Traducido para Rebelión por Germán Leyens
«Como israelí le pido a la diáspora que no confunda la lucha contra el antisemitismo con la defensa ciega del Estado de Israel.»
Como israelí, preocupado por mi país, creo que el futuro de Israel depende de nuestra capacidad de promover una paz justa y durable con nuestros vecinos, primero y ante todo con el pueblo palestino. Las enormes desigualdades que distinguen en todos los terrenos las dos sociedades, la israelí y la palestina, exigen una intervención eficaz proveniente del exterior, en primer lugar de Europa. Por desgracia, toda reserva formulada respecto a la política realizada por Israel es vivida por las comunidades judías de la diáspora como una concesión al antisemitismo. La necesidad de una acción urgente es subrayada por la decisión de la Corte Internacional de Justicia de La Haya contra el muro de separación el que es importante que sea desmantelado lo más pronto posible: ese muro, dicho de protección, es en realidad un muro del apartheid, simboliza la negativa de todo diálogo que conduzca al reconocimiento de un Estado palestino, o sea a la paz. ¿Es ser antisemita si se le denuncia como tal?
Hay actualmente en Francia cerca de 100 emisarios provenientes de Israel, cuya tarea es convencer a unos 30.000 franceses judíos de que hagan su «Aliyah», es decir que emigren a Israel. Su mensaje es simple y al mismo tiempo bastante aterrador: «Partan de Francia ahora mismo y vengan a su verdadera patria. Francia ya no es un lugar seguro para los judíos… » Ese mensaje armoniza perfectamente con el veneno del antisemitismo: «Judíos, váyanse de nuestro país y váyanse donde ustedes, a Israel. Después de todo, para eso les hemos ayudado a crear ese país». Ahí está, en breve, cómo el antisemitismo puede ser al mismo tiempo la expresión del odio inexpiable al judío y el aliado más poderoso del sionismo (lo que Teodoro Herzl había por cierto reivindicado en su «Diario Íntimo»: «Los antisemitas serán nuestros amigos más leales, las naciones antisemitas nuestras aliadas».) Ese punto de vista es tanto más inadmisible porque lleva a considerar las palabras «sionista», «judío» e «israelí» como sinónimos. Una confusión que los dirigentes sionistas, los políticos israelíes y una parte de la diáspora no dejan de explotar políticamente.
Esta confusión la debemos sobre todo a Israel. El elemento más manifiesto es la definición de Israel como Estado «judío y democrático». La contradicción inherente en esta definición (Estado judío, que pertenece exclusivamente al pueblo judío, Estado democrático, que pertenece a cada uno de sus ciudadanos reconocidos), es sin embargo evidente. Un hecho ignorado por mucha gente es que la nacionalidad judía es reconocida por Israel, pero no la nacionalidad israelí. Sobre mi tarjeta de identidad, mi nacionalidad (en contraste con mi ciudadanía) está registrada como judía, no como israelí. La nacionalidad de los ciudadanos no judíos de Israel está definida como árabe, rusa, turca, etcétera, pero la nacionalidad israelí no existe. Muchos israelíes, judíos y árabes, en su mayoría militantes como yo por la paz, han exigido repetidamente que el Estado reconozca la nacionalidad israelí. Una vez más, el 23 de mayo de 2004, la Corte Suprema de Israel se pronunció en contra. Definirse como Estado judío da a Israel un pretexto para discriminar a todos sus ciudadanos no-judíos.
La ambigüedad que rodea el tema de la ciudadanía no se detiene en el plano legal, se presenta en todas las manifestaciones de la vida cotidiana. Es evidente que, incluso si son elegidos a la Knesset [Parlamento israelí], el pequeñísimo número de diputados árabes no tiene el mismo estatus que el de los diputados judíos, y los derechos de los ciudadanos árabes no son los mismos que los de los ciudadanos judíos. Ahora bien, si la participación del movimiento sionista y de Israel en esta confusión es cínica, la de la diáspora judía es más bien trágica. Frente a las amenazas que pesan sobre Israel, una gran parte de la diáspora manifiesta un apoyo sin reservas hacia el Estado que encarna al «nuevo judío» sionista e israelí – grande, fuerte y orgulloso – que reemplaza al judío errante, débil y pálido, que había aceptado su destino sin lucha. Por y en Israel, los judíos han podido recuperar su orgullo y su confianza en el futuro en el seno de una Europa y un EE.UU. que los había abandonado a la exterminación nazi.
Esta identificación, esta lealtad, incluso esa gratitud de la diáspora respecto a Israel la llevan a menudo a cerrar los ojos y a guardar silencio respecto a las nefastas direcciones que toma la política de los dirigentes israelíes. Y estos gozan de ese apoyo sin matices aprovechando toda nueva manifestación de antisemitismo para ocultar su rechazo de la «hoja de ruta» que lleva al reconocimiento de un Estado palestino. Los abominables atentados vinculados con la segunda Intifada han tendido evidentemente a reforzar ese reflejo de solidaridad. ¿Pero se puede, sin embargo, desconocer el hecho de que, desde 1967, «territorios» palestinos están ocupados y que las colonias judías no han cesado de multiplicarse? Es evidente que la nueva ola de antisemitismo en Europa está estrechamente relacionada con el conflicto israelí-palestino, un absceso de fijación que provoca reacciones apasionadas de solidaridad en las comunidades judías así como en las comunidades musulmanas.
Las autoridades israelíes han publicado recientemente un panfleto intitulado «Cómo combatir el antisemitismo» que, lejos de reconocer el carácter específicamente territorial y político del conflicto, cae precisamente en la trampa de la amalgama entre judíos, sionistas, israelíes, hasta llegar a no poder ver en el conflicto más que aspectos de orden religioso. Sin embargo, Israel, como todo otro Estado, puede ser alabado o criticado por sus acciones políticas, mientras que no existe una política común del pueblo judío. Los judíos franceses son en primer lugar judíos franceses, es decir ciudadanos y patriotas de un país que no es Israel, sea cual fuere su solidaridad o su dilección, como decía Raymond Aron.
Como ciudadano de Israel, quiero subrayar una vez más que un Estado no puede aferrarse a una ideología étnico-religioso y, al mismo tiempo, quejarse de ser víctima de temas religiosos de odio. Israel es culpable de varias formas de discriminación en el terreno étnico hacia sus propios ciudadanos árabes, y particularmente respecto a los 3,5 millones de palestinos que viven bajo la ocupación para los cuales todas las autoridades extranjeras, europeas, americanas, de la ONU, han reconocido el derecho a la existencia de un Estado. No comprendo que la mayor parte de la diáspora cierre los ojos y guarde silencio respecto a la política a largo plazo de confiscación de tierras, que hace que los palestinos israelíes posean un 3% de la tierra aunque representan un 20% de la población. El problema ya no es la existencia de Israel, sino la confusión entre el Estado y la religión de la cual se reclama. Numerosos son, además, los israelíes que desean la transformación de Israel en un Estado multicultural, democrático y verdaderamente laico. Muchos de nosotros creemos que Israel no puede mantener para siempre la identidad contradictoria de un Estado judío y democrático. Estamos convencidos de que el mundo interdependiente de mañana no puede tolerar la existencia de Estados fundados en una superioridad étnica o en la discriminación étnica o religiosa. ¿No deberían preguntarse los judíos de la diáspora si pueden apoyar un sistema político que no habrían aceptado jamás en su país? ¿Cuántos de ellos aceptarían un Estado «cristiano y democrático» en el que fueran víctimas de discriminaciones por ser judíos? ¿Cuántos tolerarían una «democracia moderna» en la que la compra de tierras reivindicadas por el Estado estuviera prohibida para los judíos.
Me dirijo a la diáspora como ciudadano de Israel para pedirle que no confunda la lucha contra el antisemitismo – la lucha contra toda forma de racismo – con la defensa ciega del Estado de Israel. Sería necesario que los judíos de la diáspora se movilizaran sin molestia ni complejos – sin caer en la trampa que consiste en pensar que su solidaridad con Israel está en peligro – a favor de negociaciones que preserven las posibilidades de esta paz y sin favorecer estrategias de poderío manejadas desde hace demasiado tiempo por Israel. Estar a la cabeza de este combate sería una prueba de solidaridad sana y racional, en lugar de creer que las concesiones hechas a la política israelí constituyen la única estrategia eficaz contra el antisemitismo.
2 de septiembre de 2004
* Nacido en Kenia en 1954. Oren Medicks es uno de los responsables de la organización israelí Gush Shalom (Bloque de la Paz). Inició sus actividades pacifistas en 1987 negándose a obedecer, durante su período en la reserva, durante la primera Intifada.