El tiempo de la democracia se ve desbordado tanto por la brevedad de la urgencia y el arbitraje instantáneo impuesto por los mercados, como por el largo plazo de la ecología. Los espacios económicos, políticos, jurídicos y ecológicos están desvertebrados. Las juntas del Estado-nación crujen y las soberanías territoriales se hunden. El derecho de cada […]
El tiempo de la democracia se ve desbordado tanto por la brevedad de la urgencia y el arbitraje instantáneo impuesto por los mercados, como por el largo plazo de la ecología. Los espacios económicos, políticos, jurídicos y ecológicos están desvertebrados. Las juntas del Estado-nación crujen y las soberanías territoriales se hunden. El derecho de cada país cede a un extremo indeterminado, sin que aparezcan nuevos niveles de soberanía popular y nuevos procedimientos para tomar las decisiones democráticamente (Daniel Bensaid).
El avance del consumismo y las lógicas mercantiles ha venido suponiendo un retroceso en el ejercicio de la ciudadanía; proceso que se ha potenciado con la expansión de la globalización económica. Las luchas por la politización del consumo llevan décadas de vigencia, aunque en el Estado español en los últimos años se han acelerado y propagado, incluyéndose en el seno de los discursos críticos y las prácticas transformadoras de los nuevos movimientos sociales como vía para la recuperación del ejercicio de la ciudadanía.
Aunque sus primeros antecedentes como modelo pueden observarse a principios del siglo XX con elfordismo [1], el verdadero despegue y consolidación del consumismo como pilar de la producción capitalista y símbolo de estatus social se promueve tras la finalización de la II Guerra Mundial y el inicio de los Treinta Gloriosos. La globalización económica operó como fuente de aceleración, extensión y aceptación de este modelo, y con ello, de profundización de sus consecuencias [2].
La globalización viene determinando fuertes procesos de transformación en las relaciones económicas, sociales, políticas y culturales. También supone la apertura de las fronteras de cada sociedad para incorporar bienes (materiales y simbólicos) de otras, productos y servicios generados por un sistema de muchos centros, y una tendencia a la unificación de patrones, preferencias y conductas relativas al consumo. Así, el modelo de consumo dominante [3]. se ha configurado como un eje de unificación y homogeneización de visiones, percepciones, motivaciones y comportamientos de las sociedades globales.
Además del exceso como rasgo distintivo de este modelo, otras características del consumismo son: su importante peso psicosocial y su papel cultural en la formación de identidades colectivas, que representa una vía para la distinción social y tiende a estructurar el estilo de vida en las sociedades de consumo, y que tiene un fuerte trasfondo ideológico. Por otra parte, los principales valores e ideas que sustentan y de los que se nutre el consumismo son los siguientes:
- Competencia
- Hiper-individualismo
- Primacía de lo privado
- Culto a la velocidad
- Crecimiento como ideal
- Desatención y desapego por el entorno próximo
- Maximización del beneficio económico como objetivo
- Culto por la novedad y la renovación (moda)
- Primacía de las apariencias
- Fetichismo – culto por los objetos
- Moral hedonista
- Neodarwinismo social
Las consecuencias socioambientales que el consumismo deja tras de sí ya se denunciaban en la Cumbre de la Tierra con la incipiente globalización a principios de los 90: «problemas [que] surgen de un orden económico mundial caracterizado por el consumo y la producción en constante expansión, lo que agota y contamina nuestros recursos naturales y crea y perpetúa enormes desigualdades entre los países y dentro de ellos (…) situación que nos ha llevado a sobrepasar los límites de la capacidad productiva de la Tierra y en la cual el 20% de la gente consume el 80% de los recursos mundiales». Y se identificaba una línea de actuación colectiva: «concebir entonces nuevos valores culturales y éticos, transformar las estructuras económicas y reorientar nuestros estilos de vida» (Cumbre de la Tierra, 1992). Sin embargo, estos impactos se fueron agravando con el crecimiento exponencial del consumo de bienes y servicios producido durante las últimas décadas.
De esta forma, el consumismo es un modelo que salta por encima de las necesidades de las personas y de las posibilidades del planeta, en la medida que no tiene conciencia de límites. La insostenibilidad es seguramente la consecuencia más destacada. Además, representa uno de los indicadores más evidentes de desigualdad e injusticia distributiva en la globalización económica.
Dentro de las lógicas de una sociedad de consumo todo tiende a convertirse en mercancía, todo es potencialmente vendible y comprable. Además de este totalitarismo mercantil, el consumismo hunde sus raíces en valores directamente vinculados con un (ultra) individualismo, y promueve el interés individual y el ámbito privado por encima del bien común, de lo público y del interés colectivo. En resumen, un escenario que puede describirse como «un culto consumista carente de la menor dinámica interna de responsabilidad moral respecto a los pobres o excluidos, incluyendo a las futuras generaciones» (Falk, 2002).
Consumismo y ciudadanía
La ciudadanía [4] es un concepto dinámico: como parte de un proceso histórico, siempre estará en construcción y reconstrucción constante. En el contexto de la globalización, este concepto adquiere una nueva dimensión: el lazo entre la ciudadanía y el Estado-nación tiende a debilitarse en la formación de una cultura global, «espacios desterritorializados logran constituirse en ejes de producción de ciudadanía posibilitando un carácter global de este constructo social» (Martínez, 2004).
Uno de los cambios socioculturales inducidos por la globalización es el paso de una ciudadanía como representación de una opinión pública, a una ciudadanía-consumidora comprometida con su disfrute de un cierto «nivel» de vida (García Canclini, 1995). La reducción del ciudadano a cliente, además de implicar la construcción de un conformismo social (Sánchez Noriega, 1998), supone un vaciamiento del contenido y una limitación en el ejercicio de la ciudadanía.
No obstante, una ciudadanía plena de todas las personas que conviven en una comunidad organizada es condición necesaria para el correcto funcionamiento de una democracia. El objetivo principal de la acción ciudadana es mejorar el bienestar público. En dirección contraria, el consumismo, y las ideas y valores de los que se nutre, operan como desvinculador social, ya que sólo buscan el beneficio individual.
Este modelo de consumo tiene directamente que ver con el comportamiento [5] y con la conciencia política, en la medida que influye en la visión política, la ideología y el tipo y nivel de participación social. Los ciudadanos y ciudadanas dejan de ser partícipes, para convertirse en espectadoras, legitimadoras o refrendadoras del ejercicio del poder. Así, en el marco de las sociedades de consumo, el espacio corporativo y mercantil va desplazando y sustituyendo al ámbito político-institucional. La pérdida de eficacia de las formas tradicionales de participación social y ejercicio ciudadano no es compensada por la incorporación de las masas como consumidoras y votantes.
En definitiva, el consumismo determina un modelo de «ciudadanía des-ciudadanizada». En estos términos, los consumidores del siglo XXI pueden equipararse a los ciudadanos del siglo XIX. Más consumismo, menos ciudadanía; y la política cada vez más alejada de la soberanía popular.
Cuando los promotores de esta globalización apuntan a que los constructores de certezas, como las ideologías, se han caído y han perdido su sentido, el único constructo que parece salir fortalecido es el consumismo. Mientras tanto, se va estrechando el cerco sobre lo que se discute, sobre lo que se problematiza, sobre lo que se pretende transformar: una fuerte reducción de la brecha ideológica, que en su versión más radicalizada da lugar al «pensamiento único» y el «fin de la historia» [6] (Fukuyama, 1992).
La politización del consumo
Desde hace décadas, el movimiento por un consumo responsable [7] apunta a una restauración crítica de la conciencia colectiva sobre las dinámicas e impactos del consumismo. A partir de ello, apela a la construcción de poder de los consumidores y consumidoras, colocando a la esfera del consumo en un marco de valores y en una perspectiva de lucha por una transformación. Este movimiento intenta introducir una crítica del consumismo y hacer del consumo una herramienta colectiva para la transformación social y política [8].
Tradicionalmente, las reivindicaciones por un consumo responsable, a iniciativa principalmente de colectivos, organizaciones sociales y de consumidores de países centrales, se plantean como forma de reducir y denunciar el deterioro social y ambiental, y los abusos económicos derivados del modelo.
Si el mercado es un ámbito de expresión ciudadana, la esfera corporativa y mercantil debe ser considerada necesariamente como un ámbito político. Como instrumento político, el consumo responsable debe evitar apelar a la iniciativa individual y depositar la responsabilidad en las personas en su rol de consumidoras. La respuesta, por el contrario, debe ser política y colectiva; no como consumidores, sino como ciudadanos. Este proceso supone una politización del consumo, que se centra en los siguientes ámbitos de intervención para promover colectivamente otro modelo (Álvarez Cantalapiedra, 2007).
Factor riqueza:La intervención sobre los mecanismos distributivos y reglas de reparto del producto social son claves para el acceso al consumo de bienes esenciales de la mayoría de la población, en el contexto de una economía más justa y equitativa en la distribución.
Factor espacio: La disponibilidad de espacios alternativos que favorezcan otra significación social del consumo. Esto supone la transformación del entorno estructural dispuesto para el consumo, lo que se traduciría en un cambio en conductas y hábitos.
Factor tiempo: Desaceleración de los ritmos de vida, y reorganización y redistribución de los tiempos dedicados a las distintas actividades cotidianas y los estilos de vida mayoritarios.
Factor información: La obtención de información fidedigna para tomar decisiones de consumo, para lo que es fundamental, además de la discusión colectiva, la creación y difusión de (contra) información sobre productos, procesos productivos, impactos, trazabilidad, entre otros.
La política es sin duda una herramienta de transformación. Para las mayorías sociales, que no gozan de capital ni de la posibilidad de hacer grandes negocios, seguramente la única herramienta de la que pueden disponer. El consumo es una de las pocas actividades de las que (casi) nadie queda exento. En conclusión, politizar el consumo es una forma de recuperar el ejercicio de la ciudadanía, una vía para reapropiarse de la política.
El consumo en la reflexión y las prácticas de los nuevos movimientos sociales
En el Estado español, las consecuencias de la «crisis» y el avance del neoliberalismo [9] están alterando la cultura política [10] de una parte creciente de la sociedad. Una embrionaria cultura política que está incidiendo sobre la conflictividad del proceso de representación democrática y sobre el ejercicio de la ciudadanía de una fracción cada vez menos minoritaria de la población; que abre un nuevo ciclo de luchas, con la reconfiguración de la resistencia social y de la construcción política en el territorio.
Este proceso también viene incrementando la desafección hacia las instituciones políticas, lo que tiene un impacto directo sobre la participación. Por una parte, se está reduciendo la utilización de mecanismos convencionales de participación, al tiempo que aumenta la propensión a usar mecanismos alternativos de expresión de las demandas y preferencias políticas, promoviendo la creación de nuevos espacios y vías para la participación, más allá de lo institucional. Así, se está generando gradualmente una ciudadanía más activa, informada, crítica, movilizada y reivindicativa.
Esta confluencia de movimientos sociales nuevos y preexistentes se nutre de reivindicaciones históricas, e incorpora nuevos discursos críticos y prácticas transformadoras. Un proceso que alcanza al cuestionamiento de los pilares del estilo de vida dominante en las clases medias, la discusión y el intento de transformación de los atributos que caracterizan a las sociedades de consumo, y con ello, a la politización de las relaciones de una parte de la sociedad con las corporaciones empresariales.
De esta manera, la crítica al consumismo (y a las ideas y valores subyacentes) y la promoción de prácticas dirigidas hacia otro modelo de consumo posible y necesario se van integrando en los discursos y prácticas de los movimientos sociales. En un período relativamente corto de tiempo, han surgido o se han expandido en el territorio diversas iniciativas transformadoras relacionadas directamente con el modelo de consumo, una reorientación de las prácticas sociales con vistas hacia la justicia social y la sostenibilidad ambiental.
La resignificación del consumo, fuera de las lógicas del mercado, del exceso, de la competencia y de la acumulación, junto con otras cuestiones directamente relacionadas (como el decrecimiento, la soberanía alimentaria, el comercio justo, la banca o las finanzas éticas, las redes solidarias, entre otras), van formando parte indisoluble de las luchas sociales en el territorio. Las iniciativas que surgen o se expanden (para una reapropiación del consumo como forma de reapropiarse del ejercicio de la ciudadanía) son muy diversas.
Las campañas de boicot y presión a empresas, la construcción de redes de intercambio y financiación o la creación de mercados sociales son algunas de las líneas de acción que se vienen adoptando en esta dirección. Asimismo, el denominado «consumo colaborativo» es otra de estas manifestaciones: relacionado con la «economía de la colaboración», prioriza el acceso sobre la propiedad, tiene un fuerte apoyo en las Nuevas Tecnologías y «se puede definir como la manera tradicional de compartir, intercambiar, prestar, alquilar y regalar redefinida a través de la tecnología moderna y las comunidades» (www.consumocolaborativo.com). El consumo colaborativo, con un crecimiento notable en el Estado español durante 2012, se sustenta en sistemas basados en productos (pagar por el uso de un producto, no por su posesión), mercados de redistribución de bienes hacia lugares dónde son más necesarios, y estilos de vida colaborativos (compartir o intercambiar bienes principalmente intangibles).
Asimismo, numerosas iniciativas informales de prácticas colectivas autoorganizadas que desarrollan procesos críticos, persiguen el empoderamiento ciudadano y promueven la innovación social, han proliferado durante los últimos meses. Muchas de éstas operan en ámbitos directamente relacionados con el consumo, como el urbanismo y el espacio público, la movilidad y el transporte, la autoorganización para el consumo, la alimentación, el ocio, la educación y la cultura, la tecnología, los servicios varios o las finanzas [11].
Este escenario ilustra un incipiente proceso de reconfiguración de la conciencia colectiva, la organización y la participación social, con el objetivo de recuperar su soberanía en las decisiones de consumo y, en última instancia, en las decisiones políticas. En definitiva, una apuesta colectiva por la (re)vinculación entre los papeles de consumidores y de ciudadanos, entre el consumo y la ciudadanía.
Justamente, este cuestionamiento y transformación de las vías de participación de las mayorías en este engranaje a través del consumismo, es una de las aristas necesarias en las luchas contra el capitalismo; ya que se trata del vínculo directo y material por antonomasia entre el grueso de la sociedad y los poderes económicos.
Otro modelo de consumo, otro proyecto de sociedad
Más allá de la aceleración de la concentración de riqueza, la desposesión, la desigualdad social y la insostenibilidad ambiental, la globalización también ha supuesto una redefinición de los límites de las comunidades políticas dentro de las que las sociedades estaban organizadas hasta entonces [12]. Por otro lado, el estilo de vida centrado en la mercancía, y organizado por el mercado y el mercadeo, tiende a reducir la participación y la responsabilidad sobre lo colectivo y lo común, a nublar la visión a largo plazo, y a promover la apatía política y la desvinculación social. Por ende, es un modelo que conlleva directamente una forma de «des-ciudadanización».
De esta manera, la reducción del ciudadano a su condición de cliente representa en primera instancia un vaciamiento del concepto y la praxis de la ciudadanía. Si se tiene en cuenta que el ejercicio de la ciudadanía es una de las condiciones sine qua non para el correcto funcionamiento de cualquier democracia, en este sentido, también se viene produciendo un deterioro de la calidad de las democracias representativas en el marco de la globalización (junto con el distanciamiento de la política institucional y el conjunto de la ciudadanía).
Por ello, la politización del consumo (o una proyección del rol de consumidor de forma política) supone la reversión de atributos y valores que han tenido consecuencias nefastas en la posibilidad de construir una sociedad más justa, sostenible e igualitaria, mermando también la posibilidad de erigir lazos de solidaridad que estructuren las relaciones sociales. De esta manera, se presenta como una vía para la cimentación de otro proyecto de sociedad.
A pesar de que la incipiente democracia participativa, la construcción de una conciencia crítica y la politización del consumo van sumando cada día más partidarios y van consolidando su armado político, sigue existiendo todavía un enorme diferencial de poder y de apoyo social a favor de la democracia representativa (que excluye la participación política fuera de los cauces institucionales) y el modelo de consumo dominante.
Sin embargo, este proceso de debate y contestación al orden consumista representa una de las vías imprescindibles para la construcción de alternativas desde las bases sociales al modelo económico y político que se encuentra en el centro de la crítica. La reapropiación de la política y del ejercicio de la ciudadanía también pasa por una reapropiación colectiva de las decisiones y acciones de consumo. Una carrera de fondo contra las consecuencias intrínsecas de la globalización económica y en pro del «rescate» de la soberanía popular.
Notas: [1] Además de haber sido uno de los acontecimientos más relevantes en materia de desarrollo industrial, se puede considerar la puesta en marcha de la cadena de montaje Highland Park de Ford (1908) y la implementación de las teorías de «organización científica del trabajo» de Frederick Taylor uno de los hechos fundacionales de las sociedades de consumo. [2] Para más información, ver: Contrapublicidad. Libros en Acción (ConsumeHastaMorir, 2009). [3] Aunque se utilice aquí la idea de «modelo de consumo dominante», cabe recordar que solamente menos del 20% de la población mundial forma parte de las denominadas sociedades de consumo, mientras que la gran mayoría restante queda excluida. [4]Se entiende por ciudadana a la persona que por haber nacido o residir en un territorio es miembro de la comunidad organizada que le reconoce la cualidad para ser titular de derechos y deberes, de gozar de libertades y de igualdad ante la ley, y puede realizar actividades legalmente validadas. La ciudadanía tiene derecho y disposición de participar en dicha comunidad organizada «a través de la acción autorregulada, inclusiva, pacífica y responsable, con el objetivo de optimizar el bienestar público». [5] El comportamiento político son «aquellos componentes de la percepción, la motivación y la actitud que elaboran las identificaciones políticas del hombre, sus exigencias, sus esperanzas y todos sus sistemas de creencias políticas, entidades y objetivos» (Eulau, 1965). [6] La tesis que este autor postula es que, tras la finalización de la Guerra Fría, la Historia como lucha entre ideologías ha terminado y se ha impuesto la democracia liberal. [7] En el caso del movimiento de organizaciones de consumidores y consumidoras su origen se sitúa en el siglo XIX, y las primeras experiencias de este tipo se realizaban a través de cooperativas con el objeto de resguardar los derechos y el poder de las personas consumidoras frente a productores y comerciantes. [8] Teniendo en cuenta la amplitud y diversidad de ámbitos integrados en este modelo el consumo, puede comprenderse su potencial transformador. [9] Para más información, ver: Articulación en la base: una necesidad política en la España neoliberal, Alba Sud (Fernández Miranda, R., 2012) y Democracia tutelada y reapropiación de la política, Alba Sud (Fernández Miranda, R., 2012). [10] El concepto de cultura política contiene tres niveles: cognitivo, conductual y actitudinal. [11] Algunos ejemplos de este tipo de iniciativas ciudadanas. Urbanismo y espacio público: fortalecimiento y la recuperación de la memoria del espacio público. Empoderamiento, participación y transformación de espacios públicos. Creación de entornos verdes de manera creativa y participativa. Reactivación de solares vacíos a través de su programación y ocupación. Mirada crítica de los espacios públicos. Movilidad y transporte: bicicleta urbana; carsharing (compartir coche); carpooling (compartir trayectos); iniciativas para la desaparición o reducción de la movilidad en vehículo privado motorizado. Alimentación: grupos de consumo. Producción de alimentos en huertos urbanos. Permacultura y agroecología. Banco y redes de semillas. Educación, organización y apoyo al cultivo comunal. Banco de alimentos. Educación y cultura: Bibliotecas colaborativas. Cultura libre. Microespacios culturales. Bookcrossing (Bibliografía:
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