Después de las ocho es la hora en la que los trabajadores de los invernaderos de El Ejido (Almería) terminan una maratoniana jornada que linda con la explotación. En bicicletas, muchos de ellos recorren los márgenes de las carreteras que comunican el mar de plástico que abastece de verdura barata a Europa con el lugar donde ellos sobreviven, chabolas de palés y cartones. Poco a poco, cruzan otra frontera, de la explotación a la esclavitud. Son presos de un sistema económico, el agroalimentario, del que no escapa nadie, pero que sustentan ellos, con sus manos encalladas, su piel abrasada por pesticidas y su sudor exprimido por el calor de los hornos donde crece el alimento de medio continente.
Lleva siendo así desde que El Ejido dejó de ser un desierto, desde que Franco extrajo el agua de los acuíferos subterráneos y convirtió el páramo en un vergel, un pueblo de nueva colonización que, desde entonces, se ha erigido en uno de los más ricos de España. Empresarios, agricultores y trabajadores migrantes viven allí, a escasos metros, pero no conviven. Coexisten con la tensión generada, mirándose con recelo, conscientes todos de que son necesarios los unos para los otros, conscientes de que la relación de poder está dominada por los de piel blanca, yates en el puerto, coches de alta gama en el garaje y viviendas de lujo en una zona inexpugnable. Reina una desconfianza construida y sustentada en la necesidad.
Así ha quedado retratado en el documental Después de la ocho, realizado por la cooperativa de producción audiovisual Bruna y el Observatori DESC. Un trabajo cuidado al detalle que resume la espiral neoliberal que esquilma los recursos naturales —incluidos los seres humanos— desde los Pirineos hasta Senegal para convertirlos en beneficios. El documental, que estrena Público en exclusiva a partir del viernes 20 de noviembre, «trata de ir de lo particular, los acontecimientos de El Ejido en el año 2000, a lo general, a los efectos de esta agroindustria y a la extensión de este modelo en otros puntos de la geografía española», explica a Público Carlos Juan Martínez, el director del filme y cooperativista de Bruna.
Cuando en febrero de hace veinte años saltó la chispa del odio racial, prendió todo el material inflamable que tapaban los plásticos de los invernaderos y también las tejas de los chalés del pueblo. Se produjeron los brotes violentos de corte racista más importantes de la historia reciente en Europa. Pandillas de vecinos organizados, armados con palos y cadenas, se lanzaron a la caza del moro, incendiaron chabolas, viviendas, locales y negocios de migrantes en una respuesta más emocional que lógica a varios episodios aislados, pero enraizados en un clima previo de tensión racial abonado por el odio y la desconfianza.
El padre de Juan José Bonilla fue de una de las tres víctimas mortales que dio lugar al estallido. Era un empresario agrícola que resultó asesinado por un trabajador árabe cuando intentaba evitar que el mismo jornalero matara a otro agricultor. No lo logró. Diez años después, Bonilla es concejal por Vox en el Ayuntamiento de El Ejido y no escatima en alarma: «A una chica tan guapa como tú no le recomiendo ir sola por la calle aquí después de la ocho», le dice a una de las integrantes del equipo durante la grabación del documental.
Para Ernest Gutiérrez, técnico de proyectos del Observatori DESC y productor del documental, la alarma que lanza Bonilla es tal, aunque matiza: «Si generas entornos de miseria y esclavismo, no puedes esperar una paz total. Con condiciones dignas de trabajo y vida, los comportamientos de la gente generan menos tensiones en la calle. El sistema hortofrutícola mismo genera este marco.»
Y ese es el objetivo del documental, «retratar todas las caras de un mismo fenómeno que exponemos como un cubo de Rubik y con cierto recorrido histórico», apunta Gutiérrez, que señala El Ejido como «escenario perfecto» para ilustrar hacia dónde ha llevado el modelo económico de la Unión Europea. «Hace 40 años no existía El Ejido como población, no había nada allí», insiste. Fue una repoblación agraria que, «con la entrada de España en el mercado común europeo en el 92 y el tratado de Maastricht, ya era un alumno aventajado del modelo neoliberal que se iba aplicar en gran parte la España agraria», sostiene.
Ahora, los plásticos de los invernaderos han ido ganando tanto terreno que ya se ven desde el espacio, mientras la desigualdad social crece y la redistribución de esas grandes cantidades de dinero es inexistente. Al mismo tiempo, se degrada el medio ambiente y se precarizan los empleos y los salarios locales. «Al final todo el producto se exporta a Francia o Alemania donde hay más poder adquisitivo. Los precios finales son bajos, pero en España, donde los salarios son más bajos aún, se importan productos de otros países, como Marruecos, para que aquí se pueda consumir. Es el drama de mercantilizar algo tan básico como la alimentación y enfocarlo solo al modelo exportador», explica el productor.
«El Ejido es un sitio muy visual, cuando llegas, lo percibes claramente. Hay una segregación total por clase social y por origen. Pasas de ver chabolas y precariedad absoluta a campos de golf, spas, ferraris y yates. Eso está allí y es de alguien. Y genera un malestar», añade Martínez.
Después de las ocho recorre la historia del Ejido hasta el momento actual como espejo de lo que ya ocurre con los frutos rojos en Huelva, la fruta de hueso en Lleida y Aragón, sandías y melones en Murcia y la industria cárnica en Binéfar. En todos los casos, el denominador común es la explotación de mano de obra migrante «a la que ni siquiera se les permite ser asalariada y organizarse», lamenta Gutiérrez.
¿Cómo salir de este torbellino que no beneficia ni a trabajadores ni a agricultores ni al medio ambiente ni al consumidor final? El documental muestra alternativas que llevan años construyéndose, «pero que solo son una pequeña resistencia», matizan. Las cooperativas y grupos de consumo responsable pueden ser la punta de lanza, «pero si se quiere cambiar el modelo o corregirlo en parte, se necesita un impulso de las instituciones, del sector público», señala Martínez.
«El consumidor tiene el poder de decidir, el consumo es un acto político, claro, pero no se puede responsabilizar al individuo de un problema estructural», sostiene el director. «No es que la gente, el consumidor, no pueda hacer nada, pero hay que reclamar una producción agraria sostenible en tu territorio, no como consumidor, sino como ciudadano. No llevarlo a lógica de mercado y consumo, sino a la de clase, pueblo o ciudadanía, como quiera llamarse».
Aquellos tres días de ira, terror y fuego ocuparon las portadas internacionales. Fueron días que aún no han terminado de pasar y que, larvados con una menor intensidad —de momento—, se repiten en Almería, Huelva, Lleida, Murcia o Aragón. Comida barata para consumidores empobrecidos y recogida por trabajadores migrantes despojados de cualquier derecho. «Ahora la violencia es más sutil, está más individualizada, se organiza en micro grupos de forma menos explosiva, pero sigue ahí», advierte Gutiérrez.
«No es que algo así pueda volver a ocurrir, es que está ocurriendo continuamente», añade Martínez. Para Gutiérrez no hay duda. No es que haya pasado una vez, es que aquello fue el comienzo de algo. «El campo va creciendo en hectáreas, producción y mano de obra migrante necesaria. Habrá más chabolas porque hay mucha gente que se beneficia de este sistema. Y la gente que sufre, tarde o temprano, acaba organizándose y, el día que pase algo, la gota que colme el vaso, puede repetirse todo», concluye contendente.
Fuente: https://www.publico.es/sociedad/despues-ocho-20-anos-del.html