Esta realidad es el resultado de normas, de relaciones de poder y de políticas que determinan una organización del trabajo injusta y unas relaciones laborales desiguales. Para revertirla, hacen falta cambios de fondo. Pero también nuevos indicadores y nuevas formas de reflejar estadísticamente este fenómeno tóxico.
Las historias personales lo revelan allá donde sabemos mirar. Carmen tiene 57 años y es limpiadora y camarera en una cadena hotelera donde trabaja desde hace tres décadas. A diario limpia y hace las camas de decenas de habitaciones en un trabajo intenso y continuado, un exiguo salario, un contrato flexible y pocos derechos. Con dolores crónicos en la espalda y el cuello, está agobiada y siente un profundo malestar, aguantando su jornada laboral a base de anti-inflamatorios.
Moussa es senegalés, tiene 42 años y subsiste en una chabola de plástico y cartón en las afueras de un municipio onubense donde trabaja como temporero de la fresa. Sin contrato, sin papeles, sin derechos, y con un salario mísero, vive en condiciones infrahumanas junto a su familia y cientos de emigrantes.
Luisa es diplomada en Trabajo social, gestión y administración pública. Tiene 29 años, vive en Madrid, y en los últimos años ha encadenado decenas de empleos: teleoperadora, administrativa, dependienta, monitora de pisos tutelados. Con un sueldo de nimileurista, aún no pierde la esperanza, pero tras casi dos años en paro el desánimo cada semana pesa más.
Tres vidas. Tres ejemplos entre cientos de miles de inseguridad, angustia y enfermedad. Tres casos sometidos a los efectos de la exclusión asociada al desempleo y la explotación generada por una precariedad laboral omnipresente, pero casi siempre oculta a nuestros ojos.
Puede resultar paradójico, pero el trabajo es una realidad ignorada, invisible, casi misteriosa. Uno sabe mucho sobre sus propias condiciones de trabajo pero desconoce o es poco consciente de las de los demás. Para hacer visible la realidad requerimos palabras exactas y números sensibles. Un ejemplo fue el experimento realizado por Günter Walraff en los años 80. Para descubrir la situación laboral de los trabajadores turcos en Alemania, este periodista se hizo pasar por uno de ellos adoptando la falsa identidad de Ali Sigirlioğlu. Y es que como él apuntó, para desenmascarar a la sociedad a veces uno tiene que enmascararse. Como peón de la construcción, vendedor en tiendas de comida basura, limpiador en una fundición, conejillo de indias para una empresa farmacéutica, u otros trabajos, Walraff sintió en carne propia durante más de dos años la discriminación, la precariedad y el riesgo para su salud que a diario sufrían miles y miles de inmigrantes.
Hace quince años, la escritora Barbara Ehrenreich vivió algo parecido en ciudades como Key West, Portland y Minneapolis al mostrar la precariedad que padecían (y siguen padeciendo) millones de trabajadores pobres en EE.UU. y sus estrategias de supervivencia. Recientemente, Ernest Cañada ha mostrado en un estudio la invisibilidad, explotación y problemas de salud de las trabajadoras del sector turístico balear. Y Javier López Menacho, en su libro «Yo, precario», ha relatado sus peripecias laborales en Barcelona mostrando la precariedad cuando uno trabaja disfrazado de mascota, auditor de máquinas de tabaco, promotor de una empresa de telefonía, o speaker-animador en un cine, entre otros subempleos.
Los números condensan otra perspectiva de la precariedad. Las cifras simplifican dramas personales diferentes, miden fríamente individuos sin rostro. Medir no es un hecho neutral o técnico, sino un proceso cargado de juicios y valoraciones donde sabemos que es posible «manipular» y hasta «torturar» a los datos. Pero los indicadores sociológicos y epidemiológicos son también anteojos imprescindibles para desvelar una realidad social encubierta.
¿Cómo medir la precariedad? En 1987 la Encuesta de Población Activa realizó una aproximación al estimar el porcentaje de contratos temporales, que pasó del 15% ese año a más del 30% (el doble del promedio europeo) entre 1991 y 2007. Desde entonces, la temporalidad se convirtió en la guía habitual para medir la precariedad. Sin embargo, la masiva destrucción de puestos de trabajo (casi 4 millones) en apenas 6 años y el incremento del desempleo (8,3% en 2007 a 25,7% en 2013), ha venido acompañado en el último lustro de un descenso del porcentaje de contratos temporales (menos del 25%).
¿Significa eso que se ha reducido la precariedad? Todo indica lo contrario. Las políticas austericidas y las reformas laborales han degradado y mercantilizado las condiciones de empleo y trabajo. El desempleo no sólo es una epidemia social (casi 5,5 millones de parados, 2,6 millones de larga duración sin prestaciones y 1,8 millones de hogares con todos sus miembros en paro), sino un factor social tóxico que impide llegar a fin de mes, que produce pobres sin calefacción, desesperados y alcohólicos, violencia y suicidios. Todo ello aumenta el riesgo de enfermar, empeorar la salud y morir prematuramente. Junto al paro coexiste una palpable precarización laboral, igualmente tóxica, pero mucho más compleja, dinámica y difícil de entender y medir.
Precariedad significa «empleo intermitente» (alternancia de empleo y desempleo) y «subempleo», con situaciones muy diversas de temporalidad, contratos a tiempo parcial, empleo encubierto, falsos autónomos, o situaciones de informalidad y trabajo sumergido. Dado que la precariedad es mucho más que la temporalidad, han surgido nuevos indicadores para su medición como el porcentaje de contratos a tiempo parcial (13% en indefinidos y 32% en temporales, el 63% de los cuales es involuntario) o el porcentaje de trabajadores pobres (12,3%, sólo superado en Europa por Grecia con 15,1%, y Rumania con 19,1%). Sin embargo, esa es la punta visible del iceberg de la precariedad. Cuando a la temporalidad y bajos salarios añadimos la vulnerabilidad e indefensión y el tener menos prestaciones y derechos, la realidad que emerge es mucho peor.
La precariedad lo salpica todo. Según el análisis realizado en una encuesta representativa en 2010 (ISTAS Barcelona), el 51,4% de la población española está precarizada (83,1% en trabajadores temporales, y 40,3% en estables), con una situación peor en mujeres, jóvenes, inmigrantes y obreros, y un fuerte impacto en la salud mental (2,5 más riesgo en los más precarios). La repetida idea de que es mejor tener algún empleo, por precario que éste sea, que ninguno debe cuestionarse. Por justicia social y equidad, ya que todas las personas deben tener el derecho a trabajar con condiciones laborales y salariales dignas; por eficiencia productiva, ya que la precariedad dificultad adquirir experiencia laboral y comporta insatisfacción; y por salud, porque la investigación muestra como la precariedad (sobre todo extrema) daña la salud mental como el desempleo.
La precariedad corroe hoy las vidas de una clase trabajadora amedrentada, resignadamente callada, que expresa en forma de enfermedad la degradación y explotación que sufre. Ser precario es ser frágil, vivir una vida insegura, envejecer y morir antes de tiempo. Vivir en precariedad es ver proyectos frustrados, ser un exiliado económico, perder parte de la vida. Pero la precariedad laboral es un fenómeno estructural, el resultado de normas, relaciones de poder y políticas que determinan una organización del trabajo injusta y unas relaciones laborales desiguales.
Revertir esta situación requerirá realizar profundos cambios: reorientar el modelo productivo y de consumo, reducir las desigualdades salariales, aumentar la protección social y democratizar las relaciones laborales son algunos de ellos. Pero otra reforma ineludible es cambiar el paradigma actual de un sistema de información estadístico que no refleja debidamente una realidad laboral tóxica. La falta de indicadores apropiados oculta las vidas y la salud de millones de mujeres y hombres que como Carmen, Moussa y Luisa sufren y enferman en su trabajo.
Fuente: http://www.eldiario.es/contrapoder/Precariedad_laboral-derechos_laborales-salud_6_347925230.html