«La mayor probabilidad que tenemos de evitar un gran desastre puede venir más de la magia que de la ciencia. Si hubiera un cambio repentino y global en nuestros hábitos y en la forma de pensar.» (Douglas Rushkoff: entrevista en El País del 30-9-23)
«La industria invisible que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato». Así se subtitula el libro de la periodista y escritora británica Rose George, Noventa por ciento de todo, publicado hace una década. Es un libro dedicado por completo al mundo del transporte marítimo, a través del cual nos llega casi todo lo que consumimos. Es una de las señas de identidad de la globalización que se hizo evidente cuando la pandemia e inmediatamente después: la deslocalización de los centros de producción. Cuando más necesitábamos mascarillas resulta que no las teníamos ni las podíamos producir porque se fabricaban en otros sititos bien lejos de nuestras sofisticadas ciudades europeas.
Escribí sobre ello hace menos de dos años cuando comenzó el ascenso de precios que nos colocó en esta dañina fase inflacionaria que aún no ha terminado, supuestamente provocada por la escasez de la oferta y el encarecimiento de las materias primas y las energías. Hoy, después de un par de años de tozuda inflación, tenemos razones para sospechar que la subida de precios obedece a factores que no figuran en el catálogo del catecismo de la teoría económica neoclásica, canon (aún) vigente de la política económica ortodoxa. Lo demuestra el hecho de que recientemente Carrefour ha decidido vetar en los lineales de sus centros de venta los productos de la multinacional PepsiCo, a la que acusa de un alza desproporcionada e injustificada de sus precios.
¿Cómo lo llaman algunos de estos críticos aguafiestas? Capitalismo fósil. Porque hoy más que nunca, y a pesar de la propaganda para convencernos de que transitamos por un proceso de transición energética, tenemos necesidad de esos fósiles cocinados a fuego lento por la Pachamama, la Madre Tierra, que unos pocos explotan y nos venden con la prepotencia de los oligopolios; de ellos dependemos sin remedio, insertos como nos hallamos en estructuras económicas que fijan nuestro comportamiento (es el origen de la rebelión en Francia de los «chalecos amarillos»). Esto es a lo que llaman libertad (pero ese es otro asunto).
En el artículo que publiqué en este mismo medio puse la atención sobre esa total dependencia del transporte marítimo. Algo de lo que me temo que no son conscientes la mayoría de los consumidores a quienes les basta con ver la abundancia con la que nos regalan los espléndidos lineales de nuestros supermercados. Lo titulé Los que transportan (o el lado oscuro de la abundancia). Ahora es el momento de insistir en ello, de darle otra vuelta para destacar otros aspectos que conforman el complejo mundo del que todos y cada uno somos partícipes, y que está sujeto en gran medida a una dinámica que escapa a nuestra voluntad. Es el momento porque unas diminutas bolitas de plástico a las que llaman pellets inundan las costas de buena parte de Galicia como consecuencia del vertido proveniente de uno de esos mastodontes que surcan los mares transportando cantidades ingentes de contenedores que nos traen todo eso que nuestro voraz deseo, convertido en algo natural por nuestra condición radical de consumidores, exige y sin lo cual ya no somos capaces de concebir nuestras vidas.
Desde el punto de vista ecológico –advertía en ese artículo– los efectos de la navegación son terroríficos. Son miles de barcos navegando todos los días repletos de contenedores. Un buque gigante puede emitir tanta contaminación a la atmósfera como una planta de energía eléctrica a base de carbón. Contaminan más que Alemania entera. Queman combustible búnker (del nombre del lugar donde se almacenaba el carbón de los antiguos barcos). Es el más barato, pero también el más sucio. Es tan espeso que es posible andar sobre él cuando se halla a temperatura ambiente. Quemar combustible búnker libera a la atmósfera gases y hollín, incluido dióxido de carbono, compuestos orgánicos volátiles, dióxido de azufre, carbón negro y partículas de materia orgánica. Y con todo, transportar un contenedor por vía marítima resulta más ecológico que hacerlo en avión o camión; los barcos producen 11 gramos de CO2 por tonelada y milla (1,60 kim), una décima parte de lo producido por los camiones. La Organización Marítima Internacional considera los transportes marítimos «productores relativamente pequeños de emisiones a la atmósfera». Ahora bien –como destaca la citada Rose George en su libro– así sería si la industria no fuera tan enorme. No puede ser benigna en modo alguno porque es demasiada. Emite un billón de toneladas de anhídrido carbónico al año, cerca del 4 por ciento de gases de efecto invernadero y más que todo el transporte aéreo y rodado juntos. En 2009 se calculaba que los quince barcos más grandes podían emitir tanto como 760 millones de coches. Y la circulación de estos buques no ha hecho más que crecer desde entonces.
En lo que respecta a la contaminación acuática, ciertamente existen normas que regulan los vertidos por ejemplo de aguas residuales, sólo permitidos más allá de las doce millas, lo que no está mal cuando se trata de embarcaciones con poco personal; pero estas mismas normas se aplican a cruceros que pueden transportar a seis mil personas. Todos sus desechos en forma de aguas residuales van a parar al mar coadyuvando a la nitrificación de los océanos. El resultado es el incremento incesante del ya elevado número de zonas muertas, las cuales aparecen como consecuencia de que los nutrientes excesivos presentes en las aguas residuales y en las escorrentías de la agricultura (recuérdese la masiva muerte de peces en el Mar Menor no hace mucho) han vampirizado el oxígeno del agua creando zonas anóxicas donde los peces y otras formas de vida ya no pueden habitar. En su libro Rose George nos da el dato de que en 2003 había 146 zonas muertas; 400 en 2008. En la misma revista Science de donde ella tomó esos números se publicó un estudio en 2018 donde se mostraba que el tamaño de las zonas muertas en aguas abiertas del océano se ha cuadruplicado desde mediados del siglo XX, mientras que las zonas con muy poco oxígeno cerca de las costas se han multiplicado por diez. En una rápida consulta en internet me he topado con la cifra de 550 zonas muertas contabilizadas en 2018.
He aquí algunas de las externalidades negativas en el ámbito ecológico de un paradigma económico que incluye como ingrediente natural en su funcionamiento que la actividad que para algunos supone una fuente enorme de ganancias arroje unas consecuencias dañinas que ha de afrontar la sociedad en su conjunto sin mayores inconvenientes para sus principales beneficiarios. Este y no otro es el caso de las bolitas de plástico depositadas ahora a toneladas en las orillas sobre todo de las costas gallegas (a estas alturas afectan ya al litoral cantábrico e incluso a lugares de Francia). En estos días son los voluntarios y los organismos públicos con los medios sufragados con los impuestos de la ciudadanía los que hacen frente a las consecuencias de un accidente que tiene su responsable diluido en el entramado abstracto de un poder económico y político que rara vez da la cara cuando se trata de asumir la responsabilidad por el deterioro del bien común.
La historia se repite. El fantasma del Prestige, el petrolero que se partió hace veinte años causando un desastre ecológico de magnitud sin precedentes con el vertido de veinte mil toneladas de petróleo al agua, se nos aparece en todo su horror. Una prueba de lo que acabo de decir sobre la impunidad con la que se zanjan estos atentados contra la naturaleza. El único arrestado fue su capitán, un griego de 67 años de edad, Apostolos Mangouras, que fue encarcelado durante 83 días a pesar de haber suplicado a las autoridades españolas que le fuera concedido un puerto de refugio. La gestión de la crisis estuvo a cargo de políticos del Partido Popular que, desgraciadamente, optaron por enviar el petrolero más lejos mar adentro en medio de un fuerte temporal («al quinto pino», según parece que dijo Francisco Álvarez-Cascos entonces ministro de Fomento, que aprovechó para irse de cacería en aquella conveniente coyuntura). «Esa era la peor alternativa –declaró Mangouras en el juicio años después–. Nos enviaron en un ataúd flotante… para que nos ahogáramos». El del Prestige es un ejemplo también de otra categoría económica –asociada por cierto a la anteriormente aplicada de externalidad– del máximo interés: la de riesgo moral. El riesgo moral acompaña al comportamiento de quien no sufre las consecuencias negativas de sus decisiones, que sí que pueden resultar en externalidades negativas sobre otros. El riesgo moral estuvo presente, y de qué manera, en la concatenación de decisiones de índole no sólo financiera sino también política que nos llevaron de hoz y coz a la hecatombe económica de 2008, por la que –hablando en plata– pagamos justos por pecadores, mientras que los principales culpables, en su mayoría, se fueron de rositas.
Pero y nosotros, los que sufrimos las consecuencias en forma de merma de nuestra calidad de vida a causa del deterioro medioambiental, en particular de la progresiva degradación de elementos tan fundamentales para la vida de cualquier especie animal –también la nuestra– como el aire y el agua, ¿por qué no reaccionamos con la contundencia que merece? ¿Por qué no ejercemos la cuota de poder que nos concede la ciudadanía democrática y luchamos contra esa perversa impunidad?
Me viene a la memoria el recuerdo de aquellos mapas de mi época escolar. Los mapas mudos eran representaciones en hojas de papel de porciones del globo terráqueo que servían de recurso didáctico para que los niños, que entonces no contábamos con las maravillas tecnológicas de la era digital, aprendiéramos la geografía que nos enseñaban en el colegio. Venían por así decir sin etiquetar, sin los nombres de los ríos, de las montañas, de los mares y océanos. Estos eran los mapas físicos. Trabajábamos también con otros, que eran los mapas mudos políticos, en los que había que identificar las ciudades, las regiones y los países con sus fronteras. A juzgar por las movilizaciones ciudadanas que suscitan unas causas y otras se ve que a la ciudadanía española le preocupa más qué trastornos puede sufrir el etiquetaje del mapa político que lo que sucede con los cambios del mapa físico. La ruptura de España, que tanto poder de movilización tiene tanto de palabra como de obra, pero que por más que se da por inminentemente consumada, no se traduce en ningún hecho realmente perceptible, no corresponde ciertamente al mapa físico, sino al político. A mí, sin embargo, me preocupa infinitamente más la degradación de la España física, la que sufre una sequía que ya dura demasiado tiempo, la que padece la polución de su atmósfera, la que aguanta que sus ciudades más hermosas se transformen en mercancías y no en lugares de cuidado para sus habitantes, la que pierde ese frágil equilibrio entre el campo y la ciudad necesario para mantener entornos de convivencia humanos, la que se muestra inerme ante la contaminación de sus aguas.
No deja de ser paradójico que esa industria del transporte marítimo, sin la que es imposible el funcionamiento del capitalismo global, consistente en la permanente circulación a través de los océanos de miles y miles de barcos de dimensiones ciclópeas, sea como señala Rose George una «industria invisible»; y, sin embargo, sus evidencias están ahí al alcance de cualquiera: las siluetas recortadas en el horizonte marino de esos buques opacos a contraluz y respecto de lo que transportan, los mastodónticos camiones cargados de contenedores multicolor con los que nos cruzamos a diario en las carreteras, ¿acaso no sabemos de dónde vienen y cómo han llegado hasta nosotros?
En esto, como ocurre con tantas otras cosas de este mundo que hemos creado, incurrimos en un caso de negación de la realidad. El economista francés Roland Bérnabou, actualmente profesor en Princeton, ha subrayado en sus trabajos el carácter contagioso de la ceguera colectiva. En numerosos estudios empíricos se pone en evidencia un tratamiento asimétrico de las buenas y las malas noticias, por no decir una aversión a priori,hacia la información. Las personas, empujadas por sus emociones, pueden preferir ignorar los riesgos reales a los que se enfrentan, aunque sea al precio de tomar malas decisiones. La memoria y la atención humanas son maleables y limitadas, lo que posibilita la revisión errónea de las creencias: racionalización a posteriori, codificación y olvido selectivo de los indicios percibidos, etcétera. De todo ello tuvimos una buena ración durante la pandemia. Quien no la haya visto puede disfrutar de la película Don´t look up, que nos ofrece un relato cargado de humor satírico tan divertido como escalofriante que expone esa irracional condición del ser humano.
Yo me crié en un pueblo de la costa malagueña desde el que se divisa el peñón de Gibraltar. Cuando iba a la playa en aquellas tardes de verano de mi infancia raro era el día que no veía recortada en el horizonte la imponente silueta de uno de esos buques metálicos que surcaban el Estrecho henchida su panza de petróleo camino del puerto de Algeciras. Y rara era la tarde que mis pies no terminaban manchados de una brea negra azabache, densa y pegajosa, que solía aparecer depositada en la orilla en forma de galletas de diverso tamaño. Mi madre precavidamente acostumbraba a llevar una botellita con aguarrás para aplicarlo mediante un trapo y así eliminarlas. Entonces no lo sabía, pero eran las externalidades negativas de esa industria invisible que ahora vuelve a hacerse contundentemente visible mediante los millones de bolitas de plástico que inundan las playas de Galicia. Sería estúpido negar la evidencia, sobre todo por parte de las autoridades que tienen la responsabilidad de afrontarla en primer lugar.
Esas minúsculas bolitas de plástico son otro aviso más, de muchos ya; en este caso particular es de aplicación lo que escribiera el filósofo inglés John Gray en su libro de finales del siglo pasado titulado Falso amanecer: los engaños del capitalismo global: «se necesitan unas instituciones estatales eficaces para controlar el impacto que los seres humanos ejercen sobre el medio ambiente natural y para limitar la explotación de los recursos naturales en función de intereses irresponsables». En los países democráticos como el nuestro somos los ciudadanos los que debemos exigir esas instituciones y velar por que funcionen eficazmente.
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