Este verano hemos asistido una vez más a una demencial evidencia pública de la violencia sexual que subyace en la cultura del Estado español. Esta vez, las imágenes que han tenido eco en los medios de comunicación han sido los tocamientos masivos por parte de «jaurías de machos» sobre los cuerpos de mujeres durante las […]
Este verano hemos asistido una vez más a una demencial evidencia pública de la violencia sexual que subyace en la cultura del Estado español. Esta vez, las imágenes que han tenido eco en los medios de comunicación han sido los tocamientos masivos por parte de «jaurías de machos» sobre los cuerpos de mujeres durante las fiestas de San Fermines. Sin embargo, por desgracia, bien podrían haberse correspondido a otros muchos sitios y contextos. La violencia sexual está directamente relacionada con uno de los pilares básicos de la opresión de género: el control del cuerpo y la sexualidad de las mujeres. En las culturas machistas, existe aún la creencia de que los hombres tienen el derecho de acceder sexualmente a las mujeres, sin tener en cuenta sus preferencias o deseos.
Uno de los motivos más preocupantes que hacen que las mujeres se echen atrás a la hora de denunciar agresiones sexuales es la duda acerca de su propia responsabilidad en lo sucedido. Y por desgracia, el mensaje que manda la ideología dominante es muy claro. Se produce lo que la socióloga Inés Alberdi denomina una «doble victimización», al considerar que la mujer es responsable de lo que le ha sucedido por haber traspasado los límites que se le imponen por su condición de mujer, es decir, por haber ido a ciertos sitios a determinadas horas, por su forma de vestir, por su comportamiento, etc. De alguna forma, se acaba asumiendo que la mujer tiene la culpa, como si su actitud hubiese provocado la situación. En el caso reciente de los San Fermines, otra vez, mucha gente ha situado a las mujeres en el punto de mira por quitarse la camiseta. Cuestionarlas por el simple hecho de desnudarse en público y considerar, por ello, que son tan culpables o más que los agresores tiene su origen en la idea de que las mujeres no somos dueñas de nuestro cuerpo. Por lo tanto, en caso de utilizarlo como «no debemos» según la moral imperante, nos exponemos a lo que pueda pasarnos y se entiende que debemos asumir las consecuencias, por muy terribles que sean.
En 2011, el movimiento de las Slutwalks (marcha de las putas), fue capaz de organizar una respuesta masiva en las calles con un mensaje claro: NADA que una mujer haga con su propio cuerpo puede justificar nunca una agresión sexual. El movimiento se inició en Canadá a raíz de las declaraciones de un policía, Michael Sanguinetti, quien afirmó que las mujeres debían dejar de vestirse como «putas» (sluts) para evitar ser violadas. A modo de respuesta, más de 3.000 personas ( mujeres en su mayoría) marcharon por las calles de Toronto reapropiándose del término «sluts» para señalar que ni la forma de vestir ni el uso que una mujer haga de su sexualidad pueden justificar una agresión sexual. El movimiento se extendió por todo el mundo y desde Estados Unidos, Reino Unido o México, hasta Australia y Nueva Delhi, se convocaron marchas con un gran éxito de convocatoria.
El hecho de convocar las marchas bajo el término «sluts» constituyó una fuente de controversia en el seno del movimiento feminista. Algunos sectores criticaron que esa palabra había tenido siempre unas connotaciones despectivas para referirse a las mujeres que viven su sexualidad de forma distinta a la norma y a las trabajadoras del sexo. Según algunas feministas, su uso había funcionado tradicionalmente para perpetuar la vieja división entre las mujeres «puritanas» y castas y las mujeres «putas» y sexualizadas, cuestión que ha sido objeto de combate durante décadas por parte del movimiento feminista. Además, hubo quienes argumentaron que uno de los objetivos de la cultura dominante en la actualidad es convertirnos a las mujeres en objetos sexuales y, en este sentido, defender el derecho a vestirse de forma provocativa podría significar hacerle el juego al sistema.
Por otro lado, organizaciones de mujeres afroamericanas también rechazaron formar parte de las marchas con el argumento de que el término «slut» era utilizado durante la esclavitud por parte de los traficantes de esclavas para vender una imagen sexualizada de las mismas y justificar sus violaciones. Así, consideraban que nunca podrían verse representadas por un término que ha constituido un elemento central de su estigmatización histórica.
Frente a estos argumentos, las convocantes de las marchas, pertenecientes en su mayoría a la nueva ola del feminismo, defendieron que de lo que se trataba era de darle la vuelta al significado de los términos, desafiar al machismo desde su propio lenguaje, para defender con ello el derecho de las mujeres a vivir su sexualidad de forma libre y tener la apariencia que deseen sin que ello signifique la condena de la sociedad. Tampoco se trataba de una defensa de la apariencia provocativa ni de los tacones, como algunas criticaron. De hecho, en las marchas hubo mujeres que acudieron en pijama (prenda con la que habían sido violadas) para señalar que en la apariencia no estaba el motivo. La idea central era señalar que vestirse de tal o cual forma o comportarse de otra bajo ningún concepto puede servir para justificar agresiones sexuales.
Quizás no fue del todo acertado utilizar el término «slut», y las convocantes podrían haber tenido en cuenta las críticas de algunos sectores que no podían verse representadas bajo ese lema, pero que seguramente sí coincidían con el mensaje central de las marchas. Pero lo que es evidente es que las Slutwalks, al grito de mi cuerpo es mío (y mi apariencia también), sirvieron para llamar la atención sobre un aspecto clave de la desigualdad de género. A la luz de algunos comentarios que se han escuchado a raíz de lo sucedido en los San Fermines, no puedo dejar de echar de menos aquellas movilizaciones y pensar que urge retomar un movimiento contra la violencia sexual, aunque haya que revisar los términos.