Las propuestas de la Comunidad de Madrid para prohibir los móviles y mantener en colegios de primaria al alumnado de 1º y 2º de ESO solo alimentan el pánico moral.
Hacer que cunda el miedo es fácil. Y barato. Las políticas del miedo son efectivas y poco costosas. Basta con sembrar la semilla para que el miedo brote exuberante. Luego solo hay que avivarlo de vez en cuando. Y para eso siempre hay aliados. Siempre hay alguien dispuesto a rentabilizar el miedo.
Para Maquiavelo, el miedo era el componente central en la construcción del liderazgo político. Hobbes, por su parte, consideraba el miedo como el principio rector de la sociedad. Para el filósofo inglés, el Leviatán, léase el Estado, no solo debe saber aprovechar el miedo natural, sino que también debe saber elegir, de manera sutil, a qué se debe tener miedo. El buen gobernante es aquel que sabe crear ciertos miedos.
La deriva hacia populismos y liderazgos autoritarios ha puesto el miedo en el centro de las formas de hacer política. Una política, dice Slavoj Žižek, paradójicamente despolitizada y desapasionada que solo puede introducir pasión y movilizar activamente a las personas haciendo uso del miedo. Ya lo dijo Trump en 2016, antes de ser elegido presidente, “el verdadero poder es el miedo” (Boucheron, 2020).
Hay distintas maneras de hacerlo, desde quienes como Bukele o Netanyahu buscan infundir miedo haciendo uso de una extrema violencia que creíamos, ilusos, patrimonio de otros tiempos, hasta quienes gobiernan sin aparente violencia, pero creando, avivando y gestionando miedos. En todos los casos, son necesarias narrativas que activen esos miedos y justifiquen las medidas a tomar. Las políticas basadas en el miedo tienen éxito porque es difícil escapar al miedo. Se cuela por cualquier rendija. Es líquido (Bauman, 2006).
El miedo es muy versátil. Se puede utilizar para recortar el estado de bienestar, privatizar bienes comunes, desplazar forzosamente poblaciones indígenas, maltratar menores, justificar el asesinato de civiles, promover un rearme, expulsar migrantes o levantar un muro infranqueable que vaya contra los derechos fundamentales. Las políticas del miedo permiten legitimar la injusticia y naturalizar las desigualdades.
Vivimos subjetividades atravesadas por el miedo: al otro, al diferente, al terrorismo, a la guerra, al futuro. Uno de sus efectos más claros es un repliegue hacia dentro. El miedo dialoga bien con la desconfianza y la precaución. Por el contrario, se entiende mal con la esperanza, la imaginación y la utopía, elementos esenciales de lo educativo.
El miedo desactiva, desmoviliza y paraliza. Sin embargo, es tremendamente útil. Nos hace aceptar cosas que, en otras circunstancias, no aceptaríamos. Lo sabemos bien quienes vivimos el 11S; la crisis financiera de 2008; las guerras preventivas; las políticas antimigración; o el actual rearme en Europa.
En las últimas décadas, la política educativa global se ha guiado por una narrativa del miedo que ha actuado simultáneamente sobre los países, y sobre las personas inoculando la sensación de crisis y fracaso, y que ha justificado reformas tecnocráticas, mercantilistas y privatizadoras. Una política que, lejos de mejorar la calidad y la equidad, ha profundizado la desigualdad y el malestar, erosionando el sentido mismo de la educación.
La gestión educativa de la Comunidad de Madrid comparte gran parte de esta agenda global. Desde hace más de dos décadas, apoyándose en una narrativa del miedo, la crisis, el fracaso y el desprestigio de lo público ha llevado adelante un intenso proceso de privatización educativa, tanto exógena (penetración del sector privado en el sistema educativo) como endógena (introducción de las prácticas y modelos empresariales dentro de la educación pública).
Uno de los logros más significativos de la gestión educativa madrileña ha sido la implantación de una nueva gubernamentalidad basada en la libertad de elección, la competencia entre centros y la responsabilización individual del éxito o el fracaso escolar. Su gran éxito ha sido su capacidad para interpelar y movilizar a millones de personas con un proyecto educativo marcadamente conservador y elitista. Muchos padres y madres, aun sabiendo que sus decisiones refuerzan la desigualdad y la segregación, actúan movidos por el miedo a equivocarse en la elección escolar para sus hijos e hijas. Lo prioritario es seleccionar lo mejor para los míos. El miedo individual, y no la esperanza colectiva, se convierte así en el elemento clave en la toma de decisiones educativas. La libertad se convierte en una libertad negativa donde lo importante es no elegir mal. En última instancia, el éxito de esta política reside en haber normalizado una subjetividad profundamente moldeada por la lógica neoliberal. Bajo este enfoque, quien recibe una buena educación es porque ha sabido elegir. Quien tiene una trayectoria educativa larga es porque se ha esforzado y quien tiene éxito es porque se lo merece.
El anterior consejero de Educación llegó a negar burlonamente los altos índices de pobreza y de pobreza infantil que tiene la región, invisibilizando así la que probablemente sea la variable más determinante en las trayectorias y resultados académicos. Para una mayoría de madrileños la pobreza pasa inadvertida. Es invisible. Entre otras cosas porque eligen no verla. La libertad de elección de centro desempeña un papel fundamental en la maquinaria de ocultación de la realidad social y es un mecanismo de cierre social.
Pero, paradójicamente, la Comunidad de Madrid se distancia de la agenda global por la gestión o, mejor, por la ausencia de gestión. En Madrid no hay gestión educativa. Lo que domina es la improvisación y la dejadez administrativa. Hay múltiples ejemplos que van desde la negligencia en el gasto, hasta la desatención de las evaluaciones externas, ambos pilares básicos de la agenda educativa global.
Algunos dirán que no hacer nada ya es hacer mucho. Es cierto. No hacer nada es garantizar que sigan siendo las condiciones de vida, el capital económico, social y cultural de las familias quienes determinen las trayectorias y los resultados académicos.
Esta ausencia de gestión de los desafíos reales de la educación se solventa desde la enorme capacidad performativa del discurso. Ya no hace falta que las políticas identifiquen y solucionen problemas, basta con modificar la realidad e invisibilizar los problemas. La ley educativa madrileña, la Ley Maestra de Libertad de Elección Educativa, es un perfecto ejemplo de cómo sustituir la gestión por el discurso, y de cómo movilizar el afecto y las emociones vaciando de significado las palabras. Es un buen ejemplo de “no política”.
La Comunidad de Madrid tiene importantes desafíos educativos, pero una lectura superficial de los datos puede hacer que no los veamos. Los resultados de las pruebas internacionales, la esperanza de vida escolar o el porcentaje de población con estudios superiores son mejores que en otras regiones, lo que nos puede llevar a pensar que la gestión madrileña funciona. Pero hay, al menos, dos problemas. El primero es que, aunque mejores, los resultados no se corresponden con lo esperado de la región con mayor PIB del Estado. El segundo, y más importante, es que todos estos datos ocultan las enormes diferencias que hay cuando introducimos las condiciones de vida, el capital socioeconómico de las familias, el nivel de estudios de los progenitores, el origen de los estudiantes o la titularidad del centro. Por ejemplo, en Madrid, a igualdad de competencias en matemáticas y ciencias medidas por PISA, la probabilidad de repetir curso para el cuartil de menor renta es seis veces mayor. Basta descorrer las cortinas de la meritocracia y la cultura del esfuerzo para comprobar que el éxito y el fracaso educativo no están distribuidos de manera equitativa.
Aun así, el indicador más preocupante es el de segregación escolar. Madrid es la región con más segregación escolar por nivel socioeconómico en Educación Secundaria Obligatoria lo que tiene implicaciones profundas en la justicia educativa, los resultados académicos, la cohesión social y la convivencia democrática.
Las razones son múltiples, pero ser la región que menos invierte en educación y la segunda con mayor porcentaje de escuela privada y concertada no ayuda. Las medidas de cuasi mercado que se llevan ensayando desde hace más de dos décadas, como el distrito escolar único, los “cheques escolares” para estudiar educación infantil, bachillerato y ciclos formativos en centros privados, o el Programa Bilingüe están también detrás de estos altos índices de segregación escolar.
Todo lo anterior, sumado a la ausencia de medidas contra la segregación y la desigualdad educativa, hace que se esté penalizando a los alumnos de niveles socioeconómicos y culturales más bajos. En Madrid, la equidad educativa no parece ser una prioridad. Lo que no todo el mundo entiende es que esa falta de equidad compromete la calidad global del sistema y afecta a todos.
Pero esta falta de gestión educativa no solo tiene consecuencias negativas, sino que, si no se hace nada, puede suponer también un coste político. Es necesario aparentar que se está haciendo algo. Y para eso el miedo es el instrumento perfecto. El caso madrileño es un buen ejemplo de “biopolítica postpolítica” de la que habla Slavoj Žižek. Una “no política” que utiliza el miedo como principio movilizador y elemento aglutinador. Las dos últimas medidas educativas de la Comunidad de Madrid son un buen ejemplo.
La primera es el decreto (en trámite) por el que se regula y limita el uso de dispositivos digitales en los centros educativos. Se trata de desdigitalizar la escuela, dicen los responsables educativos madrileños. El decreto propone prohibir su utilización de manera individual y limitar el tiempo de uso, pero basta con leer la memoria del proyecto y el borrador de decreto para ver que la medida no responde realmente a nada, y que está construida desde el miedo. El rationale es simple. Las pantallas generan adicción y dependencia, sus efectos son comparables al consumo de drogas, han convertido a toda una generación en zombis. Su uso se vincula con problemas de salud mental de niños, adolescentes y jóvenes, con dificultades de aprendizaje, y con la mala convivencia en los centros. Ante este escenario es difícil no preocuparse y no aplaudir la propuesta.
La prohibición busca también impulsar “estrategias de aprendizaje basadas en la escritura, lectura, observación, experimentación y manipulación, asentando aquellos contenidos más memorísticos” y recuperar la esencia educativa volviendo a “los libros, los cuadernos, los dictados, el cuidado de la ortografía, de la caligrafía”. Por si había dudas, el decreto es una defensa de “lo que se ha hecho toda la vida”.
Tanto el texto del decreto como el argumentario son un buen ejemplo de lo más caricaturesco del pensamiento educativo reaccionario y muestran cómo, en realidad, detrás de la medida no hay ni preocupación, ni interés real en la mejora educativa, sino simplemente el oportunismo de aprovechar una preocupación social genuina para alimentar el pánico moral, el miedo y la guerra cultural, al tiempo que se aparenta actuar con diligencia.
Pero es que, además, hablar de desdigitalización y desescalada tecnológica en las aulas madrileñas no deja de ser una broma macabra. En muchísimos colegios e institutos madrileños no solo no hay un exceso de dispositivos individuales, sino que además el desarrollo de la competencia digital no deja de ser un animal mítico, algo de lo que se habla pero que nunca se ha visto.
Tenemos muy pocos datos sobre la digitalización de los centros educativos, pero los que hay muestran que Madrid es la región menos digitalizada con el número medio de alumnos por ordenador más alto de todo el Estado. En esta situación, no es difícil saber a quién afectará más esta medida que, en el fondo, supone una renuncia explícita a proveer de dispositivos a los centros públicos.
El segundo problema es que, tal y como está desarrollada, la medida no responde ni a lo que dice la investigación, ni a lo que sabemos que ha funcionado en otras partes del mundo. Ni está claro que los dispositivos afecten a la salud mental de los jóvenes, ni que limitar el número de horas de uso o la prohibición tenga algún impacto positivo sobre los resultados académicos. Es una medida que la investigación ha demostrado ineficaz y que, a medio plazo, podría ser perjudicial, porque nos sitúa en un marco de inacción. La prohibición nos lleva a pensar que ya hemos hecho todo lo que debíamos hacer, lo que a su vez nos puede llevar a dejar de hacer lo que realmente tenemos que hacer.
Prohibir ni protege, ni educa. De hecho, la mejor manera de proteger es educando en el uso de la tecnología, que es lo que precisamente hace y debe hacer la escuela. La prohibición sin atender a los contextos, las edades, las necesidades educativas concretas impide a la escuela realizar su trabajo. La medida desvía la atención de los verdaderos desafíos (falta de inversión y recursos, infraestructuras insuficientes, segregación, desigualdad educativa, abandono temprano, desafección por la escuela).
La segunda medida es la propuesta de la Comunidad de Madrid para que, desde el próximo curso, las enseñanzas de 1º y 2º de ESO se lleven a cabo en los colegios públicos de Infantil y Primaria y no en los institutos. El principal argumento es que así se “protege a la infancia y la aleja del mundo de las drogas, las bandas y las nuevas adicciones”. El argumentario ahonda en el relato de los institutos públicos como lugares inseguros, hostiles, descontrolados, ingobernables y violentos.
Sí, suena muy parecido al decreto de pantallas. La medida construye un relato desde el miedo con el objetivo principal de sembrar pánico entre familias, desprestigiar la escuela pública y disuadirles de matricular a sus hijos en los institutos públicos. Pero en este caso, sorprende que los máximos responsables de la educación madrileña puedan hacer una afirmación así sin que se haya producido alarma social. Llama la atención que, ante algo tan grave, la propuesta no sea un plan de choque inmediato contra la droga y la violencia, ni un paquete de medidas e inversiones que mejoren la convivencia en los institutos (más orientadoras, más especialistas, comedores, más oferta de extraescolares…) sino solamente retrasar la entrada de unas decenas de estudiantes a los institutos. Lo que nos invita a pensar que o bien realmente no existe el problema o no hay interés real en solucionarlo.
Aunque cuando fue presentada parecía una ocurrencia más del Ejecutivo madrileño, y pese a las serias dudas legales que plantea al fragmentar la etapa de secundaria obligatoria, y las dificultades de gestión y organización que implica para los centros educativos, la medida sigue adelante: en el curso 25-26 se implementará en 50 centros, un 6% de los algo más de 800 centros públicos de infantil y primaria de la región.
Su impacto será bajo, pero si se generaliza, afectará negativamente a la red pública. En primer lugar, porque la no incorporación de parte del alumnado implicará una reducción de líneas y, consecuentemente, un recorte de los ya escasos recursos (menos profesorado, menos apoyos, menos orientación, menos optativas…) lo que a la larga perjudicará a todo el alumnado.
En segundo lugar, una generalización de la medida producirá una pérdida de diversidad en los institutos que en estos momentos acogen alumnado de barrios diferentes y con perfiles socioeconómicos diversos, lo que aumentará la ya alta segregación escolar. La escuela pública es, prácticamente, el único espacio de socialización verdaderamente diverso, donde niños, adolescentes y jóvenes –junto con sus familias– conviven e interactúan con personas de distintos orígenes y grupos sociales.
Pero, más allá del impacto, lo que no hay duda es de la eficacia de la medida en el plano de la batalla cultural y el relato. No hace falta ser una experta en educación para entender que la medida hace un claro guiño a la Ley General de Educación de 1970 que sorprendentemente tantos añoran aún, cuestionando, entre otras cosas, la extensión de la edad obligatoria a los 16 años. Tampoco cuesta mucho entender que el modelo de organización que inspira la integración de 1º y 2º de ESO en los colegios es el de los centros concertados. Así que resulta que lo que parecía una ocurrencia desliza con poderosa eficacia el relato del miedo hacia los institutos públicos, cuestiona la generalización de la educación obligatoria a los 16 años, alimenta la nostalgia reaccionaria educativa, y lanza el mensaje de que el modelo organizativo a seguir es el de la escuela concertada.
Ninguna de estas dos medidas aborda los importantes retos de la educación madrileña. Su impacto sobre el sistema educativo será, en el mejor de los casos, pequeño, pero no podemos negarles su poder discursivo y su capacidad para construir marcos de pensamiento. Son dos excelentes ejemplos de políticas del miedo y de la capacidad de estas para construir realidad.
El gran éxito de la política madrileña es haber logrado que la ausencia de gestión, la vacuidad de las medidas y las ocurrencias no solo no sean penalizadas, sino que refuercen el marco de pensamiento. Su gran éxito es haber hecho de los intereses de una pequeña élite el marco de pensamiento de una gran mayoría. Su gran éxito es haber sabido capturar los malestares y activar el plano del deseo.
Y ya sabemos, una vez que un marco es aceptado, todo lo que se dice dentro de ese marco es sencillamente “sentido común”. Y el sentido común es resistente al cambio, no se deja impresionar por los datos, los hechos o la incoherencia de las medidas. La única manera que tenemos de salir de esta situación de impotencia y desesperanza en la que hemos caído es no aceptar los marcos impuestos y redefinir nuevos marcos que nos permitan resituar los debates educativos. La única manera de combatir las políticas del miedo es con alternativas esperanzadoras. La única manera de acabar con la no política es volviendo a entender que la educación es un asunto político y encarnado, que nos afecta y nos transforma, y no un asunto técnico desprovisto de valores que nos provee de unas competencias. Lo que necesitamos son propuestas alternativas que nos ayuden a enmarcar el debate educativo de otra manera. Lo que está en juego no es solo el modelo de educación sino el tipo de sociedad en la queremos vivir.
Carlos Magro es presidente de la Asociación Educación Abierta.