Nunca me interesé especialmente por Palestina mientras estudiaba Ciencias Políticas y cuando miro atrás, con impotencia ante el presente, tratando de entender cómo ha sido posible deshumanizar a un pueblo para llegar a aceptar su colonización y asedio medievales con la indiferencia con la que se aceptan, veo con claridad que el mismo error de […]
Nunca me interesé especialmente por Palestina mientras estudiaba Ciencias Políticas y cuando miro atrás, con impotencia ante el presente, tratando de entender cómo ha sido posible deshumanizar a un pueblo para llegar a aceptar su colonización y asedio medievales con la indiferencia con la que se aceptan, veo con claridad que el mismo error de apreciación que yo cometía hasta que realmente «supe lo que estaba pasando» continúa cometiéndose hoy en día y se encuentra en la base del problema que los palestinos aún no han sido capaces de afrontar con éxito.
La narrativa dominante sobre Palestina ha generado, a través de los medios de comunicación de masas y los mensajes de nuestros políticos, un «buenismo» pacifista del diálogo y la convivencia, que funciona como cortina de humo sobre el lento proceso de limpieza étnica con características genocidas que está terminando con la existencia de los palestinos. El Estado de Israel desarrolla su plan de colonización, desplazamiento y encarcelamiento del pueblo palestino mientras los «honrados ciudadanos de occidente» miran hacia otro lado y pretenden que no «saben lo que está pasando», tal y como los alemanes que vivían junto a los campos de exterminio repetían y repiten una y otra vez. Y también mientras muchos de los ciudadanos de ese mismo Estado de Israel, que saben perfectamente lo que está pasando, callan y justifican, no sólo con su silencio, sino con sus votos, cada vez más radicales, la continuidad de la limpieza étnica de los palestinos.
La responsabilidad por dicho comportamiento no se encuentra sólo en la actitud abiertamente colaboradora del conjunto de la población israelí (salvando cada vez menos excepciones) o la contemporización de la comunidad internacional, aplicando el doble rasero y la vergüenza de las decisiones políticas que continuamente normalizan al Estado de Israel como uno más entre las «naciones civilizadas». Se fundamenta también en el modo de narrarlo desde la academia y el periodismo, asemejándose cada vez más muchos de los cursos y textos al respecto a actitudes como la de Winston Churchill, cuando dijo sobre Neville Chamberlain que era «un hombre animado por la esperanza de pasar a la historia como fundador de la paz», cuando en realidad se trataba del impotente ministro de Asuntos Exteriores que le dio a Hitler el tiempo que necesitaba para preparar su política de ocupación y exterminio.
Recuerdo de aquella época de estudiante en la que no me interesaba Palestina (1993-1998) una lamentable jaculatoria en bucle -que se repite lastimeramente aún hoy en día con menos vigor y credibilidad que el «ave maría purísima, sin pecado concebida» de los rosarios de mi abuela-: «La paz es posible, es necesario apostar por el diálogo y el proceso de paz». Quince años después, mientras la situación empeora sin límites, la mayoría de nuestros políticos, académicos, periodistas y diplomáticos siguen repitiendo y quizás hasta creyéndose la misma estupidez.
Entonces y ahora, siempre según ellos, no sólo la paz es posible y se encuentra amenazada sólo por los radicales de ambos bandos, sino que el conflicto es complejo, cada vez más repleto de mapas con líneas de muchos colores, zonas de autonomía limitada, control limitado y control exclusivo, nombres de conferencias de paz y calendarios de aplicación de los acuerdos, guerras y, ante todo, la necesidad original y fuera de cuestionamiento de garantizar la seguridad de un pueblo perseguido en la historia.
Si a eso se le suma que cuando, ya hace quince años, oía hablar de sionismo mascullaba en silencio, con rechazo: «Ya están estos radicales otra vez utilizando terminología pasada de moda», puede entenderse el motivo por el cual el conflicto palestino-israelí no calaba entre las preocupaciones ni el interés de aquel estudiante, hastiado de la misma imagen, la misma noticia, y la misma frase de su padre diciendo ante el telediario «esos se matarán toda la vida, eso no tiene arreglo». Como siguen pensando la mayoría de nuestros contemporáneos.
Libros como el que aquí se presenta permiten que eso no suceda más a partir de un enfoque omitido durante muchos años y que se encuentra en la base de una comprensión real de lo que allí sucede. Ojalá hubiera caído en mis manos cuando adolescente. Palestina ha sido narrada como un conflicto. Un conflicto eterno, de base religiosa, trufado de fundamentalismo y, ante todo, un conflicto en el que las víctimas por antonomasia de la historia europea luchaban por su supervivencia en un entorno hostil que busca su destrucción. Sí, empatía con los palestinos, pero ante todo una negativa de raíz a cuestionar la legitimidad del Estado de Israel. Los judíos han sufrido y han sido perseguidos. Tienen, por tanto, derechos. Aunque quizás no lleven toda la razón, al menos, que se negocie, y que los árabes acepten.
A todos nos ha llevado mucho tiempo llegar a cuestionar el axioma de base a partir del cual se presenta este conflicto. ¿Por qué? Porque la narrativa real, más ajustada a los hechos, no se nos ha presentado de manera correcta debido a una suerte de conjunciones de censura y complejo de culpa que es necesario superar. Este texto lo supera y se dirige directamente a la tarea de generar la narrativa necesaria y urgente para comprender de qué hablamos cuando hablamos de Israel.
Israel no tiene derecho a existir en su formulación actual, la de un Estado judío para los judíos. Y asegurarlo no es una afirmación antisemita. Se trata de una suma de historia y teoría del Estado moderno. Israel no tiene derecho a existir porque Israel es una entidad colonial, de ocupación beligerante. Israel mantiene un régimen segregacionista y de discriminación efectiva contra la población originaria del territorio en el que se estableció a partir de un proceso de limpieza étnica, «la Nakba», que comenzó en 1948 y continúa, sin prisa pero sin pausa, en la actualidad. En Jerusalén Este y en tantos otros lugares donde la población originaria del territorio se ve cada vez más encerrada y comprimida en auténticos «bantustanes a la sudafricana» o «reservas indias» en los que además, de tanto en tanto, y no siendo suficiente con la extorsión de la ausencia de suministros o libertad de movimientos, se los bombardea indiscriminadamente desde tierra, mar y aire como hemos visto en Gaza los pasados meses de diciembre y enero.
Israel es un Estado que se aproxima cada vez más, si no lo es ya, al fascismo en su estado más puro. Que viola sistemáticamente el derecho internacional y que además se pavonea de hacerlo, insistiendo en que continuará comportándose de la misma manera mientras le plazca.
Por tanto, leyendo las páginas de este libro, uno comprenderá de dónde surge históricamente esta percepción, ya sin miedo a ser comunicada en público. Israel es una entidad política basada en una ideología y un movimiento político, denominado «sionismo», que no tienen lugar entre las naciones democráticas y «civilizadas» con las que pretende interactuar. El problema es Israel. El problema es el sionismo. Y este libro permite formarse, entender, aprender historia y razonar para perder el miedo. Es un libro «quitamiedos». Es un libro que informa de la verdad y que debe generar que, en el momento en que se cierre, uno quiera pasar a la acción. Un libro de historia para la acción.
La casualidad y la intención me llevaron a presenciar la campaña militar «plomo fundido» que Israel desarrolló contra Gaza entre el 27 de diciembre de 2008 y el 20 de enero de 2009. La penúltima de sus masacres. Tras mi regreso de Gaza, pienso en 1937 cuando el poeta peruano, varias veces exiliado, César Vallejo, escribió: «Si cae -digo, es un decir- si cae/ España, de la tierra para abajo,/ niños, ¡cómo vais a cesar de crecer!/ ¡cómo va a castigar el año al mes!/ ¡cómo van a quedarse en diez los dientes,/ en palote el diptongo, la medalla en llanto!/ ¡Cómo va el corderillo a continuar atado por la pata al gran tintero!/ ¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto/ hasta la letra en que nació la pena!».
Eric Blair, conocido más tarde como George Orwell, no había leído este poema cuando en 1936 llegó a España y terminó por convertirse en miembro de la milicia del POUM en el frente de Aragón, pero comprendió rápidamente, en aquella época y en aquel contexto, que la caída de Belchite no era más que el comienzo de la caída de París, de Varsovia o de Praga. El fascismo se cernía entonces sobre Europa y aquellas luchas -que parecían locales y civiles- se comprenden ahora como una mera continuidad de derrotas que terminaron por sembrar el camino al Holocausto nazi. El «nunca más» del siglo XX se construyó sobre un conjunto de valores que posteriormente fundamentarían la Declaración Universal de Derechos Humanos, una serie de principios que no deberían ser vulnerados.
Palestina es hoy Belchite. Palestina es hoy, cualitativamente, la Varsovia del Ghetto, un bantustán a la sudafricana. Israel es el régimen de apartheid que la destruye. Palestina cae, irremediablemente, en un blanco y negro que remite a la Europa Central de principios de los años 40. Poblaciones desplazadas por la fuerza de sus hogares, concentradas y encerradas por muros y vallas, a las que se cortan suministros y posibilidades de supervivencia material, se identifica étnica y religiosamente, se extermina aleatoria e indiscriminadamente desde el aire, se humilla sistemáticamente, se discrimina, anula y deshumaniza, se elimina y expulsa en un lento, pero que viene sin pausa, proceso que ha sido definido por el prestigioso académico judío norteamericano Richard Falk, relator de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en los Territorios Palestinos Ocupados, como «preludio al genocidio».
Como ciudadano, informador, cooperante, votante, si cae Palestina, «Si cae -digo, es un decir- si cae», y no he colaborado a su defensa, habré renunciado a esa pulsión que nos exige no permanecer en silencio ante la destrucción de los valores de la civilización y la democracia a partir de los cuales fui educado.
Hace apenas dos décadas, un régimen que desplazaba, segregaba, encerraba, empobrecía, humillaba y asesinaba a sus ciudadanos, de manera similar, aunque sin llegar al nivel de crueldad y sofisticación del que somos testigos en Palestina, fue derribado. Se llamaba la Sudáfrica del Apartheid y la supremacía blanca. Contra su injusticia se luchó desde dentro. Pero también desde fuera. Y se venció. Sudáfrica, sin ser hoy un país justo, ya no es un régimen de apartheid y segregación. Palestina y Sudáfrica. Un ejemplo exitoso a seguir y un espacio por construir. Luchas por los derechos civiles. Contra un triunfo de la violencia donde la justicia pierde cualquier espacio y posibilidad, la resistencia civil, no violenta, masiva, creativa, de los ciudadanos sin fronteras. La sociedad civil palestina ha convocado a desarrollar, en justicia, y por Palestina, una campaña de Boicot, Desinversiones y Sanciones contra el régimen de apartheid de Israel. Tras Gaza, tras los muros de Cisjordania, no nos queda más opción que arrimar el hombro. Yo me apunto y os convoco, con Gaza en la memoria, a que todos y todas, comencéis el Boicot al Estado de Israel. Para que Palestina no caiga.
Este libro despeja dudas. Para levantar Palestina y levantarnos todos con ella.