Un misterio recorre Europa: el misterio de la traducción editorial. Y decimos Europa por conservar el paralelismo con la frase de referencia. Pero es muy posible que pudiera decirse: el mundo. ¿Por qué un traductor de libros -lleve los años que lleve en la profesión, haya traducido los libros que haya traducido, tenga a su […]
Un misterio recorre Europa: el misterio de la traducción editorial. Y decimos Europa por conservar el paralelismo con la frase de referencia. Pero es muy posible que pudiera decirse: el mundo. ¿Por qué un traductor de libros -lleve los años que lleve en la profesión, haya traducido los libros que haya traducido, tenga a su espalda el currículum que tenga- tiene que pasarse toda su vida profesional, en su relación con parte de las empresas editoriales para las que traduce defendiendo, libro tras libro, exactamente lo mismo: un reconocimiento no vergonzante de su existencia, un contrato laboral que se ajuste a las leyes vigentes, una remuneración acorde con su labor de profesional altamente especializado, fruto de una formación compleja y las más de las veces universitaria, una actualización de esa remuneración acorde cuando menos con la subida anual del coste de vida, una consideración en consonancia con su condición de eslabón inevitable en la transmisión del saber y la cultura, con el papel social de primera línea que eso le otorga, con la riqueza intelectual que aporta a los ciudadanos a cuya lengua traduce y con el beneficio económico que aporta a las empresas para las que trabaja? No ha mucho, oímos de labios de un editor de los que sí valoran de forma adecuada el papel del traductor el siguiente comentario que no podemos por menos de reproducir aquí: «Si no publicásemos traducciones, lo más probable es que tuviéramos que cerrar antes de un año.» Y añadió: «En realidad, los traductores no deberían figurar en la contabilidad editorial en el capítulo de gastos, sino en el capítulo de inversiones.»
En el mes de abril del año en curso, Manuel Rodríguez Rivero publicó un artículo en el diario El País que decía con palabras no muy diferentes cosas muy semejantes. Escribe Rodríguez Rivero: «Se diría que el editor se avergüenza del traductor, que no desea concederle excesivo protagonismo, por si acaso. Por supuesto, una actitud semejante tiene que ver con la consideración editorial del traductor, con el regateo a la hora de negociar tarifas (hace tiempo congeladas), con la reticencia a pactar regalías que le permitan participar en el pastel de los beneficios, especialmente en el caso de que el libro que tradujo se convierta en un best seller.»
Tenemos empeño en citar estas líneas porque vienen de la pluma de alguien que considera la cuestión no desde fuera del mundo del libro, pero sí desde fuera de la profesión, con lo cual no se les puede aplicar el cómodo tópico de «los traductores siempre se están quejando». Y añadamos, de paso, que los traductores no se quejan más que el resto de los trabajadores con motivos para quejarse; es más, una de las conclusiones más evidentes del presente Libro Blanco es que tienden a quejarse poquísimo, mucho menos de lo que debieran. Aunque no sea quejarse la palabra adecuada. La palabra adecuada sería reclamar, reclamar lo que la ley les concede y aquello a que los hace acreedores su categoría de indispensables «agentes sociales» de la política cultural de un país y de generadores, en la parte que les corresponde, del bienestar intelectual de sus conciudadanos; y, no menos, su condición no de «parásitos de la literatura» o de reivindicadores de un jactancioso «quiero y no puedo», como parece que hay quien los considera de forma más o menos implícita, sino de generadores de beneficios dignos de consideración para la industria editorial. Es decir, de creadores de riqueza en sus más amplios y varios sentidos.
Reside ahí por otra parte, en esa «vergüenza» o «desprecio» que se palpa en la actitud de algunos editores respecto a la traducción y los traductores, el meollo del misterio al que antes aludíamos. Nos preguntamos con frecuencia cuál es el huevo y cuál es la gallina. ¿Se hace caso omiso de la ley y se escatiman el reconocimiento y la remuneración porque se desprecia el oficio de traducir? Lo cual daría pie a preguntarse por otro misterio cuya consideración pormenorizada rebasaría el espacio reservado a estas líneas, pero que no descartamos abordar algún día en otro lugar: ¿por qué se desprecia? ¿O es ese desprecio un hábil pretexto para saltarse, con desprecio no menor, la Ley de Propiedad Intelectual e intentar que la remuneración de la labor de traducción incremente lo menos posible ese capítulo de gastos de la empresa, siendo así que debería computarse, si se enfocase la cuestión correctamente, como parte no despreciable del capítulo de inversión?
Sea como fuere, ACE Traductores con este II Libro Blanco de la Traducción Editorial -que actualiza el primero que publicó hace trece años-, no quiere ofrecer a cuantas personas estén implicadas en la traducción editorial -que son todas: escritores, traductores, editores, lectores, críticos literarios, libreros, legisladores y gobernantes- ni un panfleto ni un memorial de agravios. Sólo -y nada menos que- un retrato fiel y documentado del estado de la cuestión aquí y ahora y una herramienta para una reflexión serena y crítica -lo cortés no quita lo valiente- acerca de una profesión sin la cual no puede existir ni sobrevivir sociedad civilizada alguna.
Este Libro Blanco está dedicado a Mario Merlino, quien lo empezó con todos nosotros. Pero, muy en contra de su voluntad y con indecible dolor nuestro, nos dejó concluirlo sin él. Vulnerant omnes, ultima necat.
Junta Rectora de ACE Traductores
rCR