Se extienden críticas y condenas a la injusta sentencia del Tribunal Supremo. Son críticas que denuncian las convicciones nacional autoritarias y sus correspondientes decisiones, tanto del Poder Judicial como de su valedor, el Poder Ejecutivo, y de como la sentencia está montada sobre una impresentable calificación de los hechos. La crítica se focaliza en desvelar […]
Se extienden críticas y condenas a la injusta sentencia del Tribunal Supremo. Son críticas que denuncian las convicciones nacional autoritarias y sus correspondientes decisiones, tanto del Poder Judicial como de su valedor, el Poder Ejecutivo, y de como la sentencia está montada sobre una impresentable calificación de los hechos. La crítica se focaliza en desvelar como el Tribunal decide, desde su convicción de que los procesados eran contrarios al Estado -a su estado, a su poder- que los mismos deben ser castigados y para ello inventan hechos e interpretan de forma absolutamente arbitraria la normativa penal existente
Pero además la sentencia y sus consecuencias hay que enmarcarlas en un escenario superior. Así, la misma es el resultado -el producto- consecuente del funcionamiento regular de un régimen autoritario. Un régimen cuyos gobernantes, aun elegidos de forma democrática, tienen como objetivo impedir la democracia.
El punto de partida, como dice Ramón Zallo, en un reciente artículo es que «la transición ya se basó en la negativa a los derechos nacionales, el disciplinamiento de las reivindicaciones sociales, la monarquía impuesta, la amnistía a los franquistas y el olvido… (y) ya desde su inicio sufrió un proceso involutivo con diferentes hitos y giros de tuerca, como clavos que remachan la degeneración de un régimen cada vez menos democrático y más cerca de un modelo autoritario«.
Este régimen cada vez menos democrático en realidad es algo más que menos. No es democrático en el sentido profundo, verdadero y deseable del concepto. Hay que señalar que esta transformación de la democracia hacia el vacío democrático es un proceso político que abarca a todas las democracias occidentales. Es un proceso característico de la época neoliberal (ya es época) que ha provocado que el poder político tenga como única tarea fundamental servir al poder económico. El poder político ha quebrado su dependencia respecto a los ciudadanos y por tanto desprecia sus exigencias colectivas. Solo trabaja para los poderes económicos y financieros con el fin de garantizarles y protegerles el pleno desarrollo de esa su natural exigencia de libertad económica. Vaciado democrático en el mundo occidental que, como era previsible, adquiere especial impulso en el Estado Español, líder histórico en rancias tradiciones de política autoritaria.
La democracia constituye un régimen político en el cual las y los ciudadanos -todos los ciudadanos por igual- deciden a través de representantes, o también directamente, sobre el interés público. Esto es la democracia. Es democracia el proceso de convergencia de las voluntades ciudadanas hacia una decisión colectiva con pretensiones de ser impuesta. La democracia, pues, es un acto -un proceso- colectivo liderado a su vez por un sujeto colectivo: la comunidad ciudadana, el pueblo, el conjunto de ciudadanos y ciudadanas.
Este proceso ha desaparecido. Las voluntades ciudadanas -ausentes en los procesos electorales- nada tienen que ver con las decisiones que toman los representantes políticos. Por otro lado, otros procesos de acceso más directo a los espacios decisorios -referéndums, movilizaciones, instancias participativos, etc.- ,en los que la ciudadanía expresa y decide qué es lo que quiere que decidan los gobernantes, han disminuido muy significativamente en acción e impactos, ya que además -como veremos- son impedidos y castigados.
La democracia ha quedado reducida al momento en el que el representante político es elegido. Ese momento democrático tiene como función otorgar cierta legitimación a las decisiones normativas de esos representantes. La democracia actual es solo -y así debe ser definida- como el procedimiento habilitador y legitimador de toma de decisiones de los representantes políticos. Todo lo demás, el cómo la ciudadanía decide sobre el interés público y como esa decisión esta presente en la decisión política, en la ley… ha desparecido. No puede ser relatado porque no existe. Los regímenes políticos actuales han eliminado el principio constitutivo de la democracia, la soberanía colectiva, popular; la soberanía de los ciudadanos para decidir, a través de la mediación correspondiente, su devenir colectivo.
Eliminación así del ejercicio de la voluntad colectiva -de la participación de la sociedad- en el proceso decisorio. Elegidos los representantes, son ellos, y solo ellos, los que por tanto deciden y legislan . Para ellos la ley es la democracia. Pero es evidente que la ley, la Constitución, no son la democracia, sino solo unas normas que hacen operativa la democracia; que expresa la voluntad popular, la decisión de la comunidad. Cuando la voluntad, la decisión, es contraria a la ley, la ley debe desaparecer. Cuando en consecuencia oímos decir a políticos y jueces que el imperio de la ley – aunque vaya en contra de la decisión de los ciudadanos- es la democracia, hay que señalarles que -con el debido respeto- no merece el más mínimo respeto, sino todo nuestro desprecio, su enemistad hacia la democracia.
Esa enemistad adquiere un carácter radical hasta el extremo de impedir y castigar el ejercicio ciudadano del democracia cuando las expresiones democráticas colectivas tratan de poner en cuestión al mismo poder, sus contenidos y competencias fundamentales, su reparto y cómo se ejerce el mismo. Esta defensa del poder a ultranza refuerza la afición autoritaria del régimen español. El Poder Judicial, a través de su gente en los Tribunales Superiores, opera con el objetivo prioritario de condenar a aquellos que se oponen al poder establecido. Y el Poder Ejecutivo mantiene esa política de castigo a los que cuestionan el régimen establecido, y además apoya, mediante un controlado proceso interno electivo, la política conservadora y represiva de poder judicial.
Los que se juntan y pacíficamente manifiestan su voluntad de cambiar las farolas de su barrio, aunque hacen algo que en las actuales democracias realmente existentes va contra el principio de monopolio del poder político en la decisión y en la construcción de la decisión, puede ser considerado y aun atendido por los gobernantes. Pero cuando los ciudadanos expresan públicamente que el reparto de poder debe cambiarse a favor de una determinada comunidad -léase referéndum 1Octubre – solo merecen castigo. Y si cuestionan instituciones especialmente representativas y simbólicas del poder como, por ejemplo, la Guardia Civil…, más castigo (léase la terriblemente injusta sentencia de Alsasua).
Duro panorama para la democracia. Lo que no impide seguir reivindicando colectivamente, cambios políticos y sociales y seguir rechazando de leyes. Así por ejemplo y ligadas a los ultimo acontecimientos, exigir libertades inmediatas de los presos políticos catalanes y de los de Alsasua, el cierre de la Audiencia Nacional y la transformación radical del sistema elección de los jueces superiores.
Pero hay una demanda más urgente. Declaraciones políticas y sobre todo sentencias están otorgando legitimidad a severas penas por hechos colectivos que tan solo constituyen manifestaciones más o menos turbulentas contra determinadas leyes, políticas o sentencias. Parecería en este sentido que los límites para impedir y castigar acciones colectivas de protesta, exigencia o confrontación -eso es la democracia- cada vez se reducen más. Parar esa deriva antidemocrática constituiría un reto social prioritario.
Pedro Ibarra forma parte del Consejo Asesor de viento sur