No fue un asesinato. Pero sí fue un crimen. Lo mató una mala noticia. El Presidente Bush había venido a Miami a ratificar su compromiso con la derecha del exilio cubano de mantener las crueles medidas dictadas por su administración contra los viajes humanitarios a Cuba. Habló el Presidente y dijo lo que dijo sobre […]
No fue un asesinato. Pero sí fue un crimen. Lo mató una mala noticia. El Presidente Bush había venido a Miami a ratificar su compromiso con la derecha del exilio cubano de mantener las crueles medidas dictadas por su administración contra los viajes humanitarios a Cuba. Habló el Presidente y dijo lo que dijo sobre Cuba coreado por el aplauso entusiasta de sus partidarios en el stadium del Miami Arena.
En la acera de enfrente junto a un centenar de cubanos y otros tantos norteamericanos allí estábamos nosotros, haciendo valer nuestra protesta ante las medidas dictadas por esta administración contra los viajes a la isla. Medidas injustas y crueles que dividen a la familia cubana. El que no estaba allí en esta protesta frente al Miami Arena, como había estado antes en todas las otras marchas, caravanas de automóviles y actos de calle organizados contra las prohibiciones de viajar a Cuba, era José Martín, el «Santero de Hialiah, como le decían en la calle los que solo lo conocían de verlo en la televisión con su esbelta figura, todo vestido de blanco, como manda su religión Yoruba, de la que era un fiel y devoto creyente.
Ese mismo viernes, José Martín el «Santero de Hialeah» se arrancó la vida de un pistoletazo en la sien al ver derrumbadas por los suelos sus esperanzas de estar otra vez, como lo hacía todos los meses que viajaba a La Habana, junto a su entrañable hijo, un muchacho enfermo de un mal incurable y para quien su padre Martín el único aliento que tenía en su solitaria vida de anormal autista.
El Presidente Bush había ratificado de manera firme y rotunda que las crueles medidas tomadas por su administración contra los viajes humanitarios a la isla no serían levantadas a pesar de las innumerables quejas y protestas que se venían organizando en Miami, en las que José Martín el «Santero de Hialeah» era quizás el más entusiasta organizador. Para él se habían perdido todas las esperanzas.
Su hijo enfermo, allá en Cuba no comprendería jamás en su limitada capacidad de entendimiento que su padre no lo podría volver a ver hasta dentro de tres años, como estipula la ley draconiana dictada por la Casa Blanca. ¿ Quién le explicaría a ese muchacho sin raciocinio que su padre José Martín no lo había abandonado en su desgracia por su voluntad, si no que su ausencia estaba dictada por una medida punitiva y absurda tomada por mezquinas razones electorales de la política floridana? ¿ Cómo este padre bueno y leal para con su herencia de sangre podría enfrentarse ahora a tan inhumana injusticia de los hombres cegados por el afán de ganar unas elecciones presidenciales a costa del dolor, la división y el sufrimiento de la familia cubana?
Para José Martín el «Santero de Hialeah» el mundo se había venido al suelo. Aquí en Miami está su viuda Sandra junto a otros dos de sus hijos. Allá en Cuba queda su primogénito, el que no tiene raciocinio. El que no puede comprender la razón de esta desgracia. Así está de dividida la familia cubana por razones mezquinas de vulgar politiquería.
José Martín anda ya todo vestido de blanco en el mundo de los muertos en compañía de sus «Orichas», con Ochún, Changó y Yemayá de brazos, llorando por su hijo enfermo en Cuba que no podrá entender jamás porque su padre lo ha abandonado. ¿ Quién mató a José Martín? Lo mató una mala noticia. Que Olofi lo acoja en su seno. Descanse en paz el buen «Santero de Hialeah».