La Organización Meteorológica Mundial ha confirmado estos días atrás un aumento récord de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera en 2016. Y en 2017 hemos asistido, de nuevo, a la creciente virulencia del cambio ya acumulado: olas de calor y sequías persistentes que han puesto en riesgo cosechas y acceso al […]
La Organización Meteorológica Mundial ha confirmado estos días atrás un aumento récord de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera en 2016. Y en 2017 hemos asistido, de nuevo, a la creciente virulencia del cambio ya acumulado: olas de calor y sequías persistentes que han puesto en riesgo cosechas y acceso al agua y disparado la peligrosidad de los incendios forestales; huracanes e inundaciones que sacuden y destrozan infraestructuras frágiles, y a veces no tan frágiles; un espectacular retroceso en el hielo del Ártico y un larguísimo verano que parece no tener fin.
Teresa Ribera. Directora del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales (IDDRI). EFE/Archivo/Caty Arévalo
Todo esto supone un coste para el planeta, un coste para el sistema productivo y los presupuestos públicos pero, sobre todo, un coste para el desarrollo y para las personas, que es inmenso en el Sahel, y en países como Bangladesh o en islas como San Martin o Puerto Rico, pero grave también en Europa, Australia o California. Un coste muy alto, que sigue creciendo y que no es fácil reducir. Pero ¡sí se puede evitar que siga aumentando!.
Esta fue la convicción que llevó a los gobiernos de todo el mundo a respaldar el Acuerdo de París en diciembre de 2015, batiendo récords de participación y de tiempo de entrada en vigor un avance en la gobernanza global que, aunque tímido de cara al objetivo marcado, es suficientemente serio para incluir un mecanismo de puesta al día que exige incrementar nuestra actuación para compaginarla con los objetivos comprometidos.
Quizás por eso, cuando todavía estamos a tiempo, llega la hora de tocar la campana y exigir a nuestros dirigentes que salgan de la cómoda zona de confort en la que, gracias a Donald Trump, parecen haberse instalado.
El nuevo inquilino de la Casa Blanca se está esforzando en los ataques a las estrategias ambiental y energética de su predecesor, mientras zarandea foros de concertación multilateral y se repliega ante toda iniciativa de solidaridad con los colectivos más vulnerables.
Afortunadamente, la respuesta a su desafío ha sido unánime tanto dentro como fuera de las fronteras estadounidenses. Todos los países firmantes han mantenido su respaldo al acuerdo, al que se acaba de sumar Nicaragua dejando a EEUU junto con Siria como únicos países fuera del mismo si la salida anunciada llega a materializarse.
Junto a los gobiernos nacionales, alcaldes y gobernadores, y actores económicos y sociales muy distintos se movilizan por el cambio.¡Hasta China ha descubierto que es una buena ocasión para marcar distancias y adelantar un poco en su carrera por ganarse el podio en la geopolítica mundial!.
Bien están las muestras de adhesión y compromiso. Pero eso no basta. Las contribuciones anunciadas en el contexto del Acuerdo de París son insuficientes para alcanzar el objetivo. Por eso es importante el mecanismo de actualización que debe activarse en 2020, y de ahí que no podamos permitirnos el lujo de relajarnos ni retrasar las reformas estructurales serias que nuestras economías requieren.
Ahora bien, llegar a 2020 en condiciones adecuadas para activar un acelerón en políticas de cambio climático no es sencillo.
El efecto anestesiante Trump puede ser muy peligroso y exige que aquellos que se han comprometido activen de forma acelerada medidas que van más allá del anuncio oficial de cifras y objetivos.
Y en esto Europa sigue siendo clave. La Unión Europea aspira a algo más que a cumplir sus compromisos con el Acuerdo de París: quiere acompañar a los demás actores globales en la construcción de un futuro próspero compatible con la seguridad climática y a liderar la acción política para conseguirlo. Para ser creíble necesita ofrecer credenciales adecuadas lo que, en términos prácticos, implica un proceso convincente de descarbonización de la economía europea y una oferta seria de solidaridad y acompañamiento internacionales. Y aquí empieza la dificultad.
La Comisión Europea ha venido articulando su política climática de manera cada vez más transversal y compleja -¡como debe ser!-, ganando coherencia en los distintos frentes de emisión de gases de efecto invernadero y buscando una mejor integración de escenarios climáticos y necesidades de adaptación.
Pero ¿el esfuerzo europeo es adecuado? ¿La realidad sobre el terreno confirma lo que prometen sus líderes o Europa se mantiene alejada de lo que resulta necesario?.
Lo cierto es que, dos años después de París, sigue habiendo importantes claroscuros. Por un lado, la idea de una Estrategia Europea de la Energía, vieja aspiración de Delors recuperada por Juncker se abre paso en el «Paquete de Invierno» lanzado en noviembre de 2016 articulando propuestas novedosas para el sector europeo tanto en generación y renovables, como en funcionamiento del mercado eléctrico, infraestructuras de transporte y gobernanza.
A esto se suman las iniciativas en innovación y movilidad, las propuesta de economía circular, el incipiente debate sobre el futuro de una política agrícola común o el lanzamiento de la reflexión sobre qué sistema financiero y qué reglas al respecto pueden facilitar la transición a una economía sostenible y compatible con las necesidades del clima.
Todo ello se hace en un momento crítico para Europa. Por el desgaste del Brexit; por una crisis humanitaria y migratoria que no ha sido capaz de gestionar, y por una ola conservadora y nacionalista que dificulta enormemente el interés común y la coherencia estratégica con los objetivos de medio y largo plazo.
Este contexto explica la frustración que vivimos, también en materia de clima, incluido el compromiso con el Acuerdo de Paris.
El Brexit y la vergonzante reacción a la presión migratoria cuestionan el compromiso de solidaridad y la inteligencia política de Europa en el frente internacional. Y en el ámbito doméstico, las tensiones nacionalistas y las divergencias en las situaciones de partida empujan a la baja las propuestas cuantitativas de la Comisión, que, de por sí, ya habían optado por mantenerse en la parte inferior de la horquilla.
El resultado es que Europa se bate por un paquete energético insuficiente para construir sendas de medio y largo plazo adecuadas para la descarbonización completa de la economía europea. Y, sobre el terreno, países grandes como Alemania y España apuntan al incumplimiento de sus metas para 2020; Polonia se resiste todavía al concepto mismo de descarbonización y pocos Estados -entre los que, en este caso sí, se encuentra Alemania- se han tomado en serio el plazo para la descarbonización en 2050.
¿Qué podemos hacer? Hay varios «imprescindibles» a los que no debemos renunciar y que, en algunos casos, requieren una presión social y económica que acompañe y recuerde a los jefes de Estado y de Gobierno su compromiso.
El primer imprescindible se juega en la negociación interna. No es posible rebajar la propuesta de la Comisión sobre los objetivos europeos a 2030. Al contrario: es importante mantenerlos y reforzarlos.
El segundo es adoptar con firmeza un conjunto de medidas que aseguren la transición justa para los colectivos de trabajadores y las zonas en las que se concentra especialmente el ajuste del modelo económico. Francia ha lanzado un contrato de transición y Alemania explora y aplica medidas de desarrollo regional en zonas con una dependencia notable del carbón.
España haría bien en sumarse a este proceso, dado que después del carbón vendrá el automóvil y otros sectores industriales críticos, aunque cabría plantearse también qué ocurrirá con la agricultura o el turismo.
Hay un tercer «imprescindible» doméstico, las herramientas de gobernanza: Europa debe desarrollar los mecanismos que permitan coordinar las medidas domésticas con los objetivos comunes; adoptando y revisando trayectorias de largo plazo como las exigidas en el Acuerdo de París. Hoy por hoy nos vemos abocados a adoptar un paquete flojo cuya entrada en vigor coincidirá, precisamente, ¡con el momento en el que los países están llamados a actualizar sus compromisos!.
Por último, el gran «imprescindible» externo es el dirigido a los jefes de Estado y de Gobierno: qué papel quieren que Europa juegue en el mundo? Porque cualquier respuesta al respecto requiere una revisión al alza, con coherencia y ambición, de nuestros compromisos con el desafío del cambio climático.
Fuente: http://www.efedocanalisis.com/noticia/puede-europa-cumplir-acuerdo-paris/