Las despedidas de los ejecutados por el franquismo son «el género literario que expresa con más emoción el drama de la guerra civil», según Xesús Alonso Montero, quien a sus 92 años sigue recopilando las últimas misivas de presos gallegos.
Un día antes de que lo ejecutasen, Manuel Estévez Gómez le envió a su familia una carta sobrecogedora en la que explicaba el motivo de su muerte a manos de «todos esos canallas que se llaman representantes de la justicia». Fechada el 28 de enero de 1937, se dirige a sus «queridos hijos» y en especial a Emilia, la mayor: «Me matan por ser bueno, por querer que vosotros no padezcáis hambre y no andéis descalzos; en una palabra, por defender un gobierno que estaba constituido».
Este albañil de Tui escribe con dificultad, comete faltas de ortografía y evidencia que no pudo ir a la escuela, pero entiende quién es y a qué mundo pertenece. «Es la carta de un obrero que no sabe puntuar. Un hombre pobre que carga con seis hijos a los treinta y cuatro años. Un trabajador que se afilió a la CNT para que defendiese sus derechos laborales, aunque quizás no tendría mayor vinculación con el sindicato, ni sabría quién era Kropotkin ni otros grandes teóricos del anarquismo», explica el filólogo Xesús Alonso Montero.
Manuel era tan humilde que ni fotos tenía. Por eso, cuando Benito Prieto Coussent lo inmortalizó en la cárcel, se mostró tan agradecido que le dedicó unas líneas en el reverso de aquel rostro que fruncía el ceño circunspecto y miraba sin temor a la oscuridad: «Bendito seas, pintor, / que tal retrato has pintado / en los últimos momentos, / que a muerte me han condenado. / Tan bueno es su corazón / y es tanta su bondad, / no permitió que mataran / sin tal obra terminar».
Es el único pago que puede hacerle a su compañero preso, quien ejercía como profesor de dibujo en el instituto de Tui y pintaría otros veintitrés retratos de encarcelados. Sin embargo, su pluma deslavazada esconde una intención poética, como percibió Alonso Montero antes de pulir su texto corrido para una mayor comprensión del lector. «Probablemente no conocería la diferencia entre poesía y prosa, pero debió de pensarlo mucho porque al final está escribiendo versos. No solo le comunica su gratitud, sino que lo hace artísticamente».
Así, sus palabras en secuencias rimadas de ocho sílabas son un poema oculto que acompaña la dedicatoria a los suyos: «Retrato que le dedico a mi esposa y seis hijos como recuerdo en los últimos momentos». Su única herencia, además de la pobreza, de ahí su sincero agradecimiento al pintor. «Cuando muere alguien de la alta sociedad, le arrebatan lo más grande, pero sus niños no van a pasar hambre. Manuel Estévez Gómez, en cambio, es consciente de que los deja en la más absoluta miseria», razona el catedrático de Lengua y Literatura.
Ese testamento literario en verso y, sobre todo, la emocionante misiva a su familia impactó de tal modo en el expresidente de la Real Academia Galega que decidió ilustrar con su retrato el libro Cartas de republicanos galegos condenados a morte (1936-1948), publicado por Xerais. «Me matan por ser bueno», repite. «Una expresión verdaderamente estremecedora, porque en efecto era así. ¿Lo mataban por ser de la CNT o porque defendía que sus hijos no tenían por qué andar descalzos, ni pasar hambre ni frío?».
Sus palabras, según él, deberían figurar en los libros de texto, del mismo modo que Sarkozy ordenó que se leyese a los escolares la última voluntad de Guy Môquet, un adolescente que luchó en la resistencia contra los nazis. «Y eso que el expresidente francés no era precisamente comunista», ironiza Alonso Montero, quien subraya en su libro que Manuel «habla desde su perspectiva de clase, desde su condición de pobre, en un sistema, el de la Segunda República del Frente Popular, en el que uno tiene la obligación de defender al Gobierno, legítimo, que está comprometido con esas aspiraciones».
Un modesto albañil cuya mayor preocupación ante su inminente final es la precaria situación en la que quedan lo suyos: «Y yo, que no maté a nadie, se respetó todo el mundo, me condenan a la pena de Muerte por los testigos que se han prestado a declarar en contra de mí falsamente. No te digo quiénes son esos señores porque creo que lo sabes. Y por esos canallas os dejo en la más espantosa miseria […]. Se despide de todos vosotros, de madre e hijos, este que siempre os ha querido y no os mira más», escribe Manuel.
«Bastaba saber quiénes éramos para matarnos»
A sus 92 años, Alonso Montero sigue recopilando las despedidas de los presos gallegos ejecutados por el franquismo, al tiempo que se pregunta por qué no han salido a la luz más compilaciones similares. Cartas de republicanos galegos condenados a morte (1936-1948) reunía 120 textos de 57 autores, a los que añadiría seis firmados por cinco reos cuando reeditó el libro. «He seguido recogiendo misivas, de modo que si Júpiter me da vida publicaré una tercera edición con unas cuarenta más», prevé el ensayista.
El corpus epistolar es heterogéneo en todos los sentidos: político, ideológico, religioso… Algunas cartas tienen un estimable valor literario, mientras que otras simplemente reflejan las últimas voluntades o apenas un lacónico adiós. Hay testamentos convencionales con lenguaje pomposo o que critican las malas artes de las autoridades franquistas. Determinadas líneas abrazan a Dios, aunque figuran ejemplos de católicos que redactan diatribas anticlericales. También destilan la esperanza de que la Segunda República resistirá.
Muchas deben su mesura y prudencia al convencimiento de que una prosa incisiva no pasaría la criba de la censura, si bien las enviadas clandestinamente son explícitas y denuncian la sublevación, así como las torturas padecidas entre rejas. Son por ello de especial interés las cartas de los comunistas, cuyo destinatario último es la Historia, y las de los guerrilleros, quienes ensalzan la lucha antifranquista en un profuso epistolario que data de 1947 y 1948.
La crudeza del relato de Segundo Vilaboy («Camaradas: si os dijera todo lo que conmigo han hecho y lo que he tenido que soportar, comprenderíais por qué la última hora no me asusta») mereció la respuesta de la Pasionaria, quien considera la carta de un «sencillo militante» del PCE «el mandato eterno de un héroe del pueblo». Además, destacan las del jefe guerrillero Antonio Seoane y del secretario general del PCE en Galicia, José Gómez Gayoso: «Tenía mil veces razón Vilaboy cuando decía que estos no son seres humanos, que son fieras».
No obstante, el autor deja claro que el franquismo se ensañó con simpatizantes de todas las formaciones, incluida la moderada Izquierda Republicana. El ataque a todo signo de republicanismo responde, a juicio del ensayista, a una «estrategia de terror» contra el Frente Popular en una tierra donde no hubo guerra, sino represión. «En el consejo [de guerra] pudimos comprobar como todo venía ordenado así […]. Bastaba saber quiénes éramos para matarnos», escribió el galleguista Víctor Casas. El pensamiento mismo era objeto de castigo.
Las cartas rezuman resignación, justicia, perdón, venganza e inocencia, pues muchos no entienden por qué serán condenados a muerte o creen que los rebeldes serán derrotados en el campo de batalla, aunque quizás en este caso deberíamos hablar de esperanza. La conservó durante su encierro, por ejemplo, Josefa García Segret, quien fingió un embarazo para evitar la pena de muerte. Es la única mujer presente en un libro que recoge las últimas letras escritas en capilla, «el género literario que expresa con más emoción el drama de la guerra civil».
Fuente: https://www.publico.es/politica/cartas-presos-republicanos-condenados-muerte-franquismo.html