Hay un debate relevante planteado sobre la agricultura que tiene posibilidades (o no) de alimentar a un mundo sobrepoblado. Y hay fundamentalmente dos modelos que se contraponen con modalidades intermedias: la agroindustria global, heredera de la revolución verde del siglo pasado, y la agroecología, con un enfoque sistémico integrador y diverso.
Sobre esto, una reflexión previa. La biología, que es la ciencia de la vida, se acerca a la naturaleza desde distintas ópticas. De modo integrador y sistémico, analizando la naturaleza como una sutil red de relaciones complejas que implican tanto componentes vivos como inertes y su interacción con la energía solar que activa el funcionamiento de la biosfera. O de modo no integrador sino reduccionista, como hace la biotecnología, que se aplica, como si fuese una ingeniería, a corregir, recombinar y reprogramar los componentes genéticos de la vida para crear organismos mas eficaces y útiles al servicio de la humanidad.
En base a estos enfoques en el análisis y estudio de la vida (biología o biotecnología), podemos decir que se llega a prácticas agronómicas bien diferentes.
En Agricultura, los biotecnólogos moleculares experimentan con formas de modificar la información génica de los cultivos insertando genes o, editando genomas. El objetivo es conseguir cultivos más nutritivos, o que resistan a herbicidas, plagas, bacterias y hongos. Se asume que todo gira alrededor del organismo cultivado. El éxito del sistema es altamente dependiente de insumos externos como energía, fertilizantes y fitosanitarios con un uso pautado y efectos muy predecibles, usando al suelo como soporte de la actividad o prescindiendo de él. Es una agricultura basada en el control. Mientras que una agricultura basada en una aproximación ecológica desarrolla un manejo que aprovecha los recursos endógenos del sistema: agua, suelo y diversidad, reduciendo así la dependencia de insumos y energía externa. El control es menor al ser el sistema y su manejo más complejos, pero es menos dependiente de insumos y preserva los servicios ecosistémicos. Éstos servicios son recursos o procesos de los ecosistemas naturales que nos benefician, como agua potable limpia; o procesos como la descomposición de desechos.
La agroecología aplicaría este modelo, añadiéndole el elemento social imprescindible, siendo los agricultores depositarios y corresponsables de la diversidad cultivada. En contraposición, la agricultura industrial derivada de la revolución verde y su versión más biotecnológica basada en la aplicación de los Organismos Modificados Genéticamente (OMG), priman la producción y el control, considerando los alimentos como mercancías.
Añadamos que los derechos de propiedad intelectual que se aplican sobre semillas, especialmente las modificadas genéticamente por biotecnología, suponen también una limitación al uso y gestión de un recurso básico para los agricultores, que es la diversidad cultivada, necesaria para asegurar el derecho a la alimentación.
Son de suma importancia en el uso de OGMs los marcos normativos. Y estos marcos, surgen de la aplicación de distintas políticas nacionales e internacionales, no sujetas a control ciudadano. En especial, aquellas políticas relacionadas con la existencia y aplicación de Tratados de Libre Comercio. Siendo esto así, resulta evidente que el debate sobre el papel de las plantas transgénicas en agricultura trasciende ampliamente el marco de las disciplinas biológicas, de la investigación, de la I+D y de una supuesta neutralidad científica, ya que tienen consecuencias que van mas allá. Esta es una de sus perniciosas derivadas.
Al respecto, hay que decir que la ciencia es un sistema potente de generación de conocimiento. Pero no es neutral. Entre otras causas porque no lo es su financiación, ni las reglas que operan en la comercialización de sus derivados, o la aplicación de derechos de propiedad intelectual, como las patentes. Rigen por encima, las reglas de mercado. Reglas que se aplican a la agricultura y la producción de alimentos. Y cuando entra el mercado, sale fuera la soberanía alimentaria de los pueblos.
El modelo de producción agrícola industrial regido por un mercado global donde los productos agrícolas viajan miles de kilómetros desde sus lugares de producción a los de consumo, tiene una insostenible huella de carbono, y, aunque el coste económico y ambiental no se considera, lo pagamos todos. Grandes superficies de cultivo a nivel mundial y dependientes de gran cantidad de insumos, -la mayoría monocultivos-, son las que tienen más valor de mercado para el desarrollo de semillas transgénicas. Esto implica alejarse de la sostenibilidad de los ecosistemas agrarios. Se han hecho estimaciones sobre la inversión necesaria para poner una planta transgénica en cultivo comercial y suponía una inversión de 136 millones de dólares y unos 13 años, en un cálculo hecho para el periodo entre 2008 y 2012. Estos datos son bastante elocuentes respecto a los intereses que mueve.
Son varios los cultivos transgénicos que llevan tiempo en producción por lo que se puede ver lo que ha supuesto su introducción. Sirva de ejemplo el cultivo de la soja. Los principales productores son EEUU, Brasil y Argentina y el porcentaje de plantación proveniente de semilla transgénica es del 90% o superior. El 75% de la producción mundial se dedica al forraje animal, a pesar que se sabe que las dietas basadas en ingesta de proteína animal son perniciosas por la huella hídrica y el uso de suelo requerido por caloría consumida. Este modelo favorece la destrucción de grandes superficies del Bosque Atlántico y de la Amazonía brasileña. La intensificación de su cultivo ha producido deterioro de suelos, disminución de la cantidad y calidad del agua, y efectos negativos evidentes en biodiversidad. Además, han aparecido malezas resistentes al glifosato y se han desarrollado variedades transgénicas con resistencias a más de un herbicida. Ninguno de estos efectos es aceptable, si asumimos que necesitamos una agricultura resiliente y que nos permita contrarrestar las emisiones de GEI causantes del cambio climático, además de alimentarnos.
Si metemos en la ecuación cuestiones socioeconómicas y siguiendo con la soja, se constata que las explotaciones dedicadas a su producción, en Norte y Sudamérica, son mayoritariamente de escala industrial propiciándose una concentración de la tierra en menos manos. Esto ha desplazado a los pequeños y medianos propietarios. En relación al empleo, en algunas regiones argentinas se estima que la conversión a la soja ha destruido cuatro de cada cinco trabajos agrícolas (ver informe de 2014 de WWF «El crecimiento de la soja, impacto y soluciones» y citas en él contenidas). Transcurridos 6 años de ese informe, el deterioro de ecosistemas y de empleo es mayor.
Hay quien piensa que los transgénicos no son el principal problema, lo son quienes ostentan el control de su uso y hacen negocios con los OGM. Admitir esto es un primer paso. El siguiente es constatar el poder del oligopolio que concentra la producción de material vegetal de reproducción, y el sistema de patentes que rige y controla la industria biotecnológica. Añadamos los diferentes tratados comerciales firmados al amparo del proceso de globalización desde los 90 del siglo pasado.
Si un investigador decidiera por su cuenta, poner a libre disposición del mundo, plantones de fresas transgénicas con frutos de textura mejorada, sería muy improbable que lo consiguiera. La razón es el empleo de ideas, métodos y materiales que otros han patentado internacionalmente, de manera que, aunque permitan investigar y publicar en el tema, si el desarrollo logrado pretende entrar en producción, aparecerá la reclamación de los derechos de propiedad. Tendría que negociar y pagar a obtentores de varias patentes, desde las metodológicas hasta las que tienen que ver con el empleo de los genes. Se tiene patentado el uso de todas sus aplicaciones prácticas conocidas.
También se patenta la naturaleza. Se ha permitido patentar semillas como si fueran un invento, una nueva máquina. Las semillas cultivadas, además de seres vivos, son un recurso renovable, como el agua y el suelo. Los tres son imprescindibles para la producción de alimentos. Desde el punto de vista de su gestión, las semillas cultivadas encajan en la categoría de bienes comunes, tal como se refiere a ellos la premio Nobel de Economía 2009, Elinor Oström. No son ni del estado ni del mercado, y su custodia y protección son necesarias. Tienen en común con el agua, que son un recurso que fluye en el tiempo y en el espacio. Las semillas de uso agrícola, algunas cultivadas miles de años por generaciones de campesinos, ofrecen diversidad de especies y variedades como resultado de las decisiones de los agricultores al seleccionar semillas para el siguiente cultivo, además de cruces genéticos fortuitos, de los procesos de adaptación de los cultivos a manejos y condiciones ambientales locales, intercambios, etc. Esta agro-biodiversidad está en grave peligro por un efecto colateral de la revolución verde del siglo pasado que concentró sus esfuerzos en muy pocos cultivos y variedades que desplazaron muchas de esas especies y variedades tradicionales al ser menos productivas cuando los insumos no son limitantes o por no tener mercado suficiente. Y ahí es donde operan los OGM.
Con todas estas consideraciones ¿qué modelo de agricultura promoveremos? Urge que, desde la responsabilidad política no se hurte este debate fundamental.