Cuando la feminista socialista H. Hartmann afirmó en 1979 que las categorías marxistas son ciegas al sexo, puso el dedo en la llaga de los errores centenarios sobre los que se ha levantado dolorosamente la lucha por la liberación de las mujeres, lo mismo en la tradición burguesa que en la tradición marxista, sea socialdemócrata […]
Cuando la feminista socialista H. Hartmann afirmó en 1979 que las categorías marxistas son ciegas al sexo, puso el dedo en la llaga de los errores centenarios sobre los que se ha levantado dolorosamente la lucha por la liberación de las mujeres, lo mismo en la tradición burguesa que en la tradición marxista, sea socialdemócrata o revolucionaria. ¿Había que descubrir un nuevo paradigma para la comprensión de los géneros? Tal vez no sea imprescindible, puede que sean útiles el método y los instrumentos de observación y tan sólo necesitemos cambiar alguna lente, corregir el ángulo y aplicar el protocolo (marxista) sin interpretaciones previas de la realidad, es decir, sin prejuicios. Bastará con preguntar quién produce qué y quién se apropia del producto. Hagamos el intento.
Sostener que el patriarcado precede en el tiempo al surgimiento del capitalismo resulta hoy una obviedad. ¿O es que existía la igualdad entre hombres y mujeres en el feudalismo, en la Grecia clásica o en la Roma imperial, en la Civilización china, en Japón o en el Imperio inca? El capitalismo no inventó el patriarcado, obviamente. El propio Engels sitúa el origen de la opresión de las mujeres en el surgimiento de la propiedad privada de la tierra y del ganado, aunque después nos sorprende con una contradicción impropia según la cual las mujeres gozaban de reconocimiento social y respeto en toda la Historia hasta la llegada del capitalismo. Al parecer el capitalismo nos deja sin trabajo productivo y perdemos posición y autoridad.
Es cierto que el capitalismo transforma las relaciones patriarcales, al igual que la existencia previa del patriarcado determina importantes aspectos del sistema capitalista. Pero Engels confunde lo particular o específico del patriarcado en el marco de la producción capitalista con el propio capitalismo. Ambos sistemas son clasistas y probablemente sea el patriarcado la primera forma de clasismo, muy bien aprovechada siglos después por el capitalismo, hasta el punto de que se hallan tan estrechamente interrelacionados que difícilmente se puede concebir o explicar un sistema sin el otro, pero esto no implica que deban teorizarse como una sola cosa. Son dos sistemas independientes que se refuerzan y determinan cada uno por el otro.
El pensamiento de Marx y Engels adolece de eurocentrismo y de sexismo. Intentaron construir un sistema en el que integrar todos los fenómenos sociales y toda la historia. La potencia del análisis de clases es tan fuerte que eclipsó el desarrollo teórico de la relación entre los sexos, y la cuestión feminista se calzó dentro de la clase para que el esquema fuese perfecto. No detectaron la ideología patriarcal, subyacente a su propio esquema, que desprecia los intereses de las mujeres y encarnaron esa subordinación al pensar sobre el asunto. La ideología del patriarcado devalúa los trabajos «propios del género femenino» y los segrega del resto de trabajos necesarios para el sostenimiento de la vida diseñando una dicotomía artificial entre la familia y el trabajo «productivo». Y en esa división las mujeres se subordinan a los hombres. Engels es consciente de ello pero responsabiliza únicamente al capitalismo sin tomar conciencia de que éste se limita a adaptar y profundizar un conflicto heredado, confiando en una fácil resolución a manos de la colectivización del trabajo doméstico.
En la actualidad resulta difícil comprender cómo es posible que Engels no reparase en el hecho de que las mujeres de la Edad Media estaban profundamente subordinadas a los hombres pese a realizar un trabajo productivo, al igual que las campesinas de cualquier época; y cómo es posible que Engels creyera que las mujeres (las de clase trabajadora) no hemos hecho trabajo productivo en algún momento. Las mujeres hemos trabajado siempre dentro y fuera de la familia, y cuando nos expulsaron de la fábrica trabajamos lavando sábanas, planchando camisas, vendiendo cerillas, cosiendo en casa para algún taller, limpiando portales o cuidando niños ajenos. Y, aunque no había una ley al uso, conseguíamos conciliar la vida familiar y laboral.
En ningún momento comprende Engels que el conflicto se da entre las mujeres y el Estado (capitalista) y entre las mujeres y los hombres. Comprender este doble conflicto es el gran logro del feminismo socialista. Pero Marx y Engels no sabían nada sobre el género porque la división sexual del trabajo les favorecía como individuos hombres y porque no aplicaron correctamente su propio método.
Las sufragistas de su época eran mayoritariamente burguesas de clase media y la separación de clase se impuso al descubrimiento que éstas efectuaron, aún muy rudimentario: que las mujeres estaban oprimidas por el hecho de ser mujeres. El pensamiento socialista de entonces debería haber alzado la bandera de la lucha feminista, evitar así el sesgo burgués, teorizar y apropiarse de una lucha que debe ser de la izquierda porque es anticlasista. Por el contrario esta lucha fue despreciada, atacada y se construyó una gran contradicción según la cual las mujeres no estaban oprimidas por el hecho de ser mujeres sino por pertenecer a la clase trabajadora, el desarrollo industrial igualaría a las mujeres con los hombres a medida que se incorporasen al trabajo en la fábrica, y la revolución socialista liberaría a hombres y mujeres de la explotación capitalista. Caso cerrado.
Pero triunfaron algunas revoluciones socialistas y comprobaron a pie de obra que la desigualdad entre hombres y mujeres, pese a los avances que éstas experimentaron, no desaparecían automáticamente, que no era suficiente poner fin a la propiedad privada de los medios de producción e incorporar a todas las mujeres al trabajo «productivo».
Antes que Engels, Rousseau, el gran teórico de la burguesía, excluye a las mujeres del contrato social y de la igualdad de derechos políticos aplicando el anterior estatuto del feudalismo patriarcal: que hombres y mujeres son diferentes por naturaleza. Engels matiza el error pero sin llegar a superarlo: establece que la primera división del trabajo se da entre hombres y mujeres (correcto) pero que tal división es natural. Mantiene la contradicción burguesa y además introduce una nueva, específica del materialismo histórico primitivo, al argumentar que toda forma de organización de la producción y del trabajo es una organización social, excepto la que divide a hombres y mujeres, que es natural (¡toma anti-materialismo!). Engels, partiendo de un primer error, llega a otro que se ha demostrado ya como tal error. La incorporación de las mujeres al trabajo asalariado no ha traído la liberación, como preveía, sino la doble jornada.
El primer movimiento obrero y los sindicatos de la segunda mitad del siglo XIX, la etapa de Marx y Engels, tanto en Europa como en Estados Unidos, contribuyeron a adaptar la estructura patriarcal al flamante capitalismo; exigieron la exclusión de las mujeres de ciertos sectores industriales y de los sindicatos porque sus peores salarios competían a la baja con los de ellos en lugar de luchar por igual salario, expulsaron a las mujeres en lugar de organizarlas, forzaron leyes llamadas eufemísticamente de protección de las mujeres para evitar jornadas largas y trabajos pesados que su debilidad no podría soportar (pero esa protección se tradujo en que ellos se quedaron con los mejores trabajos y salarios), lucharon por el salario familiar para que «sus mujeres» volviesen al hogar y la familia estuviese mejor atendida sellando un lamentable pacto interclasista contra las obreras que se explica por las relaciones patriarcales entre hombres y mujeres y no sólo por los intereses del capitalismo.
Y argumentaban en estos términos tan panchos, sin cohibirse, ya que la ideología patriarcal no estaba contestada más que por las desprestigiadas sufragistas de clase media que ingenua o interesadamente creían que la igualdad de derechos políticos sellaría la igualdad real entre los sexos. También creyó en los derechos políticos el movimiento abolicionista (de la esclavitud) en Estados Unidos, pero nunca soportó críticas y desprecio tan virulentos. Las trabajadoras no tuvieron en ese momento capacidad para responder y organizarse, víctimas y reflejo de su histórica posición de subordinación en la sociedad. Las organizaciones dirigidas por varones hablaron en su nombre, dictaron las pautas de la lucha obrera y ellas aceptaron. Es curioso que unas décadas después la izquierda adoptase la lucha por los derechos políticos y por el sufragio femenino como propia: eso que tanto habían denostado. Pero la realidad es tozuda y cualquier izquierda consecuente no tiene más remedio que aceptar tarde o temprano -en nuestro caso tarde- algo tan obvio como es el hecho de que las mujeres deben tener los mismos derechos que los hombres.
De manera que tenemos una tesis socialista según la cual no existe el problema de las mujeres sino únicamente el de las mujeres de clase obrera, y su opresión constituye la forma específica de explotación capitalista de las mujeres.
Por otro lado aparece la antítesis feminista que sostiene que las mujeres en general sufren una opresión por el hecho de ser mujeres, que nada tiene que ver con la economía y la forma de producción sino con un sistema transversal que es el patriarcado, el cual es universal y se perpetúa a lo largo de la historia independientemente de la sociedad particular de que se trate.
Y finalmente, desde las filas socialistas, surge la síntesis del feminismo socialista desarrollado en los años setenta del siglo XX. Planteamiento que perfila el salto del feminismo utópico (marxista, burgués y radical) al feminismo científico.
Feminismo socialista
El patriarcado no es una cuestión fundamentalmente ideológica, no es sólo un elemento más de la superestructura capitalista. El patriarcado es un sistema de explotación de las mujeres por los hombres. Estos se apropian de trabajos y servicios producidos por las mujeres. Y constituye también un elemento del modo de producción: la producción y reproducción de la gente. El patriarcado ha desarrollado históricamente una enorme capacidad de adaptación al desarrollo económico y en la etapa del capitalismo establece una alianza muy ventajosa para ambos sistemas que se entrelazan como las hebras de una cuerda hasta parecer una misma cosa, alcanzando ambos mediante el pacto una fortaleza difícil de doblegar. Como tal sistema, tiene su propia ideología, subsumida en muchos aspectos en la ideología del capitalismo y viceversa.
El feminismo materialista descubre que las mujeres, además de trabajar para el capital reproduciendo a la clase obrera, construyendo una «balsa de aceite» (si bien, con sus propios conflictos internos) donde los proletarios descansan para volver al día siguiente a la fábrica bien lavados y planchados, listos para la explotación, y dulcificando el caos social de la lucha de clases mediante la estabilidad de la estructura familiar, las mujeres además hacen unos trabajos gratuitos para los hombres particulares en el marco de una relación de producción en la que se apropian del trabajo realizado por las mujeres.
Y esta relación de producción se extiende de forma transversal por toda la pirámide social, de modo que las mujeres de cualquier clase social sufren alguna forma de opresión y explotación, aunque de forma bien distinta y con posibilidades de superación tan alejadas como las clases sociales (tampoco todos los trabajadores o trabajadoras asalariados sufren la explotación capitalista de la misma forma, no desde luego comparten las mismas condiciones de vida un trabajador inmigrante senegalés o una trabajadora de las maquilas de Méjico que un informático madrileño). Las palizas, las agresiones sexuales o el acoso se dan entre hombres y mujeres de cualquier clase social y no únicamente por parte del obrero alienado, frustrado y bebido que golpea a su mujer. Y, en cualquier caso, lo que hay que preguntarse es por qué ese obrero considera a su mujer como una propiedad; por qué el obrero, el campesino, el intelectual o el burgués (o el señor y el siervo) tienen derecho de propiedad sobre las mujeres y sobre los trabajos que éstas realizan. Y por qué la crianza, socialización y educación de los hijos e hijas del obrero, del campesino, del intelectual o del burgués son asunto de sus esposas.
Por ello decimos que el patriarcado es transversal. Por ello existen experiencias similares entre mujeres de distinta clase social, que no padecen ni comprenden hombres de una u otra clase social ¿Para quién hacen un trabajo gratuito las mujeres y dentro de qué relaciones de producción se realiza? Esta es la pregunta del feminismo socialista.
Base material del patriarcado en su etapa capitalista
Si entre hombres y mujeres existen relaciones de producción, debemos establecer la base material sobre la que se establece tal relación.
Tres elementos fundamentales constituyen la base material del patriarcado: el trabajo doméstico, la crianza de los hijos e hijas y la producción de amor (afectivo y sexual, el primero dentro y fuera de la pareja -en la amistad, en el trabajo, en la política- y el segundo lógicamente en la pareja heterosexual). O sea: Sus Labores.
Todas sabemos de qué trabajos hablamos; ellos no tanto pero se hacen una idea porque muchos ayudan, incluso los hay que colaboran, y mientras ella hace la limpieza chunga el sábado por la mañana él se lleva a las niñas al parque con el periódico bajo el brazo, y por la tarde toda la familia va al centro comercial con la lista de la compra semanal que elaboró la mamá, que es la que organiza.
Pero además, hay que comprender que las necesidades de las personas no se limitan a la comida, el vestido y la casa. Para que una persona se socialice correctamente, llegue a convertirse en un individuo adulto con sus capacidades relacionales desarrolladas, en un ser social pleno, necesita cuidados y afectos: amor. Y esta necesidad no cesa al alcanzar la mayoría de edad, es una necesidad que, como el alimento y el abrigo, dura toda la vida. Sin embargo el intercambio es desigual entre hombres y mujeres. Los hombres se apropian de mayor cantidad de amor (cuidados, afectos y placer erótico) del que devuelven. Este desigual intercambio alimenta su mayor autoestima y autoridad reconocida socialmente (las mujeres y el descanso del guerrero en versión moderna).
Estos trabajos los realizan tanto las mujeres que además tienen un trabajo asalariado como las que no lo tienen. Y, al igual que el capitalismo extrae la fuerza laboral durante un tiempo mayor del que paga y se apropia del producto, los hombres se apropian del trabajo de las mujeres gratuitamente o a cambio del sustento (aunque ese sustento varíe mucho según la clase social del hombre concreto de que se trate). Estructura similar de explotación del capitalista y el trabajador y del hombre y la mujer. Engels afirmó con acierto que en la familia el hombre ejercía el rol del burgués y la mujer el del proletario.
Las mujeres somos más pobres y más dependientes que los hombres, no sólo porque nuestro salario sea un 35 % más bajo que el de ellos, sino porque el cuidado de los hijos e hijas, las tareas domésticas y la atención de los demás nos impide formarnos y ascender. Y cuando nos separamos tenemos peores trabajos, peores salarios, mayores gastos y mayor dependencia de los hombres, que siguen teniendo la llave que gobierna nuestras vidas.
Qué socialismo necesitamos las mujeres
El histórico conflicto entre marxismo y feminismo ha resultado muy perjudicial para ambas luchas pero sobre todo para el feminismo, que padeció la subordinación sistemática ante la potencia del movimiento obrero y la jerarquía de contradicciones principales y secundarias. La división en dos frentes irreconciliables polarizó, cuando no enfrentó, dos corrientes de pensamiento que combaten el clasismo; y no debe ser excusa considerar la implicación liberal de un sector del feminismo, merecidamente criticado, para silenciar a otro sector insuficientemente comprendido.
También la lucha por el socialismo ha resultado dañada al excluir de sus parámetros el conocimiento del patriarcado y la verdadera relación entre hombres y mujeres y entre capitalismo y patriarcado, propiciando la frustración de muchas mujeres ante la parálisis del debate feminista en organizaciones políticas bajo direcciones machistas. Algunas de estas mujeres, no obstante, dedicaron mucha energía al desarrollo de un socialismo feminista verdaderamente liberador tanto de la estructura de clase como de la de género.
Durante la segunda ola del feminismo en los años setenta surgieron una multitud de grupos de mujeres reclamando la independencia respecto de las organizaciones políticas para desarrollar una teoría no contaminada y no subordinada. En muchísimos pueblos y barrios del estado español dirigieron las luchas por el derecho al divorcio y al aborto, por una sexualidad libre, por la planificación familiar, por la incorporación al mercado de trabajo y en general por la liberación de las mujeres. En sus filas y entre sus dirigentes se situaron mujeres socialistas que defendían la necesidad de la doble militancia o que, rebotadas con la cerrazón de sus partidos o sindicatos, los abandonaban. No tuvieron opción. Levantaron, a la defensiva, el discurso de la independencia y desde esa independencia organizativa llamaron a las mujeres de cualquier ideología a la lucha por la liberación dando lugar al feminismo radical. Pero la falta de referentes políticos, al igual que ocurre con los sindicatos «independientes», sembró un camino de confusiones, derivas y sesgos que culminaron con el abandono total del polo socialista dentro del movimiento. No debemos repetir los mismos errores.
Hoy, tras la derrota histórica de los intentos revolucionarios del siglo XX, tratamos de comprender los aciertos y los errores del socialismo real y consideramos la necesidad de formular un socialismo para el futuro que integre problemas desdeñados en fases anteriores y conflictos nuevos surgidos en el imparable desarrollo del capitalismo. La liberación de las mujeres merece ser uno de ellos.
Las organizaciones políticas deben asumir el feminismo socialista y contribuir al desarrollo de frentes feministas en su interior para que el socialismo que logremos no sea patriarcal. Los compañeros han de reconocer que los hombres gozan de privilegios a costa de las mujeres y que esos privilegios deben desaparecer.
Debemos asegurar que el socialismo por el que luchamos hombres y mujeres es el mismo socialismo, sin clases y sin géneros.