Más de una vez, hablando con José Bergamín sobre un posible y deseable futuro republicano para los territorios administrados entonces por la Dictadura de Franco, me apuntó él la necesidad de que tal futuro no se edificara sobre la nostalgia de lo que fue la Segunda República Española. -No se trata -me decía- de una […]
Más de una vez, hablando con José Bergamín sobre un posible y deseable futuro republicano para los territorios administrados entonces por la Dictadura de Franco, me apuntó él la necesidad de que tal futuro no se edificara sobre la nostalgia de lo que fue la Segunda República Española.
-No se trata -me decía- de una restauración, ni monárquica ni republicana, sino de la instauración de una Tercera República. (Esto, dicho por uno de los más ilustres creadores de aquella otra, era algo que había que escuchar con mucha atención; y yo lo escuchaba, entendiendo -y así era- que lo que él proponía no pasaba por desconocer las particularidades de aquellos hechos republicanos sino precisamente, todo lo contrario, por prestar una atención incluso minuciosa a aquellos hechos y a sus vicisitudes, que él relataba con mucho acierto, franqueza y siempre buen humor).
Uno de los temas que merece la atención de nuestra memoria histórica de un modo particular es, desde mi punto de vista, siempre atento a las cuestiones del teatro, las referentes al que se hizo durante aquellos años «republicanos»; al teatro español de los años 30. Evidentemente es bueno conocer previamente los lugares del pasado, en los que uno ha de tratar de pertrecharse con los medios necesarios para no «recometer» los errores que aquella generación cometió, junto a sus muchos aciertos, algunos admirables. ¡No podemos repetir los errores de un futuro heredado! Y para mí no cabe duda de que un día se ha de plantear en España la cuestión que se obvió a la muerte de Franco, bajo el temor que producía el ruido de los sables durante aquellas jornadas de la transición. El recuerdo de la guerra civil, fueran más o menos de un millón los muertos la cifra de los que aquella guerra produjo, bloqueó una salida deseable de la dictadura; y la gloria de los comunistas, de algunos demócratas y de una parte del pueblo español durante la resistencia, naufragaron en el mar de un posibilismo que empezó por aceptar como jefe del Estado a aquella persona -aquel Príncipe borbónico- a la que el Dictador había destinado para tal función, y, claro, está, con ella la Monarquía borbónica. ¡Adiós a las esperanzas republicanas! ¡Adiós a la «ruptura democrática»! ¡Adiós a la Tercera República Española!
No es que yo sea un creyente en las virtudes de progreso -y menos, revolucionarias- que conllevaría (que llevaría esencialmente consigo) el establecimiento de una República en lugar de una Monarquía; pues lo que hay entre ambas instituciones de idéntico es más que lo que comportan formalmente de distinto, aparte de la imposición de un rey hereditario que, por muy constitucional que sea, encarna ciertamente una, digamos, «nostalgia goda»: la existencia en el escenario político un «monstruo de tiempos remotos», por expresarnos con un recuerdo cinematográfico y además japonés.
De ahí que tenga sentido, y aún mucho sentido, la pregunta que no necesita interrogaciones y que encabeza esta intervención mía: «República para qué». Porque para hacer lo mismo que las monarquías más retrógradas -obsérvese en nuestra vecindad la República presidida por el señor Chirac, hoy de retirada, para ceder paso a alguien todavía más reaccionario que él mismo- no merece la pena, la verdad, proclamarse republicanos (y no hablemos de partidos republicanos como el estadounidense, y otros mil en todo este mundo, en el que hay ya menos monarquías que repúblicas, pero todos los sistemas son prácticamente iguales). Para ese viaje no se necesitan alforjas, pues está mil veces comprobado que bajo la forma republicana pueden cometerse y se cometen las mismas injusticias y los mismos horrores que bajo el imperio de las más arcaicas, anacrónicas y reaccionarias monarquías. ¿Entonces de qué se trata cuando se alza una bandera -o nos ponemos en la solapa una escarapela- tricolor? ¿O cuando nosotros hablamos ahora de un teatro republicano, el que hubo y el que habría que hacer? (La respuesta tiene que ver con otra pregunta en lo que se refiere al teatro; y es ésta: ¿Teatro para qué? Nuestra respuesta es sencilla y la voy a decir inmediatamente: el drama en general realiza o puede realizar tres funciones, ni más ni menos: juego, pensamiento, política. Un teatro republicano, además de ser un juego y una exploración en la realidad, comportaría, para ser verdaderamente republicano, una tentativa de intervenir en la vida social en el sentido del progreso espiritual, social y político).
Cuando se puso en marcha, a la muerte de Franco, la llamada transición democrática, yo tuve en solitario (y creo que aquí puede venir a cuento esta añejo recuerdo) la idea de un teatro republicano, el cual yo entendía -en implícita respuesta a la pregunta de «para qué un teatro republicano»- como un drama que se moviera en la dirección de una revolución socialista, siempre pendiente. Esta idea cristalizó en lo que llamé Manifiesto «Por un Teatro Unitario de la Revolución Socialista» (TURS), que publiqué en la revista Pipirijaina, número 4, 1977, y cuyos propósitos expuse a algunos dirigentes de izquierda que emergían desde la clandestinidad, sin que obtuviera mucha atención por su parte, interesados como estaban ellos en las tareas de construcción y consolidación de sus partidos. Puede leerse este manifiesto también en el libro de Francisco Caudet Crónica de una marginación, Ediciones de la Torre, Madrid, 1984). La idea que animó este proyecto la he revivido hace poco en un texto destinado a operar a su manera sobre propósitos semejantes pero actuales, por parte de algunas personas insumisas y decididas a emprender acciones en la línea de una recuperación crítica de la Utopía como motor hacia la conquista de un mundo distinto («otro mundo es posible»). He aquí el texto en cuestión:
La unidad de la izquierda en el escenario de la cultura
La cuestión de la «unidad de acción de la izquierda» se diría en castellano castizo -galdosiano- que «huele a puchero de enfermo», tan crónico es el problema y tantos los fracasos que han bombardeado tan apasionante proyecto en muchísimos momentos de la Historia, desde las primeras batallas del siglo XIX entre socialistas y anarquistas o científicos y utópicos; y en el siglo XX, las tragedias que enfrentaron a estalinistas y trotskistas o revisionistas y maoístas, etc.
Mi punto de vista en los comienzos de la «democracia española» fue que en el terreno de la imaginación -de la cultura, del arte y concretamente del teatro- podía y debía promoverse este encuentro de vocación unitaria, y ello frente y contra las tesis místicas que afectaron en algún tiempo a la teoría del teatro, de que este era un lugar de comunión de ideas y que los espectadores eran una especie de comulgantes.
Al contrario, el escenario de la cultura se parece más a un ring de boxeo -en el que los guantazos no matan- que a un templo religioso en el que el incienso adormece el criterio y la voluntad. ¿Y cómo habría que plantear hoy estas cuestiones? Esto es lo que habría que tratar ahora. (Alfonso Sastre, 22 febrero 2007).
La mirada hacia atrás es, en fin, la base sobre la que asentar los nuevos pasos históricos, en la línea inter-nacional de lo que algunos consideramos la entrada en un período «neo-histórico» -o, si se quiere, neo-moderno- que estaría ocupando los lugares vacíos o llenos de horror y de fracaso humano y social en los que ha demostrado su falacia la idea reaccionaria del final de la historia, es decir, el área de la llamada «posmodernidad», que yo saludé arriesgadamente, o sea, aventuradamente, hace años, como «una futura antigualla». (Y ya lo está siendo, lo que quiere decir que alguna vez acierta uno en sus análisis y ponósticos).
Esta base «republicana» vamos a rememorarla brevemente en dos períodos, a saber:
1.- El teatro republicano anterior a la guerra civil (1931-1936).
2.- El teatro español en la zona republicana durante la guerra civil (1936-1939).
Vamos a ello:
1.- En cuanto al período republicano de la preguerra (¡del que resultó una guerra civil!), creo que puede exponerse como una idea general la de que la Segunda República aportó a la vida española una fuerte inquietud cultural, y se esforzó, en los pocos años de que dispuso, contando los de relativa paz y los de franca guerra, en las tareas de la educación popular -de la «instrucción pública»-, del arte y de la cultura en general, y de modo muy particular del teatro, entendido como un entretenimiento vinculado estrechamente a la educación, recogiendo la herencia dieciochesca de la noción de la escena como una escuela de costumbres y la idea clásica de instruir deleitando.
Por mi parte, sólo a la limitada parcela del teatro republicano prebélico -o del modo republicano de entretenerse en el teatro- voy a dedicar aquí mi atención, y aún brevemente, apuntando a tres áreas: La Barraca, las Misiones Pedagógicas y el Teatro Escuela de Arte (TEA), todo ello en el marco de una preocupación esencial -que podríamos definir como «republicana»- por los problemas de la cultura, en el terreno de lo popular y de la pedagogía, pero sin abandonar la inquietud por las cuestiones que planteaba la vanguardia experimental.
Víctor Fuentes, en su notable libro La marcha al pueblo en las letras españolas, 1917-1936 (Ediciones de la Torre, Madrid, 1980) nos dice, como una muestra de lo que decimos, que «el Estado Republicano hizo de la causa del libro y de la cultura de las masas, preocupación primordial», y que «entre 1932 y 1933 fundó 3.151 bibliotecas públicas en pueblos y aldeas, a las que asistieron en aquel período 467.775 lectores, solicitando un total de 2.196.495 obras de lectura», y así mismo, «como instrumentos de difusión de la cultura y el arte en el campo crearía las Misiones Pedagógicas y el teatro La Barraca». Fuertes habla a este propósito de una «cima» que se elevó con la victoria del Frente Popular, y de una «sima» en la que se despeñaría la cultura durante el franquismo. En cuanto a la movilización de los intelectuales y artistas en esta magna empresa, Fuentes destaca la importancia de una fecha, 1934, año en el que comienza el llamado «bienio negro», que puso la República al servicio de las ideas más reaccionarias e incluso profascistas -¿república para qué?, preguntábamos nosotros-; escribe que «Octubre de 1934 fue un fuerte revulsivo para la intelectualidad española en masa» (¿los intelectuales dejan de ser una élite?), y cita a Manuel Altolaguirre, para quien «fue necesario que llegara el año de la sangrienta represión de Asturias para que todos (…) los poetas, sintiéramos como un imperioso deber adaptar nuestra obra, nuestras vidas, al movimiento liberador de España». «Hasta Juan Ramón y Azorín -recuerda Fuentes- firman la protesta con ocasión del documento de los 546 prisioneros de Oviedo, sobre la tortura». (El libro en cuestión es de muy conveniente lectura para quienes deseen informarse de la situación política y cultural en aquel período republicano anterior a la guerra civil, y a él, sin más comentarios, nos referimos).
En el teatro se advertirá la importancia, ya indicada, de las tareas de la Barraca por un lado y de las Misiones Pedagógicas por otro. En lo que a La Barraca se refiere, el esplendor de la figura de García Lorca y su trágico destino, han oscurecido algunos de los caracteres de aquella empresa universitaria. Yo sólo quiero hacer aquí una pequeña aportación, subrayando la importancia que para la existencia de este grupo itinerante tuvo una figura poco conocida, pero que ya afortunadamente ha sido recuperada históricamente, y ello en un libro todavía él mismo poco conocido, o, mejor dicho, casi totalmente desconocido, del que son autores Iñaki Azkarate y Mari Karmen Gil Fombellida, Eduardo Ugarte, Por las rutas del Teatro (Editorial Saturrain, San Sebastán, 2005). Tiene para mí especial interés el hecho de que Eduardo Ugarte fuera de este pueblo en el que yo vivo, Hondarribia, en cuya Plaza de Armas nació en 1900. Yo vivo en la Plaza de Jabier Ugarte de este pueblo, y no me extrañaría nada que este caballero que aquí se nos presenta en una estatua fuera el Excmo. Señor Don Francisco Javier Ugarte, natural de Barcelona (leo en el libro que acabo de citar), Diputado a Cortes, Subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros, y padre de nuestro hombre de teatro.
Cuando se trata de Ugarte-García Lorca, aunque uno de sus miembros haya sido olvidado o poco menos, es preciso referirse a un fenómeno que yo llamo de tándem y que se ha dado en la historia del teatro con resultados muy fructíferos: se trata de la asociación de dos factores que producen una interfecundación de lo más «creador», y estoy hablando de casos como los de Chéjov-Stanislavski o Jouvet-Giraudoux, por poner sólo un par de jemplos; es el maridaje de un amor sobre todo literario al teatro y de otro amor sobre todo práctico; por esos muchas veces genera el par autor-director. En este caso, Lorca era también un hombre de acción práctica, pero ello no es necesario; la pareja se puede dar entre un escritor en su gabinete y un director en la practica «teatrera».
El ejemplo que estoy dando tampoco es arquetípico (pero tampoco atípico), porque Eduardo Ugarte fue, también él, escritor de algunas comedias; pero lo que a mí me mueve a hablar de Ugarte aquí es que, a mi parecer, él -que no sólo era vasco sino además euskaldún- fue la mitad al menos de la existencia y la gloria de aquella itinerancia republicana, hoy casi mítica, por los caminos de España, que a un miembro lo condujo al matadero («el crimen fue en Granada»), y al otro a un exilio del que nunca volvió; y que tuvo una fuerte presencia en aquel binomio, aunque su nombre haya casi desaparecido de las referencias a aquel hecho verdaderamente republicano y cultural que fue La Barraca cuya aparición anunció Lorca en la noche del 2 al 3 de noviembre de 193, o sea, medio año después de que la República hubiera sido proclamada. La génesis dice mucho de la esencia de las cosas, y por eso vamos a leer algo, en el libro que citamos, sobre aquella génesis.
Las Misiones Pedagógicas ya habían sido creadas (en mayo) y un grupo de estudiantes de Filosofía y Letras se ven impulsados a esta otra tarea, por lo demás análoga. Hay muchos testimonios de que el papel de Ugarte en la puesta en marcha de esta «barraca» fue «fundamental». Asumía la dirección literaria, junto con Lorca, pero «en realidad, ejercía cualquier menester o función que la vida de la compañía exigía». Incluso «durante las muchas y prolongadas ausencias de García Lorca -leemos en el libro que estamos citando- Ugarte fue el verdadero responsable de la marcha y del funcionamiento de La Barraca». Para los autores de esta monografía -y aquí me encuentro yo con mi propia noción de tándem a la que acabo de referirme- Lorca y Ugarte «formaron un tándem perfectamente sincronizado de intereses y proyectos».
En los dos primeros años republicanos «se duplicó el número de escuelas primarias y se apoyó la expansión universitaria». Durante el ministerio de Fernando de los Ríos (Instrucción Pública), entre otras actividades, «el Gobierno aseguró la viabilidad del proyecto de La Barraca con la asignación de 100.000 pesetas». Hay que recordar, como ellos recuerdan, que «en 1931 el 32,4 % de una población de veinticinco millones era analfabeto», y que el teatro era con la pintura, la música y entonces ya el cinematógrafo, una cultura accesible a quienes eran todavía incapaces de leer no ya un libro sino el nombre de una calle. Aquel teatro ambulante era además un alegre mensaje que enriquecía así mismo la vida de sus portadores. En cuanto a las Misiones Pedagógicas, como ellos dicen, «existía una coincidencia parcial» con ellas, pues «el ámbito de actuación cultural era más amplio», y abarcaba la donación a los pueblos de bibliotecas, la proyección de películas «y cualquier otra actividad de naturaleza cultural y pedagógica». No hay que decir que aquellas derechas, con un espíritu que se reconoce en las actuales derechas españolas, veían en La Barraca y en las Misiones Pedagógicas la «tapadera de una máquina propagandística que servía a los intereses de agitadores marxistas, ateos, judíos y comunistas al servicio de la Revolución Rusa». Para García Lorca y sus compañeros, sin embargo, lo que ellos se proponían era «hacer arte; pero arte al alcance de todo el mundo». Un paso adelante se daría a partir del año 34, cuando la situación se radicalizó, y más aún a partir del inicio de la rebelión militar. Se recuerda que entonces (principios de 1936, al alcanzar la victoria en las urnas el Frente Popular ) se acababa de fundar la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, como una consecuencia del Congreso de Intelectuales Antifascistas que se había celebrado en la Mutualité de París, del 21 al 25 de junio de 1935. También es de recordar que el 18 de julio todavía esta Alianza no contaba con más allá de unos cincuenta miembros, entre ellos, eso sí, escritores de tanta notoriedad como el católico Bergamín, precursor de las posteriores relaciones entre marxistas y católicos y, en fin, con el tiempo, de la Teología de la Liberación, y el marxista Rafael Alberti, un gran «poeta en la calle» y al servicio de la revolución).
No fue fácil el caminar de esta Barraca, que sufrió ataques como el del órgano falangista «FE» (julio de 1934) que los acusó de (cito de este libro) «costumbres corrompidas, propias de países extranjeros», «promiscuidad vergonzosa», «despilfarro de dinero público» y «obediencia a los dictados del marxismo judío». Cosas parecidas dicen propagandistas de la derecha tan cerriles o descarados como Jiménez Losantos y otro muchos en el día de hoy . Las derechas españolas son lo que son, digamos con una tautología muy propia de nuestro tiempo. Eduardo Ugarte, por su lado, fue todo un ejemplo memorable de lealtad a unas ideas que apostaban por cambios revolucionarios en el mundo, y él se inscribió en la nómina de los creadores más inquietos sobre la esencia, la práctica y el destino del teatro, y, en sus últimos años, también del cine.
Las Misiones Pedagógicas merecerían un tiempo que aquí no podemos dedicarles, pero su actividad está recogida en los libros que citamos y en otros. La presencia entre sus destacados colaboradores de escritores tan notables como Alejandro Casona o Max Aub -que fue promotor del grupo universitario, pariente de La Barraca, El Búho en Valencia- dice algo sobre el paso militante que dieron muchos intelectuales en aquellas jornadas que empezaron en la Esperanza y terminaron en una prolongada Tragedia (la Guerra Civil), preludio de la Dictadura de Franco y de la gran catástrofe que fue la Segunda Guerra Mundial a pesar de su desenlace con la derrota (aparente) del fascismo.
Hemos citado al T.E.A. (Teatro Escuela de Arte) como, digamos, tercera pata de aquel trípode progresista en el teatro español de la época. Aquí entra en escena una figura muy notable, la de Cipriano Rivas Cherif, que estaba integrado en el teatro profesional y cotidiano como director literario de la compañía de Margarita Xirgu. Él dirigió los teatros Español y María Guerrero hasta 1936.
Es el momento de citar la obra, casi monumental, de Nathalie Cañizares Bundorf, Memoria de un escenario. Teatro María Guerrero. 1885-2000 (INAEM, Madrid 2000). En ella su autora da cuenta de que «1934 fue una fecha decisiva en la historia del teatro público: el Gobierno de la Segunda República ofreció a Cipriano Rivas Cherif (1891-1967) la concesión gratuita del Teatro María Guerrero para que lo utilizase como sede de su escuela, el Estudio de Arte Dramático (cuyos cursos impartía en el Teatro Español)». Es entonces cuando crea el TEA, grupo que dio también sus frutos durante la guerra, por ejemplo, procurando actores al reparto de la Numancia, y luego en la actividad de actores como José Franco, que a partir de 1945, fue nuestro director de escena y maestro en Arte Nuevo, con lo que heredábamos algo de la gloria del teatro republicano. El TEA («la» TEA, decíamos nosotros, cambiando no sé por qué el género, quizás con un propósito un tanto incendiario) produjo en 1934 catorce obras, empezando en enero con un espectáculo titulado La Leyenda de Don Juan, sobre textos de Tirso, Molière, Zamora y Bernard Shaw, recopilados por Felipe Lluch, que luego habría de ser el primer director del Teatro Español en la España franquista, y moriría al poco, cediendo el puesto a Cayetano Luca de Tena.
En 1934 se inicia una reforma del Teatro María Guerrero, y el TEA pasa al Teatro de la Zarzuela, y en 1936 desaparece, para resurgir años después, bajo el franquismo, en la Prisión de El Dueso (Santoña), donde Rivas Cherif hace un trabajo muy notable (1943-1945), cuyas experiencias publica en un libro insólito, Cómo hacer teatro, Apuntes de Orientación Profesional en las Artes y los Oficios del teatro español (Pre-Textos, Valencia 1991). Desde el 47 al 67 residió y trabajó en México, donde murió aquel año, pero su ejemplo permanece. (Yo lo conocí a su salida de la cárcel, y pude asistir a un estreno suyo en Madrid, antes de marcharse, en el Teatro Cómico. Su obra se titula La costumbre y es una pieza bastante irrelevante, que interpretaron María Cañete y su compañía. Lo sobresaliente de aquel espectáculo fue el decorado. Era un interior visto desde una perspectiva diferente en cada uno de sus tres actos, o sea, que veíamos desde tres puntos de vista la misma habitación. Nosotros teníamos en nuestro grupo Arte Nuevo un actor de la TEA, Julio Ayora, muy culto y aceptable como actor).
2.- En cuanto a la guerra civil, me permito autocitarme con unas páginas aún inéditas de mi próximo libro Grandes Paradojas del teatro actual, en el que hago un paralelo entre aquel teatro de la guerra y el teatro madrileño de hoy. He aquí mi cita:
«Durante la guerra (1936-1939), Madrid tenía unos 590.000 habitantes y 18 teatros. Hoy (diario ABC, 20 de marzo de 2003), Madrid tiene 3.900.000 habitantes y 30 teatros (más las salas alternativas).
A su número de habitantes habrían correspondido hoy, siguiendo la proporción que se dio durante la guerra civil, 120 teatros. Desde luego, actualmente se dan varias opciones más para el ocio (sobre todo la TV), pero también hay que considerar que entonces Madrid estaba cercado y cotidianamente bombardeado -con artillería y aviación- por el Ejército de Franco.
Citamos del libro de Federico Bravo Morata Historia de Madrid, tomo III: La batalla de Madrid. La guerra de España, Madrid, 1968:
1937: En Julio hay 18 teatros para menos de 600.000 habitantes. En octubre del mismo año, 18 teatros, con más del 40 % de la población evacuada. Durante ese mes, se hacen siete Tenorios, algunos paródicos: uno de ellos «sonoro», otro «musical» etcétera.
1938: En febrero se cambian los nombres de algunos teatros; y así hay tres que se llaman respectivamente Lope de Vega, Barral y Ascaso. En junio, se habían dado cien representaciones de la zarzuela-ballet-opereta El mesón del pato rojo (un musical de la época). En julio, el cabaret Alkázar se convierte en una Sala-Teatro, y en ella se estrena la obra de Merejskowski Mikel Bakunin. Ese mes se hace un homenaje a Benavente con su comedia Los malhechores del bien. En agosto, se realiza otro homenaje, de carácter popular, con Los intereses creados, y a los hermanos Quintero con La patria chica. En septiembre, se estrena Ak y la Humanidad, de Halma Angélico, inspirada en una novela del escritor ruso Jefim Sosulia. En noviembre, se celebra un homenaje a la actriz Margarita Xirgu con Tierra baja, de Ángel Guimerá. Se publica un comentario sobre la situación del teatro en Blanco y NegroBlanco: Hay un «escaso movimiento de renovación». «Hay menos estrenos porque hay más espectadores», se dice. En ese momento, los comercios y los cafés cierran a las cinco de la tarde, y siempre hay bombardeos de artllería -las baterías franquistas están instaladas a dos mil metros del centro de la ciudad (Ciudad Universitaria)- y de aviación, a cargo de escuadrillas de Junkers alemanes de color negro, a los que los madrileños llaman «pavas». En diciembre, siguen funcionando 17 teatros. Según un resumen del año, en el Teatro Español se hace Yerma de García Lorca, Fuenteovejuna, de Lope de Vega, Juan José, de Joaquín Dicenta y El Alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca. En todos los teatros hay llenos casi diarios, bajo la amenaza de las bombas.
Sobre los pros y los contras de aquella situación, y los caracteres del problema en Barcelona y otros territorios, quienes se interese por este tema es imprecindible que lean el libro de Robert Marrast El teatro durante la guerra civil española. En este libro se describen y analizan los esfuerzos que se hicieron por elevar la calidad y la responsabilidad de los espectáculos ante una situación tan crítica: la guerra popular contra el fascismo y sus contradicciones interiores. No en vano es un «ensayo de historia y documentos», que pone al alcance del lector una extensa gama de información, y se dibuja con gran relieve la actuación de determinadas personalidades, como María Teresa León y Rafael Alberti (Teatro de Arte y Propaganda, Guerrillas del Teatro, Teatro de Urgencia), Max Aub (Teatro de circunstancias), o Luis Cernuda; y la presencia en el proceso de grandes intelectuales como Langston Hughes o Erwin Piscator, a quien desalentó la situación del teatro en Barcelona. De las obras que se representaron en Madrid, cabe destacar algunos títulos como Tragedia optimista, de Vsevolod Vichnievski -en la que el autor soviético planteaba problemas de disciplina en el Ejército Rojo y en la Marina revolucionaria en relación con posiciones anarquistas-, y, sobre, todo la Numancia de Cervantes/Alberti; pero también textos tan interesantes como La cacatúa verde, de Arthur Schnitzler (un tema de la Revolución Francesa, del famoso autor austríaco), La cuadratura del círculo, una excelente comedia del autor soviético Valentín Katáev, y Un duelo, de Chejov, o algunas obras españolas, ya satíricas (El bulo y El saboteador, de Santiago Ontañón), ya «heroicas» (Sombras de héroes, de Germán Bleiberg). Todo ello en un conjunto de mediocridad y vulgar costumbrismo o banal sátira, que trataba de justificarse como diversiones propias para el reposo de los guerreros, de permiso en la retaguardia. En Barcelona, según cuenta Marrast, hubo algunos momentos esperanzadores en cuanto a la elevación de la calidad del teatro, como la creación del llamado Teatre del Poble, en el marco de la CNT, que se instaló en lo que había sido el Circ Barcelonés, bajo la dirección de un anarquista argentino, Rodolfo Sánchez Pacheco, donde se representó una pieza que ya se había dado en Madrid (por «La Barraca»), ¡Venciste, Monakotf!, de Isaac Steimberg, en versión de Cristóbal de Castro. Otros títulos notables en esta lucha por un gran teatro al servicio de la causa republicana fueron La fam (El hambre), de Joan Oliver, y Danton, de Romain Rolland».
Mi propia visión de aquel segundo período (el teatro republicano durante la guerra civil) se ha basado en múltiples lecturas de las que hoy deseo destacar -con la de Federico Bravo Morata, ya reseñada- la de Robert Marrast (El teatre durant la Guerra Civil espanyola , Assaig d´història y Documents , Institut del Teatre, Barcelona, Edicions 62, Barcelona 1978) y la de José Monleón (El Mono Azul. Teatro de Urgencia y Romancero de la Guerra Civil, Editorial Ayuso, Madrid 1979); y voy a reconstruir aquí algunos de sus ingredientes esenciales, tomados también de otras fuentes, sin descontar algunas conversaciones personales con sobrevivientes de aquellas jornadas con quienes tuvimos relación personal; además de la tan fructífera con el actor y maestro José Franco.
Veo una y otra vez que la Alianza de Intelectuales Antifascistas fue la columna vertebral , a través de su revista El Mono Azul- de la acción purificadora sobre la basura que no sólo sobrevivió en los escenarios españoles sino que los ocupaba en su mayor parte, a pesar de las puntuales acciones ya recordadas y a la acción de los pequeños grupos experimentales, del tipo de El Mirlo Blanco, El Cántaro Roto, El Caracol (auspiciados los tres por Cipriano Rivas Cherif en relación los dos primeros con la señora de Ricardo Baroja y con Valle Inclán, respectivamente, y con un grupo de aficionados, el tercero), o Anfistora, de Pura Ucelay, que preparaba el estreno de Así que pasen cinco años, de Lorca, cuando estalló la guerra. (Nosotros tuvimos una entrevista con Pura Ucelay, que nos contó detalles al respecto). Aquella «basura» -o «teatro asqueroso» (Jardiel Poncela)- que se trataba de superar era la herencia con la que cargó la España Republicana, que combatió en la guerra, procedente del período 31-36, y que éste había heredado a su vez de la Restauración Monárquica y de la Dictadura de Primo de Rivera, a pesar de los esfuerzos de grandes escritores amantes de la escena, como Valle Inclán, Azorín o Miguel de Unamuno y luego de los escritores de la llamada «generación de 1927», que contó, efectivamente, con grandes escritores dramáticos como Lorca, Alberti, Aub y Claudio de la Torre. Muchas veces he observado el carácter extremadamente reaccionario del teatro español del siglo XX.
En la guerra, el eje de la actividad cultural revolucionaria fue, como reiteramos, la Alianza de Intelectuales Antifascistas -modelo de la Alianza que hoy intentan valerosamente hacer operativa Carlo Frabetti y sus compañeros, y de cuyo espíritu participo-, y así mismo, aunque parezca raro cuando se dice, tuvo un motor militar (¿el Ejército al servicio de la Cultura? Se trataba evidentemente de Milicias Populares -el llamado Quinto Regimiento- con vocación de convertirse en un Ejército Popular propiamente dicho), que queda bien documentado en un anexo del libro de Marrast.
Las primeras manifestaciones de este espíritu para un teatro de combate se dieron simultáneamente en la compañía «Nueva Escena» (septiembre de 1936), y en el llamado «Teatro de Guerra», activado desde el «Altavoz del Frente» (octubre del mismo año). En cuanto a la segunda compañía -«sección teatral de Altavoz del Frente que dependía del Quinto Regimiento», como acabamos de decir (ver el dato en el libro de Marrast, de quien tomamos los siguientes datos)- «estaba formada por tres grupos: dos Guerrillas del Teatro y el Teatro de Guerra», que dirigía el gran actor, por el que el honor de la profesión quedó gloriosamente a salvo, Manuel González. (Felizmente él sobrevivió a la represión al final de la guerra, y consiguió hacer, por la fuerza del gran talento suyo y de sus colaboradores , una formación que fue ilustre, la Compañía llamada de «Los Cuatro Ases», con Concha Catalá, Antonio Vico y Carmen Carbonell, y que actuó en el Teatro de la Zarzuela donde yo recuerdo haber visto la obra de Jacinto Benavente …Y amargaba).
El primer programa del «Teatro de Guerra» se celebró en el Teatro Lara de Madrid y constaba de tres obras, a saber: Así empezó…, de Luisa Carnés, Bazar de la Providencia, de Rafael Alberti, y La conquista de la prensa, de Irene Falcón (a quien años después nosotros tuvimos el placer de saludar en la URSS cuando era secretaria de Dolores Ibarruri, en la casa de ésta en Moscú). Por lo demás, léase aún el libro de Robert Marrast, que es un trabajo excelente y altamente meritorio. Por cierto que ni en esta obra ni en otras encuentro la pista de las actividades de Rivas Cherif durante la guerra. En su libro, escrito en el Dueso, como ya sabemos, es lógico que no quisiera dar cuenta -a los funcionarios de la prisión- de esas actividades, pero tampoco Marrast nos informa. Sabemos que el comienzo de la rebelión le sorprendió con la Compañía de Margarita Xirgu en México, y que él volvió a España en cumplimiento de lo que consideró su deber, abandonando la Compañía de la Xirgu, que ya nunca volvería a España. Recuerdo también que en una ocasión en que tuvo intención de hacerlo fue rechazada como «roja», por ejemplo en un artículo infame de César González Ruano.
El modelo republicano sobre el que habría que hacer un proyecto para una nueva república funcionó, pues, sobre la inspiración dicha y redicha de la Alianza Antifascista, que era como un núcleo que operaba y bajo cuya consciencia y en relación mejor o peor con una Junta de Espectáculos funcionó un Comité de Lectura, el cual no ejercía censura alguna, ni estética ni política, puesto que haberla ejercido sería extraño aceptar que se estrenaban obras como la que el 7 de octubre de 1937 se daba en el Teatro Fuencarral de Madrid -y se podrían multiplicar los ejemplos análogos (luego diremos algunos) – bajo el título La boda del señor Bringas o si te casas la pringas, y ello a dos kilómetros de las trincheras fascistas (Casa de Campo, Ciudad Universitaria…). Ver este dato en el libro de Monleón, página 209.
Octubre de 1937 comporta una doble reafirmación (de la voluntad combatiente en el teatro) con el establecimiento de un Consejo Central del Teatro y la Fundación del Teatro de Arte y Propaganda, bajo la dirección de María Teresa León. No es aquí el momento para hacer una reflexión sobre aquellos aciertos que fueron las representaciones en el Teatro de la Zarzuela de Tragedia optimista de Vsvolod Vichniewski y Numancia de Cervantes en la versión de Alberti.
Lo inquietante es que, a pesar de todos los esfuerzos, en el Madrid prácticamente cercado -pues había una sólo salida y difícilmente practicable por el acoso de los bombardeos, que era la carretera de Valencia- fuera justo y necesario publicar el artículo de José Luis Salido que apareció en El Mono Azul de mayo del 38 bajo el título «La guerra y el pan de los currinches», y que Monleón reproduce íntegro en su libro. En él, el autor del artículo, que era el crítico de teatro del diario La Voz, hace la siguiente, penosa, afirmación: «En general, nuestro teatro -no me refiero ahora sólo a los cómicos: me refiero también a los autores- se ha colocado de espaldas a la guerra monstruosa que tenemos planteada», y lo cierto era que se había impuesto, a pesar de tantas batallas, «todo un estilo de teatro no sólo contrarrevolucionario sino incluso antirrepublicano». En lo que se refiere a los autores, estos, «los raros autores que no están emboscados (dice Salido con este término que yo recuerdo haber escuchado en mi infancia, referido sobre todo a la llamada Quinta Columna, pero también a gente indiferente y temerosa que se escondía) han optado por encogerse de hombros» (lo que no implicaba una contradicción porque no hacer nada y esconderse era un modo pasivo de actuar -valga la paradoja- no sólo contra la Revolución sino también contra la República).
En cuanto a los actores (los cómicos) veían, según Salido, con desprecio la presencia en las salas de un público nuevo, obrero, campesino y miliciano. «Ante este público benévolo y conmovido -escribe Salido-, los cómicos -hay excepciones, por supuesto- hacen mal las comedias». Pero, ¿qué se hacía en aquellos escenarios? Una gran parte de lo que se hacía estaba en la línea de La boda del señor Bringas que antes hemos citado. «¿Dónde está el arte -se pregunta el crítico- en el teatro de hoy? ¿En Se rifa un hombre? ¿En Cuidado con la Paca? (…) ¿En Que me la traigan? (…) ¿En Olé con olé? ¿En Un tío con tragaderas? ¿En Consuelo la Trianera? (…) ¿En Las hay frívolas?».
El periodista Salido salva en su artículo «dos o tres espectáculos honestos» en el Madrid de ese momento, como Fuenteovejuna de Lope de Vega y La madre de Máximo Gorki. Para dar una muestra de la comicidad en la que aquel teatro se complacía, y que sí parece una burla a la República -cierto que en este caso graciosa- el crítico cita la obra Se rifa un hombre, en la que un personaje hace una cita con otro diciéndole: «Quiero hablar contigo a solas: te espero en el Ateneo»; y, dice Salido sin ningunos deseos de reírse, «ello cuando media generación salida del Ateneo (…) está jugándose la vida en el frente para que los currinches no se queden sin pan». Otros varios testimonios certifican la justeza de la crítica de Salido, y pueden citarse al respecto el de Erwin Piscator, que estuvo en Barcelona, y los de Max Aub, que -por ejemplo- en uno de sus artículos se lamentó de que hubiera quien justificara la baja calidad poética y política de lo que ocurría en los escenarios bajo la consideración de que «el espectador prefiere lo chabacano». Conocemos muy bien ese punto de vista -y el de que bastantes problemas tiene uno en la vida para ir a tener más preocupaciones en el teatro- como «justificación» hasta nuestros días de la existencia permanente en España de ese «teatro asqueroso» al que antes nos hemos referido, y que hoy comparte el espacio entre un teatro banal -equivalente al «comercial» de entonces- y otro pretencioso y ocupado por el ruido y la agitación dictada por directores poco menos que analfabetos, presuntamente «creadores», sobre algún «invento» (Marsillach dixit) escenográfico. Con relación a lo que estábamos diciendo, Piscator (cito de Marrast) «comentó la deplorable situación de nuestro teatro, desligdo en absoluto de la acción revolucionaria».
Mirando hoy, yo elogio en general lo que se intentó entonces desde el Estado Republicano con la creación del Consejo Central del Teatro (13 octubre 1937), y desde los sindicatos UGT y CNT, y así mismo las hazañas que se realizaron, sobre todo en Barcelona y en Madrid pero también en otras ciudades y pueblos, y en frentes de guerra, fábricas, y calles urbanas. La Guerrillas del Teatro y las diferentes expresiones de Teatro de Urgencia han dejado constancia de aquella inquietud.
La Tercera República se enfrentará a una situación diferente, y podemos pensarla sin cercos, bombardeos y hambres. Por otra parte, la idea de un teatro «obrero y campesino» quedará a trasmano en cuanto que la configuración social de hoy aleja las condiciones del antiguo «obrerismo» y del antiguo «agrarismo» (el feudo del «campesinado»). En términos generales se puede pensar, pues, el futuro en la proliferación de ayudas públicas para la puesta en marcha -hasta que las Compañías «anden» por sí solas -o sea, con su público- , y luego habrán de ir por sus propios pasos, en relación dialéctica con ese público, hoy perdida (lo que no es causa de grandes añoranzas, dado el bajo nivel cultural con el que había que enfrentarse, y ello era cierto, sin que Aub dejara de tener razón en su crítica); una relación que será por fin fecunda (así lo espero y lo deseo) – con su público, en un trance renovado de interfecundación que no habrá de reproducir las inepcias de aquel «teatro comercial», en el que el factor más ignorante no era el público sino desgraciadamente aquel sistema de empresarios privados (hoy sustituído por el de unos programadores entre los que abunda también la ignorancia y la falta de consciencia poética), y de «primeros actores y directores», generalmente iletrados.
La noción de «centralidad» -Consejo Central del Teatro, análogo al Consejo Nacional del Teatro del franquismo- será ocupada por la que inspire un organismo de vocación federal que habrá de considerar en su horizonte la incorporación de Portugal bajo la insignia de lo Ibérico (sobre esto tuve ocasión de pensar con mi amigo el actor portugués Rogério Paulo, ya fallecido, cuya era esta idea). El sistema de producción que se favorecería sería el cooperativo, y las gentes de teatro y de letras dejaríamos de vivir en dos mundos diferentes.
Cuando esto ocurra yo no estaré, pero sí me gustaría que alguien se pusiera en mi lugar para rendir un homenaje a las figuras de María Teresa León y Rafael Alberti, poniendo en escena, en recuerdo de su gloria, mi propio Nuevo cerco de Numancia, y a ser posible en el mismo Teatro de la Zarzuela para que la memoria fuera más carnal y significativa. En ello residiría mi modesta contribución a tal homenaje y a aquella gran tentativa de un gran teatro republicano.
Alfonso Sastre
Abril de 2007
NOTA SOBRE LA BIBLIOGRAFÍA
A los libros citados en este trabajo -los de Fuentes, Ugarte-Azkarate-Fombellida, Rivas Cherif, Cañizares, Marrast, Monleón, Caudet y Bravo Morata-yo recomiendo añadir la lectura de una obra general como es la Historia social de la literatura española (en lengua castellana) de Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala, tres volúmenes, Editorial Castalia, Madrid 1978, y concretamente la atención al apartado V, El Siglo XX, Monarquía en crisis, República, 1.- Arte Deshumanizado y Rebelión de las Masas (última parte del tomo II), y 2.- La Guerra Civil (primera parte del tomo III). Para la literatura de la España de Franco en general y fascista en particular, ver también Literatura Fascista Española (1 y 2), Akal, Madrid 1986, de Julio Rodríguez Puértolas.
Llamo la atención así mismo sobre la importancia documental del anexo 1 en la obra de Marrast a la hora de estudiar el tema de una legislación republicana.
Hondarribia, 2 abril 2007.