«La mayoría de las veces parece algo ‘inocente’. Tipos que te miran fijamente como si fueras de otro planeta, tipos que empiezan a chasquear sus lenguas o hacen otros sonidos, tipos que cuando te pasan por al lado te dicen cosas del tipo ‘Hola nena, ¿quieres venir conmigo?…’ Tal vez esto no suene muy inquietante, […]
Sofie Peeters
Hace ya varias semanas fue aprobada en Bélgica una ley contra el acoso sexual que pretende proteger a las mujeres en las calles y en las redes sociales. Esta ley, impulsada por la Ministra de Interior y de Igualdad de Oportunidades Joëlle Milquet dicta «Art. 2. A los efectos de esta Ley, por sexismo se entiende cualquier acción o conducta que, en las circunstancias previstas en el artículo 444 del Código Penal, tienen como evidente propósito el expresar desprecio por una persona debido a su identidad sexual, o de considerarla, por la misma razón, como inferior, o de ser reducida esencialmente a su identidad sexual causando lesiones graves a su dignidad». Aquellas personas que adopten las conductas contempladas en este artículo podrán ser penadas con multas de entre 50 y 1000 euros, e incluso con la cárcel según sea el caso.
Para muchos -y, lamentablemente, también para muchas- una cosa es el acoso sexual y otra muy distinta los piropos… ¡¿Cómo es posible que alguien sea multado por decirle a una chica en la calle que tiene un culo muy lindo?!- se preguntará el Alcalde de Buenos Aires en estos momentos. El problema de fondo es descubrir por qué está tan instalado en el sentido común que un piropo no es un acoso, o -lo que es aún peor- asumir que a las mujeres les gusta que les digan cosas en la calle. Si miramos las encuestas de, pongamos como ejemplo, Argentina y Bélgica, más de un 60% de las mujeres entrevistadas en estos países se han sentido intimadas cuando se las «piropea» en la calle.
Una idea que suele salir a la luz en este tipo de problemáticas es que los piropos forman parte de la idiosincrasia cultural y, por lo tanto, intentar criminalizar estos comentarios es un ataque directo a la propia cultura que, durante años, se ha desarrollado de esta manera. Si esto es así, lo que debemos preguntarnos es lo siguiente: ¿Por qué la configuración social y cultural ha sido tal que son los hombres los que se sienten en pleno derecho de expresar libremente sus pensamientos sexuales aún cuando esto atente contra la dignidad de una mujer? ¿Por qué no ha sido a la inversa? Siguiendo a la filósofa Seyla Benhabib, hacer uso de una defensa cultural respecto a prácticas discriminatorias supone un tratamiento desigual y exonera a los perpetradores de la acusación1. La cuestión final en este caso es aclarar por qué los piropos no son considerados como prácticas discriminatorias hacia las mujeres.
Cuando un hombre decide «lisonjear» a una mujer desconocida lo que subyace no es otra cosa que un juego de fuerzas. Al decirle a una mujer algo que, a simple vista, parece tan sencillo como «guapa» o «ay, qué linda» (y ni hablar de la inmensa mayoría de casos donde los comentarios son insultantes y obscenos) lo que se está diciendo implícitamente es «mejor quédate callada porque yo, en tanto que hombre, tengo más fuerza que tú, puedo dominarte».
Claramente, cualquier persona con un poco de conciencia admitirá que la violación sexual es un acto repudiable. Ahora bien, ¿qué tienen en común el acto de la violación y los mal llamados piropos? Podemos decir que estos últimos no son otra cosa que el recordatorio de que se poseen todos los elementos físicos necesarios para agredir a la persona. El hombre que suelta un comentario sexual a una chica no espera que ésta se dé vuelta y le entregue, agradecida, el número de teléfono; ellos saben que esto no ocurre, sin embargo, no pueden dejar pasar la ocasión de reafirmar quién manda, quién es más fuerte.
Uno de los argumentos en contra de esta ley es que atenta contra la libertad de expresión. Según el articulista Robert Wargas, esta iniciativa, además de poner en riesgo la capacidad de flirtear de los hombres, es un ataque a la libertad en el discurso. En sus propias palabras: «Since there is no more potent expression of individuality than speech, and since there is no more potent concentration of government and soft-core fasco-nannyism than in the eurozone and its neighbors, we all knew it was coming.»
Apartando la absurda idea acerca de la «capacidad de flirtear de los hombres», este razonamiento deja de lado el verdadero problema. Lo que plantea esta ley no es otra cosa que el derecho de cada persona a ser respetada en el espacio público, a no sentirse intimada ni agredida. Hablar de libertad de expresión cuando lo que se está tratando es un problema que afecta la libertad de movilidad, la moral y la dignidad de más de la mitad de la población es, cuanto menos, irrisorio. ¿O es que acaso en nombre de la libertad de expresión hemos de aceptar los insultos, las groserías, y los comentarios homófobos y racistas?
Para cerrar, si bien es cierto que está ley por si sola no acabará con el problema y que es necesario, además de realizar un seguimiento detallado de la misma, acompañarla con una campaña de concientización muy fuerte; el logro de esta ley es mostrar la capacidad que tienen los gobiernos de hacer frente a estas problemáticas a través de políticas de Estado, de recoger reivindicaciones de colectivos sociales y ofrecer un marco legal que sea capaz de respaldar a aquellos- en este caso a aquellas – que se encuentran en una situación de vulnerabilidad.
Nota:
1. Benhabib Seyla. Las reivindicaciones de la Cultura. Editorial Katz. Buenos Aires, Argentina. 2006. Pág 153-154.
Antonieta Moreno. Estudiante de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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