Javier de Lucas es catedrático de filosofía del derecho y filosofía política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València, del que fue fundador y primer director. Ha sido director del Colegio de España en París (2005-2012) y presidente de CEAR (2008-2009). Pertenece a numerosos consejos científicos y editoriales nacionales e internacionales; […]
Javier de Lucas es catedrático de filosofía del derecho y filosofía política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universitat de València, del que fue fundador y primer director. Ha sido director del Colegio de España en París (2005-2012) y presidente de CEAR (2008-2009). Pertenece a numerosos consejos científicos y editoriales nacionales e internacionales; ha publicado una veintena de libros y más de 300 artículos en revistas científicas. Su ámbito de trabajo incluye cuestiones de derechos humanos, políticas migratorias, legitimidad, democracia y ciudadanía. En esta entrevista de Lucas reflexiona sobre la reciente involución en materia de derechos y garantías en España y su impacto en los colectivos más vulnerables.
-Nuria del Viso (NdV): Algunas de las respuestas que se han dado a la crisis desde 2011 incluyen una preocupante faceta de involución en los derechos y las garantías ciudadanas. ¿Nos encontramos en estado de excepción por intensificación del control social en distintos frentes?
-Javier de Lucas (JdL): La utilización del término «estado de excepción» podría parecer exagerada o ser tachada de demagógica, pero yo la encuentro justificada en el sentido de que hay una suerte de excepción permanente y creciente en los últimos años a lo que serían las normas de derecho común propias del orden jurídico constitucional vigente. Es cierto que habría que matizar, por lo menos de cara a la precisión jurídica, que los derechos que han sido recortados en su gran mayoría en la Constitución no están propiamente diseñados como derechos, salvo el de la educación, sino como principios rectores de la vida económica y social. Pero creo que, con independencia de una hipotética reforma constitucional, esos derechos, vinculados a la dignidad de la persona, deberían ocupar la misma condición que las libertades públicas. Lo cierto es que se ha producido una verdadera ablación de esos derechos. Empezó siendo una reducción su alcance, sobre todo de los sujetos −el ejemplo más claro es el RD Ley 16/2012 [sobre la restricción de la cobertura del sistema nacional de sanidad]−, pero se ha convertido realmente en una demolición de los derechos fundamentales más esenciales. En este sentido, yo significaría tres líneas de actuación: 1) el recorte del contenido y de los sujetos de derechos sociales que son básicos, y ahí para mí el ejemplo más claro es la demolición de la educación pública como un modelo universal al alcance de todos y a todos los niveles, y con una especial fiereza diría que es la que vivimos en estos momentos en relación a la enseñanza superior; 2) la demolición del sistema de sanidad universal; y 3) no solo los recortes, sino las dificultades que se ponen a colectivos vulnerables para que tengan a su alcance las prestaciones que en el fondo no son más que la consecuencia de esos derechos sociales. Ahí lógicamente hay que hablar de las pensiones, de la situación de los jubilados, y un caso especialmente doloroso es cómo se han recortado las ayudas a los dependientes, y en particular a las familias con grandes dependientes.
Querría insistir en esa doble concreción: por una parte, la demolición de un grupo de derechos ubicados entre los derechos sociales y culturales, que incluso en nuestra taxonomía constitucional se encuentran entre los derechos de protección reforzada, y por otra parte, el recorte de los contenidos y de los sujetos de derechos básicos de esa triple línea de acción a la que me refería. Quisiera añadir el derecho al trabajo. La reforma laboral ha sido particularmente dura. Sin embargo, aunque es llamativo en las consecuencias, el derecho al trabajo, en cuanto a su visión como derecho, nunca ha sido tomado en serio, nunca se ha pensado en la situación que viven los parados, que es la tragedia más importante que vive España, y por ello es menos enunciado en términos de recorte de derechos. Podría añadirse, como apéndice, el derecho a la vivienda, que es una tragedia que está afectando a decenas de miles de familias que viven los desahucios. La propia Unión Europea (UE) ha dejado claro por vía jurisprudencial que las condiciones que se imponen son verdaderas exacciones que van mucho más allá de lo admisible en un sistema de préstamos que no caiga en la usura. El modelo sobre el que se ha configurado el préstamo hipotecario es un modelo inaceptable, más si se acude al derecho comparado, que ilustra como criterio básico lo que se llama la «segunda oportunidad».
-NdV: En este sentido, el informe del comisario para los derechos humanos del Consejo de Europa de octubre de 2013, Nils Muiznieks, tras su visita a España menciona tres grupos de especial vulnerabilidad: infancia, personas con diversidad funcional, y migrantes. ¿Cuál es tu valoración acerca del impacto de las medidas de austeridad sobre estos tres colectivos?
-JdL: Ya he mencionado en la pregunta anterior el caso de los dependientes. Por tanto, querría referirme a los otros dos apartados. Se trata de los sujetos que están más cercanos de la condición de no-sujetos. De una parte, los niños que, en sentido estricto hasta la Convención de Derechos del Niño, el estándar internacional ni siquiera aceptaba calificarlos como sujetos de derecho; eran más bien una extensión propiedad de sus padres, que tenían todas las competencias y definían sus intereses. Después de la Convención de Derechos del Niño y en el orden jurídico español de la Ley orgánica de Protección del Menor, se reconoce que los niños son sujetos de derechos, aunque no sean mayores de edad, y se reconoce además que son sujetos particularmente vulnerables, de ahí la importancia que se atribuye a la condición o cláusula de protección del menor a la hora de trabajar con menores de edad. Creo que el caso de lo que se denomina MENA, menores migrantes no acompañados, es particular grave porque en este colectivo, muy afectado por los fenómenos de pobreza y de desatención −y hay que recordar que un reciente informe sitúa a España solo por delante de Rumanía en relación con la desprotección que supone la pobreza infantil−, se une a la condición de inmigrante, el segundo gran colectivo vulnerable.
La legislación española, siguiendo la miopía de la legislación europea, ha contribuido a crear un tipo de sujetos que son con toda claridad infrasujetos de derechos cuando no, por duro que parezca la acepción, no-sujetos de derecho, los inmigrantes. Se ha construido unos sujetos que no están definidos como debiera ser por la condición básica de igualdad de derechos, sino que se trata de sujetos vicarios cuya existencia responde solo a la necesidad de un trabajo en condiciones de dumping social, un trabajo en nichos sociales donde la mano de obra nacional no existe, y además un trabajo sujeto a que se acepten unas condiciones que son inaceptables jurídicamente hablando porque violan el principio básico de igualdad. Esa fragmentación de derechos que sufren los inmigrantes y que llega incluso a un régimen que no puede sino ser calificado como de atroz, como ha hecho el comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa. El nuevo comisario de Inmigración, para sorpresa general, tiene como gran mérito en su curriculum el haber sido ministro griego de Defensa, lo que nos da una idea de por dónde van, nunca mejor dicho, los tiros, en materia de migración. Y en este régimen atroz, cuando hablamos de la situación de los refugiados, y no solo de los inmigrantes que intentan pasar desde países en conflicto, el caso más grave en los últimos años es el de Siria, pero también los que huyen de la crisis del ébola o de numerosas guerras larvadas, como la que existe en Mali; cuando intentan pasar el Mediterráneo son tratados como lo que Migreurope ha calificado como «un estado de guerra de la UE contra los inmigrantes». Nos fijamos habitualmente en las islas del sur de Italia, en Ceuta y Melilla y no nos fijamos como debiéramos en la situación que viven los inmigrantes y refugiados que intentan llegar hasta la Europa desde oriente a las costas griegas y que son rechazados con verdaderas acciones de guerra, ni siquiera policiales. A esto hay que sumar las operaciones de policía de dudosa justificación, como la operación Mos Maiorum. Con todo, conviene recordar que el Gobierno español ha llamado la atención por las llamadas eufemísticamente «devoluciones en caliente», que infringen legislación interna, legislación europea y legislación internacional.
-NdV: Los inmigrantes y refugiados son tratados crecientemente en términos de seguridad, con militarización de fronteras y criminalización de los migrantes, negándoles el propio estatus de migrante e incluso el de refugiado. Las brechas entre «nosotros-los otros», entre los de dentro y los de fuera de la fortaleza, unos con derechos (aunque en recesión) y otros que no son tratados ni como sujetos, hemos trascendido la exclusión para pasar a la expulsión, y los migrantes son hoy «los desechables». ¿Cómo valoras las políticas migratorias que se están implementando en España? ¿Tienen un sesgo etnocultural?
-JdL: Creo que la política europea de inmigración en la deriva de la coartada autojustificada de la crisis, en un primer momento, y en este momento con una coartada aún más dura, que es el peligro de terrorismo con el que se engloba a muchos migrantes, revela un doble error o prejuicio, según los matices, por parte de la UE en relación con esos «otros». Ese error nace básicamente de la necesidad de los países de la UE de obtener unos réditos de adhesión por parte de grupos sociales que, por el contrario, se ven cada vez más dificultados de encontrar una motivación para adherirse al pacto social que las políticas europeas están destruyendo (no ya desmontando, sino destruyendo). Frente a eso, el recurso fácil es acudir a la estigmatización −si no demonización− del otro, presentado como un peligro y una amenaza, lo que justifica utilizar el discurso del miedo, que sirve de coartada básica precisamente a esa política de xenofobia institucional y de creación del otro como amenaza. Esto me parece clarísimo: primero, en la situación de crisis, diciendo que amenazaban el empleo a los ciudadanos europeos; después, la coartada de que constituyen en alguna medida el ejército de reserva de la delincuencia y la criminalidad ligada a delitos contra la integridad sexual y de narcotráfico; y, finalmente, hoy ya abiertamente, el argumento de que la UE hace frente a una amenaza terrorista frente a la que cualquier medida frente al otro, que es sospechoso de terrorismo, está justificada.
-NdV: Desde hace unos años está pujando la construcción de un orden más injusto, como confirma de forma palmaria la reforma constitucional del artículo 135. La restricción de derechos económicos y sociales alimenta en los de abajo la inseguridad (social y económica, pero también vital – desde el ébola hasta un desahucio), mientras que los de arriba temen perder sus privilegios, de modo que reclaman más orden, alegando que se trata de una demanda social, e implementan medidas para reprimir la protesta. Así, no solo perdemos derechos económicos y sociales, sino también civiles y políticos. ¿En qué medida la inseguridad y el miedo están resultando exitosos para desmovilizar a la ciudadanía? ¿Qué representan estas dinámicas para nuestro modelo de convivencia? ¿Qué tipo de sociedad se está conformando (si no hacemos nada)?
-JdL: En esta pregunta hay un doble planteamiento particularmente interesante que yo respondería, en primer lugar, con el argumento de que se está ahondando en la destrucción de un modelo de vínculo social que era característica de los Estados sociales europeos, con los matices que se quiera; no es lo mismo el Estado de providencia que había creado en el Reino Unido y que fue desmontado mucho antes, en la era del thatcherismo, que el Estado social que representaba el modelo republicano francés −incluso el modelo de derecha del gaullismo−, que el modelo alemán, que es el más clásico. En todos ellos subyace un argumento muy importante y es que el vínculo social no puede subsistir, tal y como intenta proponer el modelo europeo, sin un índice básico de igualdad, lo que supone, por un lado, no tolerar la existencia de privilegios en las clases superiores y, por otro, el incrementar considerablemente el estatus en términos de derechos, pero también en términos de protección y participación de las clases medias y de las clases trabajadoras. Esto se ha ido destruyendo de manera muy minuciosa y tiene como resultado emblemático la calificación que España ocupa en este momento en el índice de Gini de desigualdad. Habíamos llegado a ser un Estado casi homologable en términos de desigualdad a los Estados socialdemócratas europeos, sobre todo en la segunda legislatura socialista de Felipe González, pero este logro se ha demolido cuidadosamente. La contrapartida es que al no poder crear un vínculo social con las clases trabajadoras, las tradicionalmente desfavorecidas, estas ya no ven razón para seguir manteniendo el pacto de no agresión frente a quienes les explotan en beneficio de unos pocos cada vez más privilegiados. Uno de los retos de la izquierda era limitar esta brecha, y la diferencia se ha ahondado; evidentemente lo que surge es el riesgo de que se incremente la reacción de crítica y disidencia hasta los extremos del conflicto por parte de los que se ven perdedores en esa ruptura del vínculo social, y yo creo que eso explica -y vamos ya a la segunda parte de la pregunta− la coincidencia con unas políticas que criminalizan a la disidencia. Quizá el emblema más claro de esas políticas es la Ley de Seguridad Ciudadana en España, que justamente se aprueba hoy (11 de diciembre de 2014, cuando se realizó la entrevista), que reduce el espacio legítimo de la disidencia hasta extremos inconcebibles, como lo muestra el hecho de que se criminalice incluso el tomar constancia gráfica de actuaciones de dudosa legalidad o manifiestamente ilegales a quien, por ejemplo, grabe con su móvil o con una cámara el empleo de fuerza desproporcionada por parte de la policía. El hecho de que se haya reducido también la posibilidad de acudir a la justicia por la reforma del sistema de tasas judiciales hace que sea especialmente gravoso para las clases trabajadoras emprender acciones por la vía judicial. Esto es solo otra parte de esa criminalización feroz de la disidencia, y que esta tenga más razones para expresarse y que lo haga fuertemente.
Por otro lado, aunque se hagan esas leyes y se consiga aprobarlas, el resultado contra el que difícilmente pueden luchar los que gobiernan a base de decreto-ley, no por ley −y un ejemplo claro son los casos griego y español−, es que pueden meter en jaula de hierro a la disidencia, pero lo que no pueden controlar es la pérdida de credibilidad y legitimidad del propio orden político, que lleva a los ciudadanos a desconfiar de una manera generalizada, y probablemente injusta, del orden jurídico constitucional y aproximarse a posiciones de crítica y desafección. Esas críticas son justificadas en muchos casos, aunque a veces se trate de posiciones muy generalistas, y en ese sentido injustas, porque tiran al niño con el agua sucia. Creo que actualmente en Grecia y en España se está produciendo un riesgo de este tipo.
-NdV: Hemos operado con un concepto de seguridad vinculado a la idea de orden y control, tal como se entendió en el clásico debate entre libertad y seguridad. En ese sentido, parece que esta noción resulta poco útil en un discurso basado en el respeto de los derechos. ¿Debemos olvidarnos de este concepto o, en contraste, podemos aspirar a una idea de seguridad evolucionada, más englobadora y que incluya derechos económicos, sociales, civiles y políticos?
-JdL: Sí. Creo que como la pregunta planteaba bien, se produce un fenómeno muy llamativo en la tensión dialéctica en la que se presenta habitualmente el binomio seguridad-libertad que es para mí más claro todavía que la aparente contradicción entre igualdad y libertad porque solo desde una extrapolación de los términos es posible mantener la tensión que desemboca en incompatibilidad. Lo cierto es que la noción de seguridad hobbesiana, propia del Antiguo Régimen, sí puede ser entendida en esa visión extrema de la fragilidad del orden, o de la noción más quietista y más reducida de orden. Pero desde Hobbes sabemos bien que la seguridad no tiene sentido si no es seguridad en las libertades. La seguridad entendida como idéntica y exclusiva de la seguridad física y, como mucho, de la propiedad es una falsa seguridad. Es casi como en el chiste en el que preguntan, «¿qué preferís, nosotros o el caos?» Y la respuesta es, «Pues es igual porque vosotros también sois el caos». Es decir que el reproche sutil de Kant a esa noción tan primitiva y radicalizada de seguridad de la mera quietud del orden es muy elocuente. Kant utiliza la broma de la paz perpetua entendida como la paz de los cementerios: solo en los cementerios nadie se mueve de su sitio. Eso no puede ser seguridad.
La noción de seguridad, y si le ponemos el apellido jurídico, es seguridad en estatus de derechos y libertades, y en ese sentido la seguridad no está contrapuesta a la libertad porque no existe más que por y para esta. Si aceptamos esta otra acepción de la noción de seguridad, que es la propia del Estado de derecho, nos damos cuenta de que el enemigo de la seguridad no es la mal llamada inseguridad ciudadana, sino la arbitrariedad del poder, es decir, que estamos inseguros cuando nuestros derechos no están garantizados por encima de la discrecionalidad de quien tiene fuerza o el poder para interferirlos o violarlos. Pero si por el contrario entendemos que la seguridad es la garantía de que nuestros derechos y libertades no van a ser atacados ni reducidos indebidamente, entonces la contraposición desaparece. Creo que no hace falta una gran conceptualización para mostrar que la tensión puede resolverse sencillamente con una noción bastante sencilla de entender, que es esta de la seguridad en la libertad.
Fuente: https://www.fuhem.es/ecosocial/articulos.aspx?v=9702&n=0