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Pinochet visto por Juan de Mairena

Fuentes: Rebelión

« Ellos de declararon patriotas. / En los clubs se condecoraron   y fueron escribiendo la historia. / Los Parlamentos se llenaron   de pompa, repartieron / después la tierra, la ley,   las mejores calles, el aire / la Universidad, los zapatos»   (Pablo Neruda, otra víctima. De «Canto General»).   Augusto Pinochet ha […]

« Ellos de declararon patriotas. / En los clubs se condecoraron

 

y fueron escribiendo la historia. / Los Parlamentos se llenaron

 

de pompa, repartieron / después la tierra, la ley,

 

las mejores calles, el aire / la Universidad, los zapatos»

 
(Pablo Neruda, otra víctima. De «Canto General»).

 

Augusto Pinochet ha muerto en su cama, modo de fallecer que él negó a tantos y tantos durante su reinado (seguramente por caridad cristiana: acortando su estancia en este valle de lágrimas se vuelve antes a la casa del Padre y se disfruta de la cara de Dios durante más tiempo). Como en su día hicimos con el Centinela de Occidente en España, hemos matado al general de muerte natural. Y en un día muy simbólico, que el azar a veces es de lo más sarcástico: el Día en que se celebra el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, aquel papelucho del que muchos no oyeron (o no quisieron oír) hablar en su vida.

¿Qué puedo intentar contar que no sepamos, ya, a estas alturas? Me niego a contar nada, pero ahí queda todo, y que no se olvide: Villa Grimaldi, el Estadio Nacional, Víctor Jara, cuentas en Gibraltar-Miami-y tantos otros sitios, Letelier, el Palacio de la Moneda, tantas cosas…

No quiero contar nada: hoy quiero jugar a ser Juan de Mairena, y dirigirme a cada pesebre social para contarle alguna cosita en el oído.

A los partidarios del General poco tengo que decir, bastante gritan y gesticulan ellos, ya: de tanto enarbolar banderas de Chile y retratos del General y hasta de la «Señora Lucía» y vomitar odio contra quien no piensa como ellos, sudan y se disfrutan menos las fragancias caras que llevan puestas. Pese a que me pondrían delante de un paredón por decir esto (y por tantas otras cosas: por escribir en «Rebelión», por dudar de los salvapatrias, por no creer en el Cielo y en casi nada, etc.), sí les quiero decir que una Patria (¡qué terrible puede ser esta palabra, ay!) no es sólo la masa de población que piensa como tú, sino toda una población completa que encuadras dentro de una frontera de alambres (qué canallada, por otra parte). Y no existe Patria que justifique torturas, muertes etc. Ni una sola. Por mucho que Friedmann (¿se escribe así? Me importa poco…) y la Escuela de Chicago reflotaran económicamente al país (esto también es muy matizable, pero no entraré en detalles), por mucho que los curas bendijeran el tirar prisioneros atados desde un avión al mar, porque era el modo más cristiano de matar, etc., las cosas no se hacen así. Además, amigo que llevas al General en la pancarta y la bandera de Chile en la solapa, ¿qué opinar de un Salvador de la Patria que se lucra con cuentas en paraísos fiscales y convierte a su familia en Familia Real de una República? ¿Es tan salvador de la Patria si distrae dineros y lucra a los suyos? Por último: poner al general ante un tribunal que le juzgue con todas las garantías no es venganza, sino justicia. Venganza hubiese sido que el hijo de una víctima hubiese cogido un cuchillo y hubiese abierto el Glorioso Salvador de la Patria de arriba abajo. Eso sí es venganza, pero no lo otro. Sería por la edad, pero no entiendo cómo un General en Jefe le tenía tanto miedo a un tribunal y a ser juzgado con todos sus derechos inviolables, algo que él nunca garantizó a nadie. En cualquier caso, os reconozco la fidelidad a la máscara que os habéis colocado, necesaria en todo hombre público (como sabe cualquier lector de «Juan de Mairena», al que hoy invoco en estas líneas).

A los antipinochetistas, que son (somos) legión, hay que recordar que el General murió agotado por la vida y sin condena alguna, que ya se encargaron de evitarlo los suyos o sus palmeros (también en España aportaron su granito de arena). Pero además hay que dejar algo claro: como sucedió con nuestro Centinela de Occidente, un hombre solo no tiraniza un país, sino que tiene una estructura social detrás que lo apoya. ¿Dónde están todos? Pensemos eso también: Pinochet no era San Francisco de Asís, pero… ¿dónde están ahora el tendero que aplaudía a los militares, el industrial que ya no bregaría con sindicatos, el funcionario que trabajaba para el nuevo orden, el cura que ya no temía por sus cálices de oro, la derecha sociológica que volvía a estar tranquila, después de los sustos de Allende? ¿Dónde? ¿Ante qué tribunal se les sentará a ellos? ¿No había nadie, Pinochet lo hizo todo él solo? No se puede negar: tenía razón el presidente de la Fundación pinochetista cuando se quejaba de que a los militares les llamaban para salvar a la Patria y luego, a la hora de las responsabilidades, todos se lavaban las manos y al único que querían sentar delante de un tribunal era al general en jefe. Tampoco es equitativo, lleva razón: el espadón no obró solo, sino financiado y acompañado de otros que todavía toman un vermut al mediodía, antes de comer, en su terraza frente al mar o en su finca y a quienes nadie sentará delante de un tribunal.

Y, por último, quiero dejar algo también para los pinochetistas tibios, partidarios del mal menor, que cerraban los ojos a los excesos pero consideraban que aquello fue necesario para salvar la Patria. Ninguna Patria ni ningún Dios merecen ser salvados a base de picana, electrodos, violaciones, salvajismos y cañones (¡existieron, señores, existieron, no cerremos los ojos!). Ninguna. Se prostituye esa patria, se encanalla, da asco, ¿cómo sentirla como propia? Que salgan las cuentas no se puede lograr a base de llenar de cadáveres el estadio de fútbol. No. Mi admirado Benedetti lo dejó claro en su día: creíamos batallar contra caballeros conservadores ingleses y resultaron ser bestias fascistas.

En tiempos de Allende, las señoronas miraban las manifestaciones de obreros e indígenas y se preguntaban de dónde salían todos estos «y por qué eran tan feos». Luego se acostumbraron a que sus criadas les vaciaran las cacerolas y a salir con ellas vacías, a ir trayendo a Pinochet poquito a poco, con sus peinados de peluquería y sus joyas bien visibles. Será que los ricos también lloran, como decía el culebrón.

Pinochet ha muerto. En cualquier caso, no se goza del derecho a olvidar: el olvido, ya lo dijo el Maestro Benedetti, está lleno de memoria.

Un deseo final: cuando llamen a las cinco de la mañana a cualquier puerta del mundo, que sea el lechero, por favor. Siempre es mejor la buena leche que la mala leche: eso está al alcance de cualquier paladar.