Pocas veces como en los cierres y despidos masivos por parte de empresas multinacionales se hace tan evidente la contradicción central entre el carácter social y colectivo de la producción y el carácter privado de la apropiación, y de la toma de decisiones, en la economía capitalista.
La decisión de la multinacional norteamericana Delphi de cerrar su planta de Puerto Real vuelve a poner al rojo vivo el debate sobre qué hacer frente a la destrucción masiva de empleo provocada por la decisión de las grandes empresas multinacionales de deslocalizar total o parcialmente su producción, generalmente a países del Este de Europa, de Asia o del Norte de África, donde el coste de la fuerza de trabajo y las condiciones fiscales les aseguran la multiplicación de sus ganancias.
Un problema de naturaleza internacional
El sistema capitalista se rige por la producción para la ganancia, explotando a la fuerza de trabajo con ese fin. Lograr la mayor producción posible con el mínimo coste de la fuerza de trabajo asegura un mayor nivel de beneficios. Las grandes empresas multinacionales actúan mundialmente y, en el marco de la división internacional del trabajo, buscan las mejores condiciones para la acumulación de capital, aprovechando la desigualdad salarial, la legislación social o los sistemas fiscales que les sean más favorables para establecer sus centros productivos, condiciones que les aseguran los gobiernos burgueses de los distintos países en que se establecen. Casos como los de Lear, Samsung, Philips, Braun o ahora Delphi son ilustrativos.
En ocasiones las multinacionales amenazan con deslocalizar total o parcialmente la producción a otras plantas de la propia multinacional o condicionan la fabricación de un nuevo producto a la aceptación de recortes salariales o de derechos laborales por parte de los trabajadores. Prácticamente todos los grandes fabricantes de automóviles radicados en el Estado Español -como Seat, Nissan, Renault, Ford u Opel– vienen utilizando esta estratagema para lograr dobles escalas salariales, flexibilización y aumento de jornada, mayores ritmos productivos…
Desgraciadamente el sindicalismo combativo muestra un gran retraso en la respuesta a estas agresiones de dimensión internacional. En éste y otros asuntos que afectan internacionalmente a la clase trabajadora, como el ataque a las pensiones públicas que se viene produciendo a escala europea, el carácter burocrático y conciliador del sindicalismo dominante, en Europa agrupado en torno a la CES (Confederación Europea de Sindicatos), actúa como un freno a la hora de organizar una respuesta unificada, ya sea en el ámbito de una empresa multinacional o a la hora de tomar iniciativas de solidaridad en defensa de las condiciones laborales más avanzadas. A lo sumo toman alguna iniciativa que, como en el caso de la acción de solidaridad europea con Delphi acordada por la CES, no pasa de ser testimonial y con escasa participación real.
Destrucción masiva de empleo industrial
El cierre de plantas o la reducción drástica de la producción acaba originando, además de la pérdida de miles de empleos directos, la destrucción masiva de un todavía mayor número de puestos de trabajo indirectos: se calcula que por cada empleo directo se generan entre dos o cuatro puestos indirectos según el sector de que se trate. Con el agravante de que, al tratarse en la mayoría de casos de pequeñas empresas sin garantía legal alguna ante los despidos y sometidas a altos porcentajes de temporalidad, los despidos resultan fáciles y prácticamente gratuitos.
Según cual sea la fuente, se calcula que las reestructuraciones en grandes empresas del sector industrial han provocado desde el 2000 hasta ahora una destrucción de entre 30.000 y 50.000 empleos directos en el Estado Español, es decir, entre el 8% y el 15% del total de trabajadores del sector, a los que habría que sumar otros aproximadamente 100.000 empleos indirectos, con una especial incidencia en Cataluña con casi el 40% del empleo afectado.
La política de los grandes sindicatos y de los gobiernos
Frente a este estado de cosas la política de los grandes sindicatos es la de aceptar como inevitable la destrucción masiva de empleo negociando a cambio, a veces bajo la fórmula de «bajas voluntarias», prejubilaciones e indemnizaciones para los trabajadores indefinidos -obteniendo con ello jugosos ingresos- y la contratación de empresas encargadas de intentar recolocar a los trabajadores despedidos (los llamados «planes sociales»). En este mercadeo económico los trabajadores de las empresas auxiliares y eventuales siempre quedan abandonados a su suerte.
Por su parte, los gobiernos autonómicos o central, responsables en último término de la aceptación o rechazo de los Expedientes de Regulación de Empleo, acaban también dando por bueno el despedido colectivo por reestructuración de la producción o por deslocalización, a pesar de haber contribuido con dinero público y rebajas fiscales a los beneficios de esas empresas.
Como en Delphi: no hay salida sin expropiar a los expropiadores
Pocas veces como en los cierres y despidos masivos por parte de empresas multinacionales se hace tan evidente la contradicción central entre el carácter social y colectivo de la producción y el carácter privado de la apropiación, y de la toma de decisiones, en la economía capitalista.
En ese sentido el caso de Delphi es ejemplificador. Una empresa multinacional instalada tres décadas atrás, con toda suerte de financiación y ayudas públicas, que se ha enriquecido con el esfuerzo de miles y miles de trabajadores, empleados directamente o a través de otras empresas a su servicio, decide cerrar la planta en búsqueda de mayores beneficios en otros lugares, burlando incluso su propio compromiso de continuar hasta el 2010 e iniciando un proceso de quiebra judicial después de descapitalizar impunemente y con todo tipo de artimañas la empresa.
¿Cuál es la salida? ¿Aceptar, como hacen las organizaciones sindicales, el cierre de Delphi como un hecho consumado e inevitable, intentando lograr el máximo de compensaciones económicas para una parte de los despedidos, dejando tirados a los trabajadores eventuales y de la industria auxiliar? ¿Confiar en que nuevas empresas, otra vez subvencionadas con dinero público, se instalen en la zona, para crear nuevo empleo, precario y escaso?
El cierre de Delphi, independientemente de cómo lo caracterice la legislación actual, es un delito social que, en nombre del interés general, es decir, del empleo y el derecho a la supervivencia de quienes han generado y generan la riqueza con su esfuerzo, y del futuro laboral de las nuevas generaciones de trabajadores, exige tomar medidas que aseguren su continuidad. El gobierno puede y debe, si Delphi persiste en marcharse, nacionalizar la empresa y ponerla bajo el control de los propios trabajadores, que son los primeros interesados en asegurar su funcionamiento y continuidad. Esa medida elemental, por sí sola, no garantiza la continuidad de una producción que requerirá del mantenimiento de la demanda pero sí que, en lo inmediato, asegura la continuidad de los puestos de trabajo directos e indirectos y permite replantearse la producción en defensa del interés colectivo, además de constituir una saludable medida de justicia social frente al expolio y la prepotencia del capital y de abrir perspectivas de futuro para la clase trabajadora ante la ofensiva neoliberal de la patronal.