En la alocución con que cerró Vista Alegre II Pablo Iglesias dijo tomar nota de los dos mandatos que registró de la asamblea: unidad y humildad. El primero se expresó de modo inequívoco en reiteradas ocasiones; el segundo es, como mínimo interpretable. Iglesias prefirió leerlo en clave subjetiva («deponer los egos»), en obvia alusión a […]
En la alocución con que cerró Vista Alegre II Pablo Iglesias dijo tomar nota de los dos mandatos que registró de la asamblea: unidad y humildad. El primero se expresó de modo inequívoco en reiteradas ocasiones; el segundo es, como mínimo interpretable. Iglesias prefirió leerlo en clave subjetiva («deponer los egos»), en obvia alusión a los enfrentamientos con Errejón, aunque parece evidente que la demanda expresaba una exigencia más profunda: el hartazgo ante la irritante autorreferencialidad de Podemos a lo largo de la campaña. Pareciera que sólo Miguel Urbán y sus anticapitalistas registraron -en el tramo final- el hastío sordo que alimentaba una creciente desafección; en respuesta, intentaron saltar el cerco de obstinado ombliguismo, exteriorizando algunas propuestas de transformación social.
Pero hubo un tercer mandato sobre el que Iglesias prefirió pasar de puntillas. Asumirlo explícitamente habría sido interpretado como aprovechar su triunfo arrasador para «hacer sangre» en el derrotado Errejón. La multitud expresó claramente la demanda de un radical rupturismo con el tripartito (PP, PSOE, C´s) y el énfasis en la movilización ciudadana como instrumento de cambio. Al menos en la actual fase. Esto se evidenció en la clamorosa acogida a la intervención de Urbán -aplaudida de pie- en la que se prodigó en consignas de fuerte radicalidad programática (auditoría de la deuda y posterior impago de la parte ilegítima, anulación de la reforma del art. 135 de la Constitución, nacionalizaciones, sumarse a los movimientos sociales y de autoorganización, anticapitalismo ecologista y feminista, etc.). Esta voluntad quedó ratificada en las aclamaciones que arreciaron cuando Iglesias se comprometió a hacer política de oposición al PP «sin parecernos al enemigo» y al asumir que «seguro que cometeremos muchos errores, menos uno: no nos vamos a cambiar de bando». Ambas elipsis tenían un manifiesto destinatario: el errejonismo y su deriva moderada y amable con el PSOE, sumada a su vocación explícitamente institucionalista.
Los analistas afirman que Pablo Iglesias sale fortalecido de Vistalegre II. Ponderemos. Está claro que el modelo organizativo aprobado implica mayor concentración y centralización de poder a su favor, potenciando el modelo cesarista y plebiscitario inaugurado en Vistalegre I. Sin embargo, la posición del líder y su grupo dista de ser segura y confortable. Antes de pasar a su análisis, consideremos la deriva de los principales derrotados de Vistalegre II: Íñigo Errejón y su grupo.
Errejón, o el Richelieu en evidencia
Quién sabe si fuera más pertinente compararlo con Ratzinger, el poderoso ideólogo oculto que orientó la prédica anticomunista y neoliberal del Papa Juan Pablo II, este mejor facultado para los platós que para el pensamiento. En la deriva de Ratzinger, durante todo este tiempo Errejón ha vivido confortablemente a la sombra -y al lado- de Pablo Iglesias, con la indiscutible habilidad de impartir doctrina sin poner el cuerpo. No hizo cuestión de los laureles del poder, a cambio de un confortable resguardo del desgaste que este acarrea y el indiscutible privilegio de «dar las cartas», diseñando los escenarios tácticos y estratégicos. Fue el principal valedor de las tesis laclausianas, que llevaron a Podemos a sustentar la difícil coexistencia de declararse «patriota» -en semántica latinoamericanista cara al núcleo irradiador»- y simultáneamente asumirse como «la nueva socialdemocracia», en indiscutible guiño al electorado del PSOE. Con su derrota, se debilita la línea más conciliadora con la herencia del Régimen del 78 y de rechazo a la alianza con la Izquierda Unida de Alberto Garzón. Fue Pablo Iglesias quien propició este vínculo, y difícil precisar si lo hizo por una revisión parcial del ideario populista original de Podemos, o impulsado por la llamada de sus bases que para el 26-J lo conminaron a abandonar la autorreferencialidad podemita y abrazar un acuerdo con IU.
Como buen articulador, Errejón no se limitó a «sembrar ideas» sino a acaparar -y reparti- cargos en la estructura institucional de Podemos, consiguiendo hacerse con lo que en la jerga profesional se enuncia como «el control del aparato». Se fue expandiendo como una mancha de aceite en un cubo de agua, hasta que Iglesias descubrió la trama conocida como «Jaque Pastor», que Enric Juliana describiera en detalle. La jugada tuvo como primera consecuencia la destitución fulminante de Sergio Pascual, secretario de Organización y hombre de confianza de Errejón. La segunda reacción de Iglesias se orientó en tres direcciones: a) se rodeó de fieles escuderos (Irene Montero, Rafa Mayoral…) en sustitución del aparato controlado por su antiguo amigo; b) estrechó vínculos con Alberto Garzón, ratificándole la solidez de la alianza con IU; c) empezó a restituir los hilos que había cortado en Vistalegre I con Miguel Urbán y sus anticapis.
Los dilemas de Pablo Iglesias
A pesar de su aplastante triunfo frente al errejonismo, Iglesias no tendrá fácil comandar esta nueva versión, que a primera vista podría parecer más abierta y plural y que, sin embargo, nos parece simplemente más desvencijada e igualmente distante de sus pretensiones originarias de «parecerse a la gente».
Dada la lógica centralista y vertical en que se formó Podemos -amplificada en este Vistalegre II- y exacerbada por la desconfianza a raíz del Jaque Pastor y la silenciosa (y profusa) acumulación de cargos del errejonismo, es esperable que -en clave interna- Iglesias someta a Podemos a una purga, con la modulación temporal que su sentido de prudencia política le sugiera. Aislará y subalternizará al errejonismo, quitándole áreas y poder de influencia. Pero no bastará con esto, tendrá que acompañar el movimiento con algún gesto amable hacia los anticapis y, simultáneamente, abrir un espacio a Alberto Garzón / IU, que hace tiempo viene -soportando las presiones de su propia interna- aguardando un lugar a la diestra del Señor.
Pero Iglesias también es un hábil estratega y como tal apuntará en otras direcciones. Sabe que después del silenciado tercer mandato de Vistalegre II no podrá limitarse a movimientos en clave interna, ni tampoco de respuestas acotadas al campo institucional (para eso está el errejonismo). Tendrá que exponer a su organización al fuego del combate en el llano, en el codo a codo prometido con los organismos vivos de la sociedad civil. Y en ese terreno el Podemos pablista podrá jugar su principal baza de legitimación, pero -paradójicamente- ahí también se agazapa su amenaza más contundente: las lógicas de organización de lo que hemos llamado «el sistema-red 15-M».
Ya no bastará con gestos retóricos o legislativos sobre pobreza energética, sobre una Renta Mínima de Inserción u otras consignas asumibles por el régimen, por otra parte frecuentemente hurtadas por alguno de los dos socios colaterales en el tripartito (PSOE o C’s). Si quiere «parecerse a la gente» tendrá que exponer a su organización a las lógicas propias de un tejido social diverso, multiforme y acentrado. Un lenguaje reñido con la vocación centralista y «representativa» de los partidos y de las instituciones. Éstos sólo pueden responder con desconcierto y desazón a las dinámicas de los movimientos sociales y a la red de autoorganización ciudadana, tan extendida como ajena -y con frecuencia hasta hostil- a los tentáculos de Podemos. Sin contar con que en este rumbo los anticapis le llevan una considerable delantera. El tiempo dirá.
Alberto Azcárate es activista de Ganemos Madrid.
http://www.lamarea.com/2017/02
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