Nos contó sobre todos sus viajes por Latinoamérica, el tiempo cuando acampó con mineros en Chile, las historias de sus amigos arrojados desde un avión con las tripasal aire durante la dictadura en Argentina, sus años en la revista, su tiempo en España. Nos habló sobre su familia, su compañera, sus hijos, su sobrina, sus […]
Nos contó sobre todos sus viajes por Latinoamérica, el tiempo cuando acampó con mineros en Chile, las historias de sus amigos arrojados desde un avión con las tripasal aire durante la dictadura en Argentina, sus años en la revista, su tiempo en España. Nos habló sobre su familia, su compañera, sus hijos, su sobrina, sus amigos escritores, sus no tan amigos escritores, sus encuentros, sus despedidas; toda una vida contada frente a una mesa a la que le salieron raíces y ramas que rompieron las ventanas de aquella tarde que ya era noche.
La figura del escritor uruguayo Eduardo Galeano, fallecido hoy, ha sido fundamental en la formación del cantautor puertorriqueño René Pérez, líder de la agrupación Calle 13.En muchas entrevistas, lo identificó como uno de sus autores favoritos.
Por eso, el artista atesora el momento en el que pudo conocer en persona al autor. La relación llegó a su punto culminante cuando Galeano escribió y grabó la introducción del galardonado álbum de Calle 13 «Multiviral», titulada «El Viaje».
Pérez rememora las emociones vividas durante ese encuentro en un escrito que compartió hoy en su página de Facebook y que compartimos a continuación:
Eran como las dos de la tarde. Luego de intercambiar varios correos electrónicos el encuentro se hacía real. Estaba por conocer, no solo a uno de los escritores más grandes de Latinoamérica, sino que también al único escritor que fue capaz de capturar la atención de un niño índigo, que ahora de adulto carga con un déficit de atención y que vive en una nube de un país que no existe.
Después de 3 cuadras doblando hacia la derecha, nos refugiamos en un pequeño restaurante italiano. En la mesa había pastas al dente, pan, aceite, un poco de pimienta y vino. Al principio me sentía nervioso, no sabía cómo empezar, sobre qué temas hablarle. Tenía frente a mí un libro abierto mientras tomaba vino y me iba sintiendo como un libro sin letras. Como si fuera poco, en mi cabeza se hacía cada vez más recurrente el aviso de que soy un tipo que patinó por 5 escuelas en Puerto Rico antes de graduarse, sin ningún credencial intelectual, con muy pocas lecturas en la cabeza y con una facilidad increíble para perderse en cualquier conversación. Sabía que al final sería delatado por mis ojos espaciados que miran sin mirar y atienden sin atender.
Solo tenía una forma de sobrevivir a este encuentro, así que decidí confesarle mi «padecimiento». Por alguna extraña razón, en ese momento todos los platos, vasos y cubiertos dejaron de hablar para escucharme decir: «Eduardo, tengo un problema, soy muy despistado y a veces se me hace muy difícil seguir una conversación». A lo que él me contesto, «yo también soy despistado y de los peores». Desde ese momento en adelante todo fluyó de forma natural, como si fuésemos amigos de antaño. Eduardo empezó a hablar mientras mi esposa y yo escuchábamos. Fue como escuchar al tiempo narrando historias.
Compartió los escritos que tenía en una de sus libretas miniatura, donde escribía una idea por página. En ese momento andábamos por la ciudad de Nueva York. «Las ciudades resuelven el 90% de los problemas que ocasionan», leía uno de los escritos en aquella pequeña libreta.
Nos contó sobre todos sus viajes por Latinoamérica, el tiempo cuando acampó con mineros en Chile, las historias de sus amigos arrojados desde un avión con las tripasal aire durante la dictadura en Argentina, sus años en la revista, su tiempo en España. Nos habló sobre su familia, su compañera, sus hijos, su sobrina, sus amigos escritores, sus no tan amigos escritores, sus encuentros, sus despedidas; toda una vida contada frente a una mesa a la que le salieron raíces y ramas que rompieron las ventanas de aquella tarde que ya era noche.
El vino no se acababa y nunca se acabó, porque siguió merodeando por nuestras cabezas hasta nuestra salida de aquel pequeño restaurante. Y así, amarrados hombro con hombro, como si fuéramos compañeros de toda una vida, nos acompañamos hasta llegar a su hotel.
Le pregunté si necesitaba ayuda para llegar a su habitación y me miró con la cara de alguien que sobrevivió momentos mucho peores que una subida de elevador con tres botellas de vino en la sangre. Lo entendí totalmente, así que decidí darle un abrazo. Luego del abrazo, apretándome con fuerza la mano con la que escribo y casi hablándome con los ojos me dijo, nos volveremos a ver. Así me despedí de una de las mejores historias que viví, el mejor de los cuentos.
Gracias por ese día Eduardo. Te queremos mucho,
René, Sol y Milo