En el actual debate sobre reforma de Estatutos de Autonomía uno de los puntos en conflicto es la definición de determinadas Comunidades Autónomas como nación. Pugnan entre sí quienes consideran que nación solo hay una, España, con quienes piensan que España no es una nación sino un Estado plurinacional y que el calificativo nacional corresponde […]
En el actual debate sobre reforma de Estatutos de Autonomía uno de los puntos en conflicto es la definición de determinadas Comunidades Autónomas como nación. Pugnan entre sí quienes consideran que nación solo hay una, España, con quienes piensan que España no es una nación sino un Estado plurinacional y que el calificativo nacional corresponde a Cataluña, o a Galicia. Y tercian quienes opinan que España es una nación de naciones, que se puede predicar la calidad de nación tanto de España como de Cataluña, aunque haya que medir el distinto alcance de esa afirmación en uno y otro caso.
El acuerdo es difícil porque unos y otros manejan un distinto concepto de nación. Recordando la pregunta que trataba de responder hace más de un siglo Renan debemos decir que no cabe respuesta única. Aún a riesgo de simplificar, diré que en el fondo del debate siguen apareciendo dos concepciones distintas sobre el hecho nacional.
Un primer sentido del vocablo nación es el que le dio la Revolución Francesa y se contiene en las dos primeras acepciones del DRAE: «conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno» y «territorio de ese mismo país». La nación era sobre todo el conjunto de los ciudadanos que habían arrebatado la soberanía al monarca absoluto y se habían declarado titulares de derechos individuales.
En este sentido estrictamente «político» llevan razón quienes afirman que España es una nación, es obvio que se trata de un conjunto de habitantes de un territorio que están sometidos hace siglos al mismo gobierno y a las mismas leyes, y a quienes la Constitución española atribuye conjuntamente un poder soberano. Pero tampoco van descaminados quienes añaden que España es hoy una nación de naciones; la configuración del Estado autonómico supone que el conjunto de habitantes de Cataluña también está regido por unas leyes propias y por un gobierno propio, y lo mismo sucede con los gallegos, los andaluces o los canarios. Cierto que las Comunidades Autónomas no gozan de poder soberano; no menos cierto que en nuestro globalizado mundo el concepto de soberanía está devaluado. España, como cualquier estado, tiene limitado su poder por el Derecho internacional, y lo comparte en aspectos muy esenciales con los demás miembros de la Unión Europea (la definición clásica de soberanía es como poder absoluto no sujeto a límites). Si ligamos la idea de nación con la de soberanía quizás debiéramos concluir que no existen, y probablemente no han existido nunca, naciones plenamente soberanas.
Pero hay otro concepto de nación, el que recoge el DRAE en su cuarta acepción: «conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común». Este es el concepto de nación «cultural», de influencia alemana, que como algún autor ha precisado suele ser «la nación de los nacionalistas». Porque efectivamente a los nacionalistas, y no sólo a quienes se confiesan como tales ya que las concepciones nacionalistas han arraigado firmemente en nuestra cultura política a lo largo de los siglos XIX y XX, no les sirve el gobierno en común para definir la nación, sino que la entienden como colectividad humana que comparte algo más: historia, cultura, lengua, religión, sentimiento, unidad de destino o, como le escuché al presidente del Parlamento de Cataluña, «un alma».
Según esta perspectiva, nación no puede haber más que una. O España es una nación, o lo es Cataluña. Pero no ambas cosas, como nadie tiene dos almas. O España es una nación compuesta de nacionalidades y regiones (entendiendo por nacionalidades una especie de regiones en división de honor), o España es un estado plurinacional compuesto por varias naciones distintas entre sí. «Naciones sin estado», suele decirse, entendiendo que tal circunstancia supone una anomalía, ya que lo propio de toda nación es aspirar a tener un estado propio.
Esta es, en el fondo, la auténtica cuestión. Para los nacionalistas, o quizás mejor para la cultura nacionalista en la que vivimos, nación y estado deben ir unidas a través de la institución del estado-nación o estado nacional. Todo estado reclama constituir una nación, pero no sólo en el sentido «político» como población con gobierno común, sino también en el de comunidad espiritual con unidad de destino y que, por ello, reclama su soberanía y su indisolubilidad. Por eso todo estado fomenta el patriotismo mediante banderas, himnos y selecciones deportivas. Y toda nación, en el sentido «cultural» del término, exige contar con un estado soberano propio y distinto del de otras naciones y que abarque la totalidad del territorio nacional.
Buena parte de los conflictos nacionales o nacionalistas tienen difícil solución mientras se mantenga el paradigma del estado nacional, paradigma esencialmente problemático ya que se fundamenta en ligar indisolublemente dos cosas, estado y nación, no solo distintas sino incluso antagónicas. Ambas se tratan de unir mediante el concepto de construcción nacional o nation building: dotar a cada nación de su estado (objetivo de los nacionalismos de «naciones sin estado»), o a cada estado de su nación (propio de los nacionalismos estatales).
Porque el estado es, para cualquiera que lo defina, una construcción humana con unos límites bien definidos que pueden ser objeto de verificación objetiva. Tiene su historia, con fecha de fundación (aunque sea por aproximación) y a veces de disolución; tiene límites físicos marcados con fronteras; conoce con bastante precisión cuáles son los ciudadanos sobre los que ejerce su autoridad mediante la elaboración de censos; se dota de una Constitución y de unas leyes que organizan con precisión la vida en común; los ciudadanos se consideran sobre todo como titulares de derechos frente al estado; lo que une a los conciudadanos es precisamente compartir esos derechos y un gobierno común Y el estado enuncia en sus normas unos fines y unos objetivos.
En cambio, la nación (me refiero a «la nación de los nacionalistas») tiene unos límites vagos e indefinidos, y por ello poco objetivables y sujetos a permanente controversia. El origen de cada nación es natural (o divino), se pierde en la noche de los tiempos, y además las naciones nunca mueren; los límites físicos a menudo son objeto de polémica y motivo de frecuentes irredentismos y reclamaciones territoriales, cuando no de limpieza étnica; la pertenencia a la nación no depende de un censo o un pasaporte sino de mecanismos de autoidentificación; las personas que forman la nación antes que derechos tienen deberes patrióticos para con ella; más que fines la nación lo que tiene es un destino histórico. Lo que une a los compatriotas en una identidad común o un vínculo espiritual. La nación es sobre todo una «comunidad imaginada», como la ha definido Benedict Anderson, y por ello personas que viven juntas pueden imaginar que pertenecen a distintas naciones, o pueden imaginar la misma nación de forma completamente distinta.
Donde conviven diversos nacionalismos que para un mismo territorio y unos mismos ciudadanos imaginan construcciones nacionales diferentes llegar a una pacífica adecuación de ambos conceptos, estado y nación, resulta imposible si no se trascienden las estrechas categorías con las que hemos ido viviendo en los estados nacionales surgidos en los dos últimos siglos. Sólo un estado pluralista, que admita que en su seno pueden convivir varias naciones o, mejor, varios sentimientos de identidad nacional, puede dar moderada satisfacción a ciudadanos que imaginan de diversa forma la nación. Sólo un estado que profundice en la democracia a través de la descentralización y del autogobierno territorial en todos los niveles es capaz de manejar con soltura los inevitables conflictos de identidad y convivencia y de resolverlos a través del diálogo y el consenso.
Por ello el debate sobre la configuración del estado debiera dirigirse, más que hacia la identificación de la nación o las naciones en las que vivimos, hacia la mejor configuración de las instituciones del estado común. Un estado que no debe ser nacional, sino plural, de todos los ciudadanos y de todas las naciones posibles, donde nadie se considere parte de una nación sin estado, sino miembro de un estado en el que puede mantener su identidad nacional, igual que puede mantener su identidad cultural, su identidad religiosa o su identidad sexual. Que no tiene por qué ser la misma para todos. Y que cada Comunidad Autónoma pueda definirse, democráticamente, como mejor les parezca a sus ciudadanos. Como nación, como nacionalidad histórica, como nacionalidad a secas, como región, o como figura en el anteproyecto de reforma estatutaria de Canarias, como «archipiélago atlántico».