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Pepe Biondi y el laberinto de derechos

Fuentes: Derecho a Leer

  Pepe Biondi fue vanagloriado por el público que hizo reír a carcajadas durante casi toda la década del ’60, y luego ignorado por los mismos canales que le abrieron las puertas en sus épocas de gloria. Condenado al ostracismo televisivo, la situación no pudo menos que agravarse debido a la disputa por la nada […]

 

Pepe Biondi fue vanagloriado por el público que hizo reír a carcajadas durante casi toda la década del ’60, y luego ignorado por los mismos canales que le abrieron las puertas en sus épocas de gloria. Condenado al ostracismo televisivo, la situación no pudo menos que agravarse debido a la disputa por la nada despreciable suma de 3.800.000 de pesos que mantienen Margarita Biondi, su hija, con el Canal Volver, en un juicio que ya lleva años. Así es como Pepe Biondi, un representante de la cultura argentina, terminó encerrado entre marañas legales y latas de fílmico, con un seguro riesgo de perderse para siempre, si no fuera porque en esa tierra donde «todo vale», que es YouTube, alguien se encargó de levantar una buena cantidad de todos sus videos. Dos actores privados, por un conflicto entre privados, pueden decidir de esa forma sobre lo que el público puede o no puede ver. En teoría, tal como anunciaba la nota de Pablo Sirvén, la SAGAI se había propuesto «ordenar» ese mar de derechos para arreglar «los conflictos» entre Biondi y Volver. El problema es que la teoría siempre dista de la práctica, y la SAGAI sólo viene a ser la piedra en el zapato que agrega nuevos derechos[1] allí donde sólo debía haber obligaciones: el derecho a la imagen del actor. Un eufemismo para decir: un nuevo monopolio privado que permite fijar restricciones y ponerle candados a la obra.

Los famosos derechos conexos terminan cubriendo a los programas de televisión de innumerables capas de «derechos»: si hay música, concurren los derechos de 1) los músicos, 2) los intérpretes de la música, 3) los fonogramas y si, el letrista fue diferente del músico, también aparecen 4) los derechos del letrista. Luego le corresponden 5) derechos al actor, gracias a la genial idea que fue la SAGAI, que creó un derecho que ni siquiera Estados Unidos está dispuesto a reconocerle a sus actores[2]. Por si fuera poco, luego aparecen 6) los derechos sobre el guión, sobre 7) la edición y sobre 8) las imágenes. Como se ve, un largo camino de derechos donde es muy difícil reconocer quién fue el autor de qué cosa en cada momento. Por eso, la escuelita del Copyright de YouTube provoca el efecto contrario al que pretende: primero da paso a la risa, y luego simplemente refuerza el sentimiento positivo de que, en efecto, lo que está mal son las leyes, no las prácticas.

Nuestro pobre amiguito Russell está tan perdido en el laberinto de derechos como Pepe Biondi: más que capas de cebolla, son barrotes de hierro que se van agregando de modo simultáneo y superpuesto sobre los bienes culturales. Sin embargo, nuestra diosa latinoamericana Shakira, nos proveyó de la solución más rápida y viable para solucionar problemas de derechos: Shakira compró así los derechos de una telenovela de juventud para impedir que se difunda por cable. La telenovela, llamada «Oasis», tiene temas musicales de su autoría y más de 2.000.000 de reproducciones en YouTube. Allí se ve a una Shakira cándida que ni con todo el dinero del mundo puede detener la inmensa masa de videos de YouTube que muestran aquel desliz de juventud.

El problema sería en algún caso una nostalgia evocativa: sentir lástima por no poder ver a Biondi; sentir ridículo por la escuelita de Russell o reírse de los esmerados pero vanos esfuerzos de Shakira.

Sin embargo, está reconocido en numerosos documentos internacionales que todos los pueblos tienen derecho a tener una cultura, un pasado, una historia. Debatir sobre si la telenovela Oasis es cultura es tan fútil como innecesario: el valor cultural es una asignación colectiva, de las personas, que no debe ser dejada a los mercados, aunque haya sido el mercado quien definió eso durante los últimos 200 años. Los medios de comunicación fueron los agentes que moldearon, tradujeron, reprodujeron, transformaron y deformaron el discurso público. Esto fue posible porque fueron los medios quienes tuvieron siempre en sus manos la posesión de herramientas para controlar tanto las condiciones de circulación de los discursos como los medios a través de los cuales circularán.

La visión distópica de este principio de circulación fue magistralmente narrada por George Orwell con su neolengua en la novela 1984, quien ya en aquel entonces previó que la mejor forma de controlar a una población era limitar su lenguaje, sus capacidades expresivas; borrar sus imágenes, cambiar su historia o reprimir directamente la circulación de cultura.

Fue así como las industrias culturales nos indicaron qué debía gustarnos y qué no, y qué podía ser considerado cultura y qué no. Esta pelea fue casi siempre silenciosa, lenta, desigual y no siempre se produjo de forma lineal. Ahora, todos tenemos en nuestras manos herramientas para recuperar el espacio público que el mercado cerró al disfrute común: la cultura.

La historia del jazz es el resumen perfecto de ciertas industrias, como las discográficas: escondieron sus orígenes esclavos; porque eran negros y no merecían mejor trato les pagaron con una botella de bourbon; luego, años más tarde, hicieron del jazz un gusto de las élites blancas de New Jersey, y a esos blancos que sí podían pagarlo, les cobraron el precio. Como lo dijo el presidente de la MPAA (Motion Picture Association of America) que estuvo de visita por Brasil el mes pasado para presionar al nuevo gobierno para que se tiren a la basura los ochos años de gobierno de Lula, a las grandes industrias no les interesa democratizar la cultura.

Estos dos ejemplos de Biondi y Shakira muestran que no puede haber equilibrio posible en esta batalla entre los privilegios de unos pocos y los derechos de muchos. En efecto, nadie le pidió a la MPAA que democratice la cultura: la cultura siempre estuvo democratizada, siempre fue un patrimonio común de los pueblos, por algo a pesar del acceso gratuito las editoriales nunca pudieron cerrar bibliotecas. Esta batalla no es para avanzar sobre los dominios de la industria y sus negocios: es simplemente para impedir que la MPAA y sus negocios invadan un territorio colectivo preexistente, para llenarlo de grilletes digitales y atropellos legales, que le prohíban al resto de la humanidad continuar con sus prácticas de siempre, que desde tiempos inmemoriales socializaron el patrimonio cultural.

[1] El derecho de los actores ya estaba presente en la ley 11.723. Fue ratificado en un decreto de 1973, pero nunca se lo pudo ejercer efectivamente. Recién en el 2006, mediante el decreto 1914/06 de Néstor Kirchner, pudo conformarse la SAGAI.

[2] Estos temas están dentro de la Organización Mundial del Comercio gracias al acuerdo ADPIC (Aspectos de la Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio). En ADPIC hay una cláusula específica llamada «trato nacional», en los arts. de 3 a 5, que expresamente prohíben la discriminación entre los nacionales de un determinado Miembro y los nacionales de los demás Miembros. Esto quiere decir, en criollo, que todos los extranjeros deben recibir los mismos privilegios que reciben los nacionales del país donde está dispuesta la medida. En el caso de la SAGAI, en concreto, lo que quiere decir es que si Argentina les reconoció derechos a los actores nacionales y está cobrando por ellos, los actores extranjeros también tienen derecho y deben cobrar las remesas de lo que recauda la SAGAI. Lo que, en pocas palabras, quiere decir que la SAGAI va a empezar a cobrar plata para pagarle a Jennifer Aniston por cada una de sus apariciones en Warner Channel.

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