A medida que se consolidan la democracia y la ética civil, la religión se convierte progresivamente en un asunto privado. En cierto sentido, Occidente vuelve a recibir la influencia oriental al respecto. En China, en Japón, en Asia en general, la zona de mayor crecimiento demográfico mundial, la religión es una cosa más sentimental, de […]
A medida que se consolidan la democracia y la ética civil, la religión se convierte progresivamente en un asunto privado. En cierto sentido, Occidente vuelve a recibir la influencia oriental al respecto. En China, en Japón, en Asia en general, la zona de mayor crecimiento demográfico mundial, la religión es una cosa más sentimental, de misterios de la vida, de culto a los mayores, de interioridad. Son religiones sin coacción, sin ejercicio de poder temporal, sin estructura jerárquica. Y Occidente, o mejor dicho el Cristianismo, que vivió una historia de relación estrecha con el poder civil desde el emperador Constantino, está cambiando. Cambió con la reforma protestante, al disminuir la importancia del clero y, sobre todo, cambia a impulsos de la progresiva democratización de las sociedades. En las democracias, las leyes que imponen obligaciones a los ciudadanos se aprueban en los parlamentos y allí se discuten y se deciden las opciones morales colectivas. Pero una parte de la estructura del poder eclesiástico, en particular la Conferencia episcopal española, y algunas sectas populistas católicas y protestantes siguen la tradición anterior y pretenden imponer al poder civil su particular ideología, su particular interpretación de una supuesta moral natural. Y hacen mucho ruido al respecto, sobre todo cuando los legisladores católicos no consiguen e incluso no desean cumplir sus consignas. Es lo que está pasando con la reforma de la ley española de interrupción del embarazo, cuya primera versión, en 1984, no fue contestada por el Partido Popular durante todo el período en el que gobernó. La reforma acomoda la legislación española al sistema europeo de plazos, que consolida la libertad de la mujer y su acceso al sistema sanitario público sin intromisiones ajenas. Coincide con estos ruidos eclesiásticos la metedura de pata del Papa en su viaje a Africa descalificando al preservativo en la lucha contra el Sida, echando así un nuevo pulso a la ciencia que la Iglesia siempre ha perdido.
Empieza a dar la impresión de que la jerarquía católica reduce la religión a la regulación de la sexualidad, a su obsesión de que todo acto sexual debe estar dirigido a la procreación y se olvidan de predicar la sustancia de la fe y sus otros corolarios no sexuales. Importantes sectores de clérigos y fieles han denunciado semejante reduccionismo y ello explica, en parte, el enorme retroceso en la práctica de la religión católica, la drástica disminución de los efectivos clericales y, en nuestro caso, pone en tela de juicio el particular status privilegiado que tiene en España. El Estado español mantiene una serie de ventajas económicas, jurídicas y fiscales para las personas y bienes de la Iglesia heredada del franquismo que muchos ciudadanos no desean que persistan.
Desean, especialmente, la denuncia del Concordato con la Santa Sede y la proclamación de una libertad religiosa más acorde con la pluralidad ideológica y étnica de España. El crecimiento de las confesiones protestantes y la presencia creciente de musulmanes en nuestro país requieren un cambio de perspectiva y un cambio de política.
No han pasado demasiados años de una época en la que Iglesia y Estado iban de la mano, en la que los párrocos emitían certificados de lealtad al régimen y compartían con las fuerzas de Orden Pública la represión moral.
La política española era, entonces, un «totum revolutum» que no es de recibo a medida que las esferas respectivas se esclarecen. La claridad y la cordura democrática obligan a trascender una situación equívoca que hoy no hacen suya más que los sectores más radicales de la religión musulmana y algunos fundamentalistas cristianos. Y al comportarse así, perjudican la sustancia de sus respectivas religiones, que se hacen patrióticas, guerreras e incomprensibles, por tanto, para la mentalidad contemporánea, que se aleja de ellas.
Alberto Moncada, presidente emérito del Centro UNESCO Valencia