En la inauguración del Foro de la Universidad Complutense 2005-06, José Saramago pronunció un discurso sobre la Democracia y la Universidad. Para ello comenzó haciendo una reflexión, a priori un tanto divagante, sobre la mutabilidad del lenguaje, en concreto, de algunas palabras que «como las estaciones, como las personas, cambian con el tiempo», palabras «que […]
En la inauguración del Foro de la Universidad Complutense 2005-06, José Saramago pronunció un discurso sobre la Democracia y la Universidad. Para ello comenzó haciendo una reflexión, a priori un tanto divagante, sobre la mutabilidad del lenguaje, en concreto, de algunas palabras que «como las estaciones, como las personas, cambian con el tiempo», palabras «que permanecen pero que modifican su contenido». Saramago expresaba entonces su enfado ante el cambio de determinados «contenidos», que se pudrían ante una alarmante indiferencia general. Explícitamente, el genio portugués se refería al discurso político, a su retórica, que se muestra más efectiva cuanto menos se conocen los intereses que se esconden tras de sí. Pero los cambios diacrónicos en el significante tienen otras perversas consecuencias, a parte del triunfo y la efectividad de la retórica política, aunque están directamente ligadas a ella.
En los trabajos del filósofo francés Michel Foucault, éste diferencia dos tipos de verdades (realidades): aquéllas científicas o naturales, que provienen de los campos del conocimiento más empíricos (física, matemáticas, biología), y las verdades sociales, que se construyen en base al discurso y a las prácticas sociales, políticas, culturales o económicas que se van repitiendo con el tiempo. De la influencia y el uso que el Poder o la clase hegemónica hace de esa doble vertiente de la realidad, depende en gran medida el ideario común, los patrones y estructuras de pensamiento que nos vamos haciendo conforme crecemos y tomamos consciencia del mundo. Una muestra palpable de este razonamiento se puede inferir si pensamos en cómo han ido evolucionando prácticas sociales como el modo y el contenido de los sistemas educativos, actos o festividades religiosas, patrones de consumo o sistemas de participación política de la sociedad.
En el tema que me ocupa en este artículo, me gustaría exponer cómo el uso tendencioso e interesado, tanto del lenguaje, como de determinadas prácticas sociales (en sentido amplio), han ido mermando y aniquilando la efectividad de herramientas y vías de participación de la ciudadanía en la dirección política del Estado, hasta reducir a mínimos históricos el contenido de la palabra Democracia.
Para comenzar, es necesario establecer una relación dialéctica entre quienes detentan el poder y quienes se someten, de manera voluntaria o no, al mismo. Este esquema, aunque peque de reduccionista, sirve para ilustrar la dinámica de los cambios de régimen y de las revoluciones (entendidas como cambios cualitativos en todos los ámbitos de la realidad social). Sin embargo, modificaría la estructura binaria clásica Poder-Resistencia, adaptándola a una nueva forma que se revela más acorde con nuestros tiempos y que toman, entre otros, pensadores como Toni Negri, es decir, una relación dialéctica entre Contrainsurgencia e Insurgencia. El cambio de denominación y el orden de los factores obedece a la idea de que, hoy día, es el aparato de poder el que intenta prever cuáles serán los modos de manifestación y actuación de las potenciales o reales resistencias al sistema establecido; se intenta ir por delante, aunque no siempre se consiga.
Así, es posible que la sociedad articule agrupaciones o movimientos que, de alguna manera, permitan escaparse del campo de acción y control de la legalidad institucionalizada. La creación de los partidos políticos y la consagración de los sistemas de sufragio representativo supusieron un avance revolucionario en la configuración de los poderes de los estados modernos. Llegados a determinado momento de desarrollo de estos sistemas, era generalizada la idea y la sensación de que cualquier ideología tenía la legítima potestad y posibilidad real de expresarse y verse representada en el arco parlamentario, de que cualquier ciudadano podría ver así satisfecho su derecho a participar y dirigir la acción del país y, junto a los sindicatos, se erigieron como los emblemas de lo que una vez se conoció como Estado del Bienestar. Ya no era una manera de escapar de la acción de un señor feudal, de un emperador o de un dictador, sino la forma de autorregular las relaciones sociales, la canalización de la voluntad de esa autoorganización hacia los órganos e instituciones de esa comunidad.
Sin embargo, durante las últimas décadas, partidos políticos y sindicatos han dejado de ser una mera herramienta de representación y canalización de la voluntad popular. La dirección de la relación de poder se ha invertido, siendo ahora vertical y en sentido descendente, desde las instituciones hacia abajo. Los referentes democráticos «oficiales» han terminado por abarcar y monopolizar toda la acción política. Esta inversión se ha acompañado de la creación de una doctrina discursiva, se ha valido de la construcción de una realidad política en la que no se conciben modos de actuar en la esfera pública (en asuntos de cariz político) sin la intervención de partidos y sindicatos.
Al mismo tiempo, en un ejercicio impecable del uso de la retórica, se ha llevado a cabo un proceso de polarización e identificación de la población con las opciones políticas «institucionalizadas». A efectos prácticos (piénsese aunque cueste verlo) los partidos han dejado de representar a los ciudadanos y ahora son éstos últimos los que hacen gala de representar los valores, los símbolos y el discurso de una u otra fuerza. En un símil bastante gráfico, un partido político es percibido y adoptado como un equipo de fútbol. El problema es que una persona es seguidora de su equipo aunque lo haga mal. Se podrá enfadar después de un partido malo, pero ahí estará la jornada siguiente para animarlo y vitorearlo. Y es la pérdida de ese componente crítico la que está haciendo descender alarmantemente la calidad de la democracia en la que vivimos, el nivel de participación, de adecuación de las decisiones legislativas y ejecutivas a la efectiva voluntad de la población, el aumento de las diferencias sociales o la destrucción sistemática del medio, entre otras cosas.
Pero llegados a lo que muchos consideramos una situación crítica, azuzada por la vergonzante y demoledora crisis financiera, que se une ya a la crisis alimenticia, a la energética o a la ambiental, se empiezan a observar signos de cambio y de reacción en la actitud y en el ánimo de las personas. Sin entrar en si será factible el sueño de democracia de los países árabes que están viviendo las mediáticas revueltas contra sus dictadores, es cierto que ese ejemplo, esa imagen de recuperar las riendas del carro, se ve desde los países a los que más les está afectando la crisis (Portugal, Grecia o España) como un modelo a seguir. Más aún, cuando las recetas que se van aprobando gubernamentalmente en estos países no parecen buscar más que la salvación del sistema financiero y del beneficio empresarial, en detrimento del poder adquisitivo y del bienestar de los ciudadanos.
Se ha despertado un sentimiento y un pensamiento crítico contra la acción de los partidos políticos, en el gobierno o en la oposición, identificados como iguales, como parte del sistema, es decir, como parte del problema. Sin embargo, este conflicto, al dirigirse parcialmente contra los supuestos canales de representación institucionales, queda completamente ajeno al campo legal de actuación. La acción política ciudadana se ha ido reduciendo (mediante la repetición de prácticas sociales) a la cámara legislativa, que cada vez se percibe más lejos del ciudadano de a pie que, en consecuencia, va perdiendo paulatinamente su confianza en estos órganos. Pero al mismo tiempo, en base a la construcción de esta verdad, por la práctica y por el discurso, nos cuesta percibir que hay maneras de cambiar la realidad que no tienen por qué ajustarse a la restringida participación en la vida política que se nos ha reservado: un voto cada x años, una manifestación anual por el 1º de Mayo, poco más. El «contenido» de la palabra Democracia se ha vuelto magro, raquítico.
En palabras del pensador Franz Hinkelammert, «la política está negando su propia función» y, desde luego, «la ley no puede ser el marco de legitimidad del comportamiento», en sentido positivo, es decir, los modos de actuación social no deberían limitarse únicamente a lo que está establecido en los cuerpos legales, a lo que se autoriza expresamente.
Sí, estimado lector, este 2011 ha traído debajo del brazo la proliferación de millares de movimientos ciudadanos, de toda índole, cariz o color, agrupados en torno a un sentimiento: la situación, individual y colectiva, no está bien, no tiene visos de cambiar y quienes nos representan no están haciendo lo que esperamos de ellos. Pero estas semillas del descontento tienen además un poderoso abono: Internet, la herramienta que centra todas las visiones y reflexiones sobre cómo articular los cambios sociales, políticos o culturales en nuestra era. El medio que se empieza a ver como representación gráfica de cómo las sociedades futuras van a organizarse: una red de redes, que se expande constantemente en todas direcciones, sin una jerarquía, sin raíces, tronco o ramas, algo similar al rizoma de Deleuze.
Y al calor de esta herramienta, se está fraguando una plataforma ciudadana paradigmática, «Democracia Real Ya», que ya engloba a cientos de asociaciones de todo el país, desde afectados por la Ley Hipotecaria hasta asociaciones de consumidores, desde grupos ecologistas a feministas, desde jubilados a estudiantes de enseñanzas medias. Una plataforma se que ha separado explícitamente de partidos políticos y sindicatos, lo que no quiere decir que cada individuo no tenga sus propias ideas, sus inquietudes, más o menos definidas, su militancia subjetiva. Esta separación obedece a la idea de mantener un pensamiento y una actitud crítica que pueda ser sostenida, que moriría en el momento en que se adscribiera a unas u otras siglas.
Es paradigmático el movimiento porque está consiguiendo aglutinar a miles de personas bajo un manifiesto y unas propuestas que intentan escapar de las categorías ideológicas preconcebidas, que buscan simple y llanamente unas condiciones materiales de vida, de trabajo, de participación en la política, que beneficien al mayor número de personas posible, a la gran mayoría que se siente estafada y perjudicada por el funcionamiento de este sistema, una mayoría que se viene disfrazando de muchas minorías mediante el tradicional sistema de adscripción a partidos políticos, sindicatos o asociaciones de intereses particulares.
Pero esta plataforma también se encuentra con el problema de intentar contradecir a las verdades sociales establecidas. Y la quijotesca tarea reseñada choca con los patrones mentales de muchas personas que no son capaces de asimilar que miles de personas se unan bajo un manifiesto común y al margen de sus opciones políticas. Y comienzan las conjeturas sobre polémicas y «conspiranoicas» filiaciones del movimiento, sobre radicalidades y violencias que se desechan explícitamente en el manifiesto y en cada nota de prensa de Democracia Real Ya.
Tampoco los Poderes Públicos se muestran muy partidarios de compartir la acción política con el ciudadano, tan acostumbrados a canalizarla y monopolizarla a través de los alineados partidos y sindicatos. Así, algunas subdelegaciones del Gobierno y algunas Juntas Electorales Provinciales han presentado reparos a la hora de legalizar las marchas convocadas por Democracia Real Ya para el 15 de Mayo (en plena campaña electoral), basándose en un artículo de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que prohíbe a «entes» no autorizados expresamente en el citado precepto realizar cualquier acto con fines electoralistas, sin reparar en que, primero, estas manifestaciones no están dirigidas a reclamar el sufragio para ninguna formación política, sino que son una muestra de la indignación de la sociedad contra unos representantes que han «olvidado» para qué fueron elegidos.
En segundo lugar, ´como reza la Sentencia del Tribunal Constitucional 038/2009, limitar la libertad de expresión o el derecho fundamental de manifestación, para mantener la «pureza de los procesos electorales», sólo a la acción de los partidos o candidatos es cercenar de raíz la naturaleza política del propio ser humano, como sujeto independiente y soberano.
Es por culpa del arraigo y blindaje de estas prácticas políticas institucionalizadas, por las que la Democracia está cayendo a niveles de calidad mínimos en las últimas décadas. Son ellas, junto al martilleo mediático de una retórica tendenciosa e interesada, las que han transformado el contenido de lo que alguna vez fue un sistema emancipador, repleto de promesas de justicia social. Somos nosotros, la ciudadanía, los que nos estamos encargando de dar un nuevo significado a la Democracia, arrancando desde abajo y desde lo que nos une, empezando por hacer que se nos oiga el 15 de Mayo, en la calle, que es nuestra, porque, si bien es cierto que la Democracia es el sistema político potencialmente más satisfactorio de los hasta ahora experimentados, sin duda es el que más esfuerzo requiere.
Francisco Jurado Gilabert, Licenciado en Derecho por la Universidad Pablo de Olavide, miembro del Laboratorio de Ideas y Practicas Políticas del Departamento de Filosofía del Derecho.
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