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Política y dignidad

Fuentes: Rebelión

Creo que Fidel se ha ganado más que nadie el derecho a decir lo que piensa sin medir demasiado sus palabras, sobre todo ahora que su voz ya no es la del Gobierno cubano. El compañero Fidel tiene el derecho -e incluso el deber revolucionario- de tomarse libertades y correr riesgos que el comandante en […]

Creo que Fidel se ha ganado más que nadie el derecho a decir lo que piensa sin medir demasiado sus palabras, sobre todo ahora que su voz ya no es la del Gobierno cubano. El compañero Fidel tiene el derecho -e incluso el deber revolucionario- de tomarse libertades y correr riesgos que el comandante en jefe no podía permitirse. Y los demás tenemos el derecho -y el deber- de seguir enriqueciéndonos con las reflexiones del político más importante del siglo XX y lo que va del XXI.

Pero este derecho-deber de sinceridad absoluta tiene en el honor ajeno un límite insuperable, y Fidel lo ha sobrepasado al calificar de indignos a los compañeros Felipe Pérez Roque y Carlos Lage. Aun en el supuesto inverosímil de que Lage y Pérez Roque hubieran hecho algo realmente indigno -y somos muchos, dentro y fuera de Cuba, los que nos resistimos a creerlo-, Fidel debería haber acompañado sus gravísimas acusaciones de algún tipo de argumentación o explicación. En varias ocasiones en las que tuve el privilegio de participar en sesiones de trabajo con el entonces comandante en jefe, lo oí insistir en la necesidad de apoyar nuestras afirmaciones en argumentos sólidos y hechos probados, para no darle al enemigo ninguna base para la refutación o el desmentido. Y una situación tan extremadamente delicada requería un cuidado igualmente extremo.

Cuando Fidel se retiró voluntariamente de las tareas de gobierno, le dediqué, junto con el testimonio de mi admiración, un verso de Calderón de la Barca: «Corona tu victoria venciéndote a ti mismo». Hoy quiero recordárselo, con todo mi respeto, y dedicarle, además, una estrofa entera: «Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios». Tradúzcase del lenguaje monárquico-religioso al revolucionario, y la máxima tiene en la Cuba de hoy la misma validez que en la España del siglo XVII. Puede que, en su entrega incondicional, en su abnegación más allá del deber, Felipe y Lage lleguen al extremo de permitir que se ponga en entredicho su honor en aras de la razón -o la sinrazón- de Estado; pero ni los cubanos ni los amigos de Cuba podemos aceptarlo.