Los hechos violentos en Lago Puelo reinstalaron el debate sobre el impacto ambiental de las actividades económicas. En este artículo, el economista Claudio Scaletta sostiene que los grupos ecologistas extremos se oponen a todas las actividades que generan divisas, que son esenciales para impulsar el crecimiento y enfrentar la pobreza, y que por lo tanto difícilmente puedan ser calificados como “progresistas”.
Con una amplia difusión mediática, estas corrientes se inspiran en la idea del “decrecimiento” importada acríticamente de los países de Europa, que ya explotaron sus recursos naturales y completaron su ciclo industrial. Para desarrollarse, Argentina necesita más agricultura, más hidrocarburos y más minería.
Los recientes hechos violentos desencadenados por una minoría intensa en la comarca andina chubutense contra un vehículo que trasladaba al Presidente de la Nación trajeron nuevamente a la escena nacional a los movimientos antiminería. La acción directa de estos grupos es por ahora solo violencia desorganizada y focalizada. Un accionar justificado en la autoridad moral de defender una presunta causa justa que, sin embargo, puede también incendiar una legislatura provincial, como ocurrió hace dos años en Chubut. O las viviendas de legisladores, como sucedió hace apenas unas pocas semanas en la misma provincia.
Sin embargo, el foquismo de Lago Puelo resulta de interés por otro dato, en general poco analizado: la capacidad de estos movimientos ecologistas extremos de propagar información falsa entre periodistas que pueden agruparse bajo el amplio y difuso paraguas del progresismo. Es como si estos grupos supiesen qué cuerdas tocar para despertar la sensibilidad de este sector ideológico, dato que demanda ser desentrañado.
En los hechos de Chubut la noticia falsa se propaló inmediatamente después de los actos de violencia contra el Presidente. Desde la cuenta de Twitter “No a la mina Esquel” se difundieron las imágenes de los manifestantes echando a un vehículo gris en el que se encontrarían los “infiltrados” que habrían arrojado las piedras. Sólo chequeando la patente, que se habría dejado torpemente visible, se “descubrió” que dicho vehículo pertenecía a las fuerzas de seguridad provinciales que efectivamente acompañaron la seguridad presidencial, lo que dio lugar a todo tipo de elucubraciones conspirativas. El detalle fue que las filmaciones mostraron que los mismos que apedrearon al Presidente fueron quienes forzaron la salida del vehículo. Pero la noticia falsa ya se había reproducido en las redes sociales y en todos los medios de comunicación, especialmente en los más progresistas.
Interesa destacar este éxito de comunicación no cómo anécdota sino como una muestra de la permeabilidad social de este ecologismo. El punto en común con las visiones progresistas se encuentra en que los enemigos elegidos por los ambientalistas son precisamente todos los “malos” del capitalismo: las empresas “mega” mineras, los “grandes” terratenientes promotores del “agronegocio” y fumigadores de escuelas con “agrotóxicos”, así como las “grandes” firmas petroleras que persiguen envenenar territorios a través de la proliferación de las fracturas hidráulicas, el demonizado fracking. Con algo menos de consenso, aunque con similar éxito en la estigmatización, el ambientalismo sectario también incluye entre sus adversarios a la energía nuclear y, en tiempos más recientes, a la producción de cerdos en “mega” granjas para la exportación a China, movida que representó una extraña cruza entre veganismo e intereses geopolíticos anti-chinos. No es de extrañar que con esta proliferación de enemigos comunes y un halo de presunta causa justa, este ecologismo haya sido abrazado también por el trotskismo local, que por momentos parece haber subsumido la lucha de clases en la problemática ambiental.
Ecologismo y capitalismo periférico
Las abundantes comillas utilizadas en el párrafo precedente no persiguen un objetivo irónico, sino que buscan destacar la construcción de discurso: “mega” mineras, “grandes” petroleras, “mega” granjas, “grandes” terratenientes, agro “negocio”, agro “tóxicos”. El lector notará que la acumulación de sectores involucrados en el debate hace que la respuesta completa a estas acusaciones exceda la extensión de un breve artículo, pues el análisis supondría abordar en detalle cada uno de los procesos productivos de estos circuitos. Pero lo que se busca destacar es que el lenguaje utilizado permite identificar de manera rápida al enemigo común y general de estas corrientes ambientalistas: la producción a escala y la técnica aplicadas para lograr un aumento de la productividad y la competitividad. O dicho de manera menos técnica: “lo pequeño y artesanal es hermoso”, y lo “grande y tecnológico es horrible”, volteada en la que caen desde la producción de energía y metales hasta la agricultura moderna.
No es casual que los ambientalistas ataquen el concepto de productividad, al que rotulan como “economicista”, o que justifiquen el subdesarrollo que acompañaría al prohibicionismo de actividades sacando de la galera conceptos como “extractivismo” o “maldesarrollo”. Esto los conduce a una mezcla permanente entre, por un lado, las consecuencias negativas del modo de producción capitalista imperante en todo el planeta, “dependiente” para el caso de las economías que no se encuentran en la vanguardia del desarrollo; y, por otro, el supuestamente irreparable e inevitable daño ambiental que provocarían las principales actividades económicas de la economía local: el agro y la energía, así como las actividades con mayor potencial a mediano plazo, como la minería y la producción de carnes.
Los grupos ambientalistas extremos rechazan de manera abierta, taxativa –es decir lo dicen– cuestiones tan básicas como la necesidad del crecimiento económico, el aumento de la productividad y el imperativo de incrementar las exportaciones para lograr una mayor inclusión social (extrañamente también lo hacen algunos ecologistas que se reclaman también marxistas, olvidando que pocos teóricos en la historia abogaron más por el “desarrollo de las fuerzas productivas” que el propio Marx). Frente a estos planteos, la sensación de casi cualquier economista, ortodoxo o heterodoxo, se parece a la del científico frente a los defensores del dióxido de cloro: ese sentimiento de pesadumbre que suele provocar tener que explicar los conceptos más elementales y evidentes, que se suponía todos daban por descontados, partiendo de cero. ¿En serio hay que explicar que la productividad importa, que crecer es bueno y que se necesita exportar para incluir?
Ecologismo y neomaltusianismo
¿De dónde surge la idea de que el crecimiento económico no importa? De los países centrales, más precisamente de Europa, de las corrientes neomaltusianas que se encuentran en el surgimiento mismo del pensamiento ecologista contemporáneo. Para estas corrientes, el uso intensivo de los recursos naturales finitos del planeta que practica el capitalismo dominante estaría llegando a una situación de agotamiento y potencial colapso, lo que, junto al concomitante crecimiento exponencial de la población, constituye un desafío real para las próximas décadas.
En la historia del capitalismo estos desafíos siempre fueron resueltos mediante las revoluciones tecnológicas. Las predicciones apocalípticas de Thomas Malthus, por caso, fueron conjuradas por la revolución verde: fertilizantes, fitosanitarios y más recientemente transgénesis, eso que el ambientalismo llama con singular éxito de difusión “agrotóxicos” y “agronegocios”, como si el capitalismo agrario fuese una especificidad. Sin embargo, y a pesar de la experiencia histórica, la solución propuesta por el ecologismo frente a esta realidad es ni más ni menos que frenar la producción y el consumo.
Vistas desde un país como Argentina, situado en la periferia del capitalismo, estas ideas del “decrecimiento” creadas en sociedades satisfechas como las europeas, que ya realizaron su revolución industrial y explotaron todos sus recursos naturales disponibles, no pueden considerarse más que coloniales. Extrapolar esta visión a países como el nuestro, donde cuatro de cada diez personas son pobres y que además posee abundantes recursos naturales disponibles y sin explotar, linda directamente el absurdo económico. Lo que tienen que hacer economías como la argentina es todo lo contrario a lo que se sugiere desde las economías desarrolladas: maximizar la explotación de sus recursos naturales y aumentar su productividad y sus exportaciones para poder crecer y expandir el consumo de las mayorías.
Por supuesto que el aprovechamiento de los recursos naturales debe hacerse respetando el cuidado ambiental, pero semejante aclaración supone aceptar la lógica binaria que proponen estas corrientes ecologistas extremas. La advertencia de cuidar el medio ambiente se descuenta. La dicotomía entre ambientalismo y desarrollo es falsa. No se trata de encontrar puntos en común. Mientras el ambientalismo se opone directamente a determinadas actividades, el desarrollo presupone el cuidado ambiental. No existe nada más antiecológico que la pobreza. Los grandes colapsos ambientales de la historia se produjeron siempre en países pobres, no en los más ricos.
El cuidado ambiental es también un aprendizaje, como lo demuestran las experiencias de las provincias mineras y petroleras, que fueron mejorando progresivamente sus herramientas de control. ¿Falta? Por supuesto, pero quienes sostienen que el Estado local es incapaz de desarrollar esta vigilancia son los mismos que albergan un profundo sentimiento anti Estado.
Ecologismo y macroeconomía
La propuesta del ecologismo extremo es directamente abandonar las actividades con potencial riesgo ambiental. Esta demanda está presente en cada una de sus intervenciones públicas. No advierten sobre los riesgos ambientales y la necesidad de una correcta vigilancia, sino que resumen sus propuestas en consignas como “No es no” o en calificativos erróneos como “agrotóxicos”.
En términos de la economía como un todo, cabe preguntarse entonces cual sería el paso que sigue a este prohibicionismo. ¿No exportar alimentos? ¿Producir sólo para el autoconsumo? ¿Importar minerales y energía? ¿No usar minerales y disminuir el uso de la energía? El absurdo es total. Una vez más habrá que insistir: el principal problema macroeconómico de la economía local es la “restricción externa”, la escasez relativa de dólares que condiciona la velocidad del crecimiento. Dada su estructura productiva, cuando la economía argentina crece, las importaciones lo hacen mucho más rápido que las exportaciones, lo que redunda en una falta de dólares. La consecuencia de este proceso es un aumento del endeudamiento o los shocks devaluatorios, lo que a su vez genera inflación y pobreza.
Romper el círculo vicioso de la restricción externa es un imperativo. Los sectores que hoy generan dólares son el agro y potencialmente la energía. Frente a esta evidencia, los ecologistas extremos pretenden… la disminución de la productividad del agro, al que acusan de envenenar el medio ambiente con “agrotóxicos”. No abrimos aquí el análisis completo del circuito productivo agrario porque sería muy largo. Pero señalamos que, si la productividad del agro disminuye, se demandarían más tierras para producir la misma cantidad de alimentos; en otras palabras, deberían talarse más bosques. La producción convencional, que no usa semillas resistentes al “agrotóxico” glifosato, demanda más agroquímicos por hectárea que si se usa el paquete transgénico. De hecho, son estos menores costos por menor uso de agroquímicos los que determinan su elección por parte de los productores rurales. Y finalmente, si disminuye la productividad se pierde competitividad exportadora.
Un panorama similar se presenta con los hidrocarburos. Con la explotación convencional en baja, la alternativa para aumentar la producción, sustituir importaciones (y, si alcanza, exportar), es la producción no convencional, lo que supone el uso extendido de la fractura hidráulica, técnica a la que los ambientalistas se oponen.
Mirando hacia adelante, las actividades potenciales que permitirían aumentar las exportaciones y generar más dólares (necesarios, recordemos, para impulsar el crecimiento y mejorar las condiciones de vida) son la minería y la carne de cerdo, actividades que también son rechazadas por las corrientes ambientalistas extremas. Si se hiciese caso a estos grupos, el resultado sería un mayor estancamiento económico y la consolidación de la actual estructura productiva, es decir la continuidad de los actuales niveles de pobreza. Por eso las propuestas ambientalistas están muy lejos de ser progresistas. No se trata de un pensamiento de vanguardia respetuoso del “buen vivir” que busca salvar el planeta, sino de una ideología armónica con el orden económico global que consolida el statu quo. Sus propuestas suponen que la actual división internacional del trabajo permanezca intacta. No es casual que la usina y el financiamiento de las ONG que propagan estas ideas provenga de los países centrales. Dicho en los viejos términos, las corrientes sedicentes ecologistas representan una utopía reaccionaria funcional al imperialismo.
A modo de ejemplo pueden recordarse dos grandes logros parciales recientes del ambientalismo argentino. El primero: gracias al conflicto con Botnia y la decisión de mantener cortado un puente internacional durante dos años, todas las inversiones en papeleras que podrían haber ayudado a impulsar la industria forestal local se instalaron en Uruguay. A más de tres lustros del conflicto, la amenaza de la contaminación del agua sigue brillando por su ausencia. El segundo logro, con menos trascendencia nacional, fue la prohibición de explotar minas de uranio en Mendoza, lo que impidió la integración de la cadena nuclear. Argentina exporta reactores nucleares y produce agua pesada, pero debe importar las tortas de uranio.
Ecologismo y minería
Regresando al principio de esta nota, vale la pena detenerse en la cuestión minera. La pregunta más básica es probablemente la más ilógica y casi no valdría la pena realizarla: quiénes se oponen a la minería, ¿están dispuestos a abandonar el uso de los metales, es decir a regresar a un modo de vida anterior a la revolución neolítica? Cuando se hace esta pregunta, repetimos “ilógica”, se escuchan respuestas extrañas. Por ejemplo: que la oposición no es a la minería sino a la “mega” minería o a la minería “a cielo abierto”, dos cuestiones que no tienen nada que ver con el cuidado ambiental, sino que responden a las actuales necesidades de escala de la producción y a la distribución del material metalífero en los yacimientos. También se argumenta el uso del cianuro, un material bastante caro que se utiliza en la separación de los metales y que las mineras no tienen ningún interés en derrochar, amén de su rápida degradación.
Sin embargo, estos aspectos productivos no son los que explican los acontecimientos de Lago Puelo. La actual lucha antiminera en Chubut es por el proyecto Navidad, una explotación de plata, y en menor medida de cobre y plomo, con un lapso de vida estimado en alrededor de 20 años, que implicaría llevar infraestructura y servicios a un lugar donde actualmente no existen, inversión que obviamente no podría hacer, por ejemplo, una minera “pequeña”, que no sea “mega”. La pregunta que sí vale la pena hacer aquí es por qué la gente que tira piedras en Lago Puelo se opone a una explotación minera que se encuentra 200 km hacia el este, en medio de una meseta desolada y bien lejos de la comarca andina.
Cualquiera que se tome el trabajo de ver la geografía de la región de cerro Navidad, en el centro norte de la provincia, sabe que hoy no podría asentarse allí ninguna actividad económicamente sustentable. La infraestructura y los servicios que llevará el proyecto quizá permitan pensar en alternativas hacia el futuro, pero hoy las localidades más cercanas viven casi exclusivamente del empleo público y son los típicos pueblos que retroceden demográficamente.
Frente a esto, se contraargumentan los riesgos por el uso del agua. Se dice que podría verse afectado el abastecimiento de la cuenca del río Chubut. Esta afirmación es simplemente una falacia. Un simple mapa alcanzaría para ver la gran distancia que existe con la cuenca del Chubut. El agua que utilizará el proyecto es de perforación desde el acuífero de la cuenca de Sacanana, que no tiene ninguna conexión con la del Chubut. Esta cuenca posee reservas de agua subterránea de más de 3.000 hectómetros y anualmente le ingresan, según estudios hídricos encargados por la provincia, 250 hectómetros. Se estima que el proyecto Navidad usará anualmente 3 hectómetros en un circuito cerrado, lo que representa el 0,5 por ciento de los 600 hectómetros anuales que consume la agricultura chubutense. Estas proporciones del uso del agua entre la minería y la agricultura se repiten en todo el planeta. Muchos pobladores de la zona se ilusionan además con que las perforaciones sobre el acuífero de Sacanana puedan destinarse también a otros usos, como el agropecuario.
Cuando se exponen estos datos cuantitativos, los grupos ecologistas apelan a un último argumento: afirman que quienes explican el funcionamiento real de los procesos productivos están en realidad “a sueldo de las megamineras”, como si discutir con ellos nos convirtiera automáticamente en envenenadores en mercenarios.
Claudio Scaletta es economista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/piedras-contra-el-desarrollo/