«Yo quiero que la ley primera de nuestra República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena de la persona» José Martí El autor escribe lo que piensa Por motivos entre profesionales y solidarios, tuve la suerte de vivir los momentos más críticos de lo que se llamó el período especial en tiempo […]
«Yo quiero que la ley primera de nuestra República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena de la persona»
José Martí
El autor escribe lo que piensa
Por motivos entre profesionales y solidarios, tuve la suerte de vivir los momentos más críticos de lo que se llamó el período especial en tiempo de paz allá en la querida Cuba socialista. Y digo que tuve suerte porque, pese a la dureza de la situación, -o tal vez precisamente gracias a ella-, pude conocer desde dentro y sin florituras la realidad de un pueblo y de un proceso que rompen moldes y esquemas con la espontánea naturalidad de quien se desabrocha una guayabera en un día de canícula tropical. Superada ya la euforia por ver realizado el viejo sueño de viajar a la legendaria isla antillana, calmada también la excitación por la novedad y, por fin, plenamente acostumbrado al medio y totalmente integrado en él, pude captar los gozos y las sombras de un país acosado, abocado a resolver en todos los ámbitos sociales su supervivencia diaria. En este contexto, claro, no podían faltar las contradicciones.
La república de Cuba es, sin duda, el último reducto accesible que posibilita a las gentes de la izquierda domesticada que allí van beneficiarse de una terapia espiritual paliativa de inquietudes y zozobras ideológicas. Así vista, Cuba se ha convertido en un balneario para muertos vivientes, forasteros que acuden al edén caribeño a cobrar fuerzas e inspiración para, de vuelta al hogar capitalista, seguir perorando patéticos discursos pseudoprogresistas en salas, salitas y salones ante públicos proclives, tan miserables intelectualmente como ellos. Cada nueva estampación en sus pasaportes es otra muesca grabada en sus cinturones sin revólver, otra señal en sus cananas vacías de cartuchos, otro diploma de asistencia a la reserva revolucionaria que les faculta para hablar y no hacer.
Pero Cuba es una realidad, moleste a quien moleste. Un milagro político y social difícilmente exportable en estos condenados tiempos de noche y niebla. Un ejemplo de obstinación histórica en seguir avanzando por el camino trazado, sin pararse a escuchar envenenados cantos de sirenas. Cuba no es la verdad absoluta, pero es absolutamente verdadera. Y lo es gracias a sus muchos aciertos y -también, ¡cómo no!- a pesar de los no menos numerosos errores cometidos.
En permanente proceso de rectificación
Porque sólo los mentirosos o los fanáticos -además de la dañina legión de inevitables burócratas paniaguados que ocupan puestos intermedios en la administración cubana- pueden afirmar seriamente que la revolución no ha cometido errores. Los primeros en reconocerlo han sido siempre sus propios dirigentes.
Quienes hayan estudiado sus avatares recordarán que bastante tiempo antes del proceso de reestructuración conocido por su nombre ruso «perestroika» -que supuso el harakiri, suicidio o autoliquidación de todos los gobiernos que lo llevaron a cabo siguiendo el ejemplo de la URSS-, el Comité Central del Partido Comunista de Cuba envió un informe a la Asamblea Nacional del Poder Popular alertando sobre la obsolescencia del modelo de dirección de la economía seguido hasta entonces en Cuba y que, en la práctica, era un calco del aplicado en la Unión Soviética. La burocracia y sus inherentes criterios tecnocráticos y economicistas se estaban imponiendo paulatina y peligrosamentemente sobre el coraje político, el idealismo y la ilusión que habían caracterizado los primeros tiempos de la revolución.
Definido el grave y complejo problema -es imposible explicar en un artículo todos las consecuencias negativas estructurales que se detectaron-, se retomó el camino abandonado y Cuba regresó a su imparable y ejemplar tarea de buscar un modelo estable de socialismo adecuado a su particular idiosincrasia.
Se olvidan de que Cuba es un país subdesarrollado
Tras la desaparición de la URSS y, consiguientemente, del COMECON (el Consejo para la Asistencia Económica Mutua formado por la URSS, la República Democrática Alemana, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, Mongolia, Vietnam y la propia Cuba), los efectos del hasta entonces a duras penas sobrellevado bloqueo económico decretado por el imperialismo yanqui se hicieron notar en toda su crudeza.
La propaganda anticastrista especialmente elaborada para ser consumida en el Estado español está consiguiendo hacernos olvidar que Cuba sigue siendo un país subdesarrollado. Pero lo es, y nadie sin intoxicar puede pensar en serio que es posible alcanzar el pleno desarrollo económico y social en una república caribeña como la cubana sin garantizar previamente un margen de acción, un espacio libre ante la agobiante hegemonía política, económica, científica y tecnológica de un mal llamado Primer Mundo liderado por la bestia estadounidense. Sobre todo, en la situación de bloqueo descrita.
Sin embargo, el mensaje made in USA está calando incluso entre quienes deseamos vida eterna para la Revolución. Como hace tiempo que nos penetró la gran patraña de la democracia parlamentaria. Quienes se atrevan a juzgar a Cuba bajo el prisma de la Unión Europea tendrán inevitablemente una visión deformada de su realidad. No son -no pueden serlo- escenarios homogéneos. Los avances sociales de Cuba sólo se comprenden si se compara la calidad y el nivel de vida de TODA su población con la calidad y el nivel de vida de la inmensa mayoría de la población del resto de los países de su entorno geopolítico (Dominicana, Haití, Jamaica, Bahamas, Belice, Nicaragua, Costa Rica, Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá… y hasta Colombia o México lindo).
Pasen y vean. En cuanto a su forma de Gobierno, me atrevo a decir que sale victoriosa si se la coteja con cualquier otra del planeta. Incluida, por supuesto, la oligarquía de partidos que rige en el Estado español.
Consejos vendo y para mí no tengo
El refrán es aplicable a los detractores de Fidel y de la revolución cubana. Resulta conmovedor oir a los hermanos de sangre ajena Bush y Aznar acusar a Fidel Castro de dictador sanguinario. No seré yo, desde luego, quien tire la primera piedra a quien defiende contra viento y marea los intereses de sus gobernados amenazados desde hace más de cuarenta años por el álbum de primeros capataces del capitalismo, desde John Fitzgerald Kennedy al actual George Bush, digno sucesor dinástico del que también fuera presidente de los EEUU y director de la siniestra CIA. Tampoco lo deberían hacer los dirigentes del PSOE (político-militar), el de los GAL y Solana. La presencia embozada de algunos de sus primeros espadas en la manifestación anticomunista de Madrid el pasado 26 de abril sólo es calificable de hipócrita y de patética.
¿Quieren hablar sobre Cuba? ¿Sobre democracia? ¿Sobre represión? Hablemos, pues, sin tapujos. Y empecemos, por ejemplo, por su Constitución cuyo primer artículo dice nada más y nada menos que: «Cuba es un Estado socialista de trabajadores, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, la justicia social, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana.» Sólo de leerlo se le ponen los dientes largos a cualquier persona de bien.
«Ha sido una manifestación por la democracia en Cuba», dijo Aznar refiriéndose a la citada movilización anticomunista. El jefe del Gobierno del Estado español que acaba de ser denunciado por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU como máximo responsable de los 47 casos de torturas policiales detectados por ese organismo internacional durante el año 2.001; el destacado cómplice de la reciente matanza de iraquíes; el mismo que besa el suelo que pisa su idolatrado Bushijo, uno de los mayores defensores de la pena capital y que más ejecuciones carga sobre sus espaldas; José María Aznar López, precisamente él, pretende presentarse ante el mundo como defensor de la vida y adalid de la democracia.
¡Claro que Cuba duele!
La violencia no es aceptable. La hipocresía, tampoco. Por eso, habría que precisar que la violencia no sería aceptable, en caso alguno, SI NADIE LA EMPLEARA. Pero desde el momento en que vemos lo que vemos, en que los Estados proxenetas, los chulos del planeta, deciden por su cuenta a quién se puede matar impunemente, desde ese instante se imponen la desobediencia y la autodefensa.
Los dirigentes del imperio USA y de sus Estados vasallos -como el español- ven a la República de Cuba como un doloroso divieso que les lacera. Y tienen razón. Como también la tiene Eduardo Galeano cuando afirma y firma que «Cuba duele». Porque el doler de la revolución es verbo transitivo y reflexivo a un tiempo: su éxito les duele; su fracaso, nos duele. Cuba nos duele como nos dolería un brazo retorcido, a punto de romperse. Y nos duele porque forma parte de nosotros, de nuestras esperanzas y de nuestros sueños. Por eso duele Cuba. Pero el dolor no debe confundirnos. El dolor, el tremendo dolor, nos lo provocan quienes intentan liquidar los logros conseguidos por su revolución, los que pretenden fracturarle el alma.
¡Que saquen sus sucias manos de Cuba!
Sin embargo -y lo digo sin ambages, desde el máximo respeto que tengo por la vida-, las últimas ejecuciones habidas en Cuba son un fracaso, sí, pero son, sobre todo, un inmenso fracaso del Nuevo Orden Mundial que nos pretende imponer a cualquier precio el imperialismo y que está provocando una espiral de violencia absolutamente dialéctica, pero también absolutamente evitable. ¡Que saquen sus sucias manos de Cuba y el ruido de los disparos dejará paso al sonido del mar y de la risa!
Si un Batista -valga el nombre como genérico de los dictadores títeres de los EEUU- dirigiese el destino de Cuba, se retrocedería tristemente a «las dos repúblicas: la de los cubanos de las ciudades, que fue una república con aire acondicionado, autos charolados, night clubs y high ball, restaurantes aristocráticos, cines, teatros y burócratas; y la república de los desalojos de campesinos, del plan de machete de la guardia rural, del bohío mugriento con el piso de tierra y el fogón apagado, de hijos con el vientre repleto de parásitos y ayuno de alimentos» (ver el libro «Revolución y educación», editado por el Instituto del Libro).
Porque lo que más duele al imperialismo es el mal ejemplo de una Cuba que se rebela contra su pretendida autoridad, desarrollando un modelo político y económico propio; como se rebelaba Iraq a su manera, abandonando el circuito mercantil impuesto por los EEUU. ¡Cuánto mejor les iría a los enemigos de la Humanidad -como cantara Nicolás Guillén- si otro fiel Batista sujetase el mango de la sartén cubana! Invadida y ocupada Iraq, los ojos de la Bestia se posan en Cuba. ¿Quién puede exigir al Gobierno cubano que se cruce de brazos ante la permanente agresión y espere pacíficamente sentado la anunciada ofensiva final?
Tengan mucho cuidado los muertos vivientes, esos pacifistas izquierdosos de todo a tres pesos que abundan infiltrados por las sociedades de aquí y de allá. Lo dijimos en el editorial del número anterior de Cádiz Rebelde y lo repito aquí y ahora: aceptar el juego del ni-ni es un insulto a la inteligencia además de una inconmensurable cobardía. En estos momentos en que el nuevo fascismo se propone arrebatarnos la revolución cubana, hay que tomar partido hasta mancharse. Con valentía y sin pusilanimidad. Los billetes de tres pesos con la imagen del Che, bien enmarcados quedan muy progresistas y, además, son baratos. Cuestan eso, tres pesos. La libertad, sin embargo, además de no ser enmarcable, cuesta la misma vida. La vida de unos y la vida de otros.