% del salario medio. Lo que significaría que en España ese suelo mínimo salarial debería ser de 960 euros.
Por sí mismo, un salario mínimo situado en niveles muy bajos tiene una importancia relativa, ya que, salvo para trabajos de bajísima cualificación, nadie acepta un empleo en esas condiciones. En el caso español, la oficina de Eurostat calcula que tan sólo el 0,6% de la población laboral percibe el SMI: unas 130.000 personas, según datos de la Seguridad Social. Por otro lado, este tope mínimo afecta a aquellos convenios colectivos que utilizan el SMI como referencia para diferentes conceptos. El Ministerio de Trabajo calcula que hasta un 5% de los asalariados (alrededor de 800.000 personas) se ven afectados por la subida de esa renta mínima.
Por otro lado, hay empleados que ni siquiera alcanzan la retribución del SMI, sencillamente porque tienen empleos de duración inferior a la jornada normal. Según el sindicato Comisiones Obreras, en mayo de 2008, había en la comunidad de Madrid 704.184 trabajadores cobrando menos del salario mínimo. Entre las profesiones que reúnen estas condiciones destacan los cuidadores de ancianos o niños, reponedores de grandes superficies, teleoperadores, cajeros, camareros y empleadas de hogar, pero también periodistas, informáticos, diseñadores, profesores o becarios. Se trada de empleados que trabajan por horas, a tiempo parcial, con jornadas reducidas y sin horario laboral definido. Los afectados tampoco disponen de convenio colectivo, tienen contratos basura, están subcontratados o al servicio de empresas de trabajo temporal.
La verdadera importancia del salario mínimo consiste en que constituye una referencia moral, política e incluso psicológica para el resto de prestaciones del sistema de protección social. Por ejemplo, existe un consenso generalizado sobre la idea de que, para no desincentivar el trabajo, las prestaciones de auxilio a la pobreza y el subsidio por desempleo deben ser inferiores a un salario normal. Es obvio que cuando se toma como referencia un índice tan bajo con el SMI español, las prestaciones «no desincentivadoras» habrán de ser necesariamente de miseria. Por lo que no es extraño que sus cuantías se sitúen por debajo del umbral de pobreza.