Crece el paro, bajan los sueldos y se precariza el empleo, al tiempo que nos recortan las pensiones, la protección social y los servicios públicos con la excusa de la crisis económica. Pero, la banca y las grandes empresas y fortunas, la casa real y los niveles superiores de la gerencia pública siguen manteniendo grandes […]
Crece el paro, bajan los sueldos y se precariza el empleo, al tiempo que nos recortan las pensiones, la protección social y los servicios públicos con la excusa de la crisis económica. Pero, la banca y las grandes empresas y fortunas, la casa real y los niveles superiores de la gerencia pública siguen manteniendo grandes beneficios y privilegios. Ocurre esto porque vivimos en una sociedad capitalista, basada en el lucro privado y en la que el poder y la riqueza se concentran en cada vez menos manos. Por eso, no todos/as recibimos igual consideración ni disponemos de las mismas posibilidades y recursos, por qué sólo son libres los «mercados» -como quiere el neoliberalismo- y reciben privilegios los que más tienen y/o mejor defienden esta «libertad» de sólo unos pocos frente al empobrecimiento de la mayoría.
Quienes ostentan cargos de representación en las instituciones políticas, también pueden llegar a formar parte de esta escala elitista del lucro y el privilegio. Se trata de los y las profesionales del poder, mal llamados «clase política» (no son una clase). Es decir, de aquellas personas que viven del ejercicio de la representación política en las instituciones durante buena parte de su vida laboral, encadenando sucesivas legislaturas incluso bajo distintas siglas, y que reciben por ello pingües compensaciones.
Mientras que los trabajadores/as obtenemos nuestro salario y condiciones laborales en función de las regulaciones legales y del mercado de trabajo, los «representantes electos» no sufren estas limitaciones: cada parlamento autonómico, diputación o ayuntamiento decide en buena medida el sueldo y las condiciones de trabajo de sus cargos electos (que son ellos mismos). Del mismo modo, mientras que un trabajador/a puede acceder a una pensión máxima de 32.000 euros anuales, los cargos públicos que repiten legislaturas tienen derecho a pensiones vitalicias muy superiores. En torno a los 74.000 euros en el caso de los primeros espadas. Además, estas pensiones no son incompatibles con otros sueldos de la Administración o con otras actividades económicas. En estos tiempos de crisis y drásticos recortes sociales, un diputado o senador tiene que estar sólo siete años en el cargo para optar a la pensión máxima de por vida, mientras que un trabajador/a por cuenta ajena o propia necesitará 38,5 años cotizados para acceder al 100% de su pensión cuando se jubile, a tenor del pensionazo recién acordado por el gobierno y los agentes sociales.
Estos pocos ejemplos, junto con las políticas antisociales aplicadas por el PSOE y el PP, bastan para justificar por qué la opinión pública considera indiscriminadamente a los «políticos» (profesionales) el tercer problema del país, porque la gente no es tonta. Pero hasta ahora, esto no parece importar a los dirigentes de los dos partidos mayoritarios que vienen turnándose en el gobierno de muchas instituciones y se resisten a modificar unas «reglas de juego» que tanto les benefician, haciendo caso omiso también a las propuestas de la izquierda minoritaria. Es lo que acaba de ocurrir con la reforma electoral pactada entre socialistas y populares, así como con el conjunto de disposiciones legislativas que continúan manteniendo una asignación de los cargos de representación a título personal a los y las políticos elegidos y no a los partidos que les propusieron para ocuparlos, y que también conceden a estos mismos partidos más representantes electos no en función directa de los votos recibidos sino del tamaño y extensión de su organización territorial (que a su vez dependerá de los apoyos externos y de la financiación «cosechada»).
Este tipo de disposiciones, junto con la falta o debilitamiento de los mecanismos de control democrático, fiscalización independiente y transparencia en la gestión pública, han provocado un rápido deterioro de la democracia, tanto en las administraciones públicas y en la vida comunitaria (déficit de participación social y ciudadana) como dentro de las propias organizaciones sociales y partidos financiadas con fondos públicos, cada vez más vulnerables a la preponderancia de intereses particulares o personales (cesarismos, familias, cuotas, fracciones internas) sobre los colectivos del conjunto de la organización (ideario, propuestas, programa electoral…).
Acabamos de ver esto mismo en el pacto firmado por el gobierno de Zapatero y los agentes sociales. Excepto la gran patronal, las organizaciones de los restantes firmantes incluyen en su ideario y programa de actuación planteamientos antagónicos a lo pactado, pero sus dirigentes les dieron la espalda justificándose en que no había otro remedio que asumir estas políticas derechistas y antisociales. Sin embargo, sí había y hay alternativa: hacer políticas de izquierda, defender los intereses de los trabajadores/s y no los del poder, ejercer como verdaderos servidores del bien común y de las personas que confiaron en ellos y a quienes representan. ¿Qué puede haber por encima de estas motivaciones?.
A la vista de todo lo que viene sucediendo, la triste realidad es que vivimos en una «democracia» que no lo es. Aunque sólo fuera por dignidad política, España, mañana, tendrá que ser republicana.
Juanjo Llorente (Esquerra Unida País Valencia)
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