El miedo de los sectores propietarios tiene razones reales más allá del chivo expiatorio de la okupación. La crisis económica que se vislumbra ha empezado a afectar negativamente al mercado inmobiliario: los precios del alquiler bajan, las rentas también.
Desayuno con noticias alarmantes: las okupaciones siguen, la inseguridad de todos (pues todos somos propietarios) es máxima. Anuncio de radio de una empresa de seguridad: “Equipo de alarma contra robo y okupación”. Reportaje en programa de máxima audiencia a los héroes de las empresas de desokupación: cinco chicos entrados ya en los cuarentena y hormonados de forma insalubre explican su trabajo; la legalidad del mismo parece dudosa. Declaraciones de un(a) polítco(a) cualquiera: “Un día de estos os vais de vacaciones y cuando volváis, porque consideran que la casa está vacía, se la dan a sus amigos okupas –en referencia a un conocido partido de la ‘izquierda’–”. La campaña de emergencia por el problema de la okupación es continua, insistente, machacona. El miedo, convertido en una ola de pánico, alcanza a buena parte de la población. Los rumores sobre asaltos de viviendas han adquirido el rango de “conozco el caso de un amigo de un amigo al que le ocuparon la casa, y bla, bla, bla”.
Pero, ¿de qué hablamos cuando se dice ‘okupación’? Obviamente, de entrar a vivir en un inmueble del que se carece de todo derecho legítimo (entiéndase, sancionado por la propiedad).
¿Qué magnitud tiene este problema? Primera sorpresa, la turbulencia no parece muy grande, no al menos en relación con la atención reiterada que recibe en los medios. En 2019, el Ministerio del Interior había registrado 14.621 denuncias por usurpación de viviendas (la denuncia es un trámite casi obligatorio para requerir el desalojo). En los primeros seis meses de 2020, el incremento no había sido especialmente significativo, aun cuando desde 2016 existe un crecimiento moderado de las denuncias, tras el descenso que siguió a la fase más aguda de la crisis de 2008-2013. De acuerdo con otra fuente, el Institut Cerdá, en 2017 había en España 87.000 familias viviendo en viviendas ocupadas ilegalmente. Y según Policía Nacional y Guardia Civil, a finales del año pasado en la Comunidad de Madrid estaban okupadas 4.717 viviendas.
Comparemos estas cifras con el número de viviendas existentes, con el conjunto del parque inmobiliario. El resultado es asombroso: de las más de 25 millones de viviendas que existen en España según el censo de 2011, en 2019 fueron denunciadas por usurpación una de cada 3.571 viviendas y, según las cifras del Institut Cerdá, estaban ocupadas ilegalmente una de cada 300. No parece gran cosa. Considérese además que de esos 25 millones de viviendas, 3,5 estás vacías, no tienen ningún uso, ni como segunda residencia, ni en alquiler temporal, ni de ningún otro tipo (para seguir con las cifras véase este artículo de Jaime Rubio Hancock).
No obstante, 85.000, o incluso 7.000 mil viviendas okupadas, siguen siendo muchas, sobre todo “si es tu casa la que es okupada”. Otra pregunta pertinente: ¿A quiénes afecta principalmente la okupación de viviendas? Y otra sorpresa. Según Policía Nacional y la Guardia Civil, esta vez con datos de finales de 2017, y sobre las casi 4.000 viviendas okupadas que detectaban en la Comunidad de Madrid, solo algo más de 600 eran de particulares. Es decir, solo una de cada 5.000 viviendas en manos de pequeños propietarios de la región estaba okupada. El resto eran propiedad de bancos y sociedades públicas principalmente. Estas cifras no parecen muy distintas de las de Barcelona y otras ciudades.
Pero si todavía estas 600 en la Comunidad de Madrid son muchas, ¿cuando te (me, nos) ocupan una casa no sigue siendo harto difícil desalojar al ocupa malicioso? Pues bien, parece que si tu vivienda es la habitual, el delito, llamado “allanamiento de morada” –no “usurpación”–, se puede resolver en 24 horas. Nada que ver con aquel garantismo antipropietario, de “me fui de vacaciones y me okupó una familia y aquí estoy viendo pasar los meses”. Pero si tu vivienda está vacía y sin uso, el delito del okupante es de “usurpación”. En ese caso, todavía tienes la ágil ley anti-okupa, la ley 5/2018, que permite desalojar en apenas cinco días al okupante sin título de una vivienda, cuando el propietario es un particular (véase al respecto este artículo de Alejandra Jacinto).
El “caso del amigo del amigo”, la amenaza latente de las hordas okupas, el podemismo que favorece la okupación, la indignación moral por el momento imaginario en el que usurpan lo que es tuyo… Estamos frente a un fenómeno social bien conocido: una ola de pánico moral de las clases propietarias, que apenas hace unos años se identificaban con el conjunto de la sociedad; pero que hoy, tras más de una década de crisis, cerca de un millón de desahucios y dos millones de propietarios menos, es cada vez más una minoría, todavía mayoritaria, pero ya minoría. Por eso, quizás, el interrogante que hay que resolver no está tanto en el martilleo de los medios y en la presión de los lobbies que trabajan para los fondos de inversión y los grandes bancos. Estos no tendrían la más mínima oportunidad de generar este cabrilleo de preocupación, si entre una parte de la población no hubiera un sustrato suficiente de desazón, miedo, incluso mala conciencia.
La crisis financiero-inmobiliaria de 2008 representó algo más que el colapso de una era de prosperidad empujada por el crecimiento exponencial de la construcción y el crédito bancario. Fue también el fin de una ilusión, que durante más de una década atrapó a la inmensa mayoría de la sociedad. Básicamente esta consistía en una promesa: el acceso al crédito y a la propiedad, en el marco de unos precios siempre crecientes, permitiría a todos (literalmente a todos) refinanciar el precio de sus inmuebles y construir un patrimonio a veces notable. Era la promesa de un capitalismo popular, inclusivo, casi democrático: por caro que comprases, aún venderías más caro, y siempre podías endeudarte sobre la base de este incremento de los precios tus propiedades; por ende, comprar más, enriquecerte más.
En 2008, el 87 % de los hogares disponía de una vivienda en propiedad, el valor del patrimonio en manos de las familias se había triplicado en la década anterior. En unos pocos meses, sin embargo, la crisis desgarró a jirones este espejismo de la “prosperidad para todos”: los precios empezaron a bajar, creció el desempleo, la deuda dejó de poder refinanciarse, muchas familias perdieron su hogar, y otras tantas no se llegaron a formar por la imposibilidad de acceder a un salario y a una casa.
De forma que hoy resulta paradójico, y cada vez más distante, este movimiento de expropiación social que dejaba a familias en la calle y destruía rápidamente el valor de los patrimonios, y que generó una gigantesca ola de simpatía hacia quienes lo sufrían. El movimiento de vivienda, las PAHs y los colectivos de vivienda, fueron durante un tiempo los héroes de la lucha contra el tirano financiero. Si incluso el corazón de la clase media (las posiciones sociales más desahogadas) las pasaba cabronamente para pagar sus deudas, y en ocasiones se veía obligada a malvender sus propiedades, cómo no sentir cierta empatía con los entrampados en la deuda bancaria, que persistía más allá de la pérdida de vivienda, con los desahuciados e incluso con los okupas que mantenían su vivienda ahora en manos de bancos y SAREB.
Desgraciadamente, en efecto, aquella ola de simpatía y, en algunos casos, la alianza sincera entre clases medias y simples precarios (aquellos que apenas fueron invitados a la propiedad, para serles rápidamente arrebatada) resulta ya lejana. La razón, para no dar muchas vueltas, está en que ni la débil recuperación de la crisis, ni la crisis en ciernes por los efectos de la pandemia, se despliega sobre una situación parecida a la de 2008. A pesar de esta corriente de simpatía social que apuntaló el 15M, la crisis de 2008-2013 abrió fisuras que atraviesan históricamente a esta sociedad de un modo que no parece fácil de cerrar. A partir de 2014-2015, la recuperación del mercado inmobiliario no se produjo por medio de una recompra masiva de inmuebles, que reintegrara a la sociedad de propietarios a los anteriormente expulsados. Esto habría requerido de un rescate público similar al de la SAREB, si bien no dirigido a sanear los balances de las entidades bancarias, como a la población en mora, que estaba siendo expulsada de su vivienda a golpe de ejecución hipotecaria.
La recuperación del mercado inmobiliario, y con ella de ciertos sectores sociales, vino de la mano del alquiler: única solución legal disponible para los hogares sin vivienda (para jóvenes y pobres), ante la desidia de las administraciones y la criminalización de la okupación. Durante algunos años, así, los precios del alquiler, empujados también por la laxitud de los reguladores frente a la explosión del alquiler turístico, crecieron en porcentajes del 15-20 % anual en las principales ciudades del país. En 2019, unos 20.000 millones de euros eran drenados de la menguante masa salarial del 17% de los hogares en régimen de alquiler a un puñado de Socimis, fondos de inversión y también al 14% de los hogares que disponían de inmuebles en arriendo. Este supuso la gran oportunidad de recuperación económica del núcleo de las clases medias propietarias, lo que en otro artículo llamé el rentista popular. Y esta es la razón por la que las clases medias no mostrarán ya ni un ápice de compasión por aquellos que pierdan su vivienda, y menos si la solución es la de okupar, aunque sea a un banco.
Como se puede ya adivinar, el miedo de los sectores propietarios tiene razones reales y estas van más allá del chivo expiatorio de la okupación. La crisis económica que se empieza a vislumbrar no va a quedarse en una crisis del consumo, con el consiguiente cierre de empresas y el incremento del número de parados. La crisis ha empezado a afectar negativamente el mercado inmobiliario: los precios del alquiler bajan, las rentas también. El retorno al mercado convencional de los pisos en alquiler turístico, los impagos de alquiler, las dificultades crecientes para colocar las viviendas en el mercado complican cada vez más la vía de salida “rentista” de la crisis anterior. Por eso, la consigna vuelve a ser “caña al pobre”: disciplina al pobre, para que se mantenga con sus parcos ingresos, unas rentas cada vez más parcas. En el fondo, el conflicto es pura y simplemente material.
El régimen social español (mucho más relevante que su régimen político y, desde luego, mucho menos tenido en cuenta) es propietarista hasta la médula. La propiedad de vivienda ha cubierto históricamente el déficit del Estado del bienestar. El acceso a la vivienda en propiedad fue la gran apuesta del franquismo social y estuvo, a su vez, en la línea de continuidad con el éxito económico de la democracia. Ninguno de los dos grandes periodos de expansión económica en democracia (1985-1991; y 1997-2008) se entiende sin las sendas burbujas inmobiliarias que multiplicaron el precio de la vivienda, impulsaron la deuda hipotecaria y generaran expansiones notables del consumo doméstico. La prosperidad en este país está vinculada al juego inmobiliario, juego en el que participa una parte mayor de la población. Basta reconocer que la seguridad última de las clase medias, además de en el empleo público, está sostenida en la seguridad de su patrimonio: que todo ello hace que la propiedad resulte inviolable, o que solo lo sea cuando está en juego los derechos de un propietario mayor (los tenedores de deuda), que las garantías a los inquilinos (por no decir de los okupas) sean menores en España que en la mayoría de los países de su entorno, que el parque público de vivienda en alquiler sea irrisorio (entre 5 y 10 veces inferior al de Alemania, Francia e Italia), que los derechos de estos nuevos sectores rentistas resulten casi inamovibles y sobre todo que este gobierno de “progreso” no vaya a hacer nada significativo en otra dirección.
Por eso, frente al miedo a la okupación no hay que oponer ninguna medida tranquilizadora, sino todo lo contrario. La única línea de esa nueva izquierda (que apenas llega a ser de izquierdas) debería ser la de empujar la okupación, la de politizar sus razones, la de defender las okupaciones de los bloques arrebatados a los bancos y fondos de inversión, y también a los grandes propietarios. Solo así, y no por medio de buenas palabras, es esperable un cambio de las políticas públicas.
Emmanuel Rodríguez es historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y miembro de la Fundación de los Comunes. Su último libro es ¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978. Es firmante del primer manifiesto de La Bancada.