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Una fábula de nuestro tiempo

Reseña de la película Avatar, de James Cameron (USA 2009)

Fuentes: Tlaxcala

Dos maneras de enfrentarse a Avatar Una de las muchas virtudes del film de Cameron es la de haber suscitado, cuanto menos, dos posturas críticas frente al mismo, ambas paradigmáticas de dos maneras de ver y entender el cine en el comienzo de la segunda década del siglo XXI. La primera, a la que podríamos […]

Dos maneras de enfrentarse a Avatar

Una de las muchas virtudes del film de Cameron es la de haber suscitado, cuanto menos, dos posturas críticas frente al mismo, ambas paradigmáticas de dos maneras de ver y entender el cine en el comienzo de la segunda década del siglo XXI. La primera, a la que podríamos definir como cinéfilo-fascinada, no hace sino quedarse estupefacta ante el despliegue tecnológico del largometraje como un fin en sí mismo. Algunos cronistas de la película creen encontrarse ante un hito histórico, similar a la irrupción del sonoro, que va a cambiar nuestra manera de percibir las imágenes en movimiento. En un reciente artículo publicado en El País (24 de enero de 2010), Toni García se hacía eco de esas impresiones al citar la reflexión de un espectador apasionado: «Avatar es la primera película del resto de tu vida».

Frente a esta alienación de una mirada que debería ser crítica y peca de un exceso de proximidad se erige otra que, poniendo por delante un supuesto rigor analítico y cultural, no ha hecho sino ningunear la obra de Cameron por el irritante procedimiento de mirarla por encima del hombro desde una no-del-todo-confesada superioridad intelectual. Así, Román Gubern considera que nos hallamos ante «una falsa novedad tecnoestética» (Cahiers du Cinéma España, N.º 30, p.67. Madrid, enero de 2010) que «no nos hace olvidar los trucos predigitales del viejo y entrañable King Kong (1933) en blanco y negro con maquetas y transparencias».

No insistiremos en el matiz equívocamente nostálgico de una manifestación como ésta, contradictorio lapsus de un historiador y teórico que siempre ha estado en la vanguardia del pensamiento crítico sobre la cultura de masas, pero en contrapartida sí es de recibo que citemos, aunque sólo sea de pasada, la brillante intuición de Vicente Vergara en la valenciana Cartelera Turia, cuando titula su reseña «Little Big Horn» y pone en paralelo la resistencia armada del pueblo Na’vi ante el invasor terrícola con la de las tribus sioux y cheyenes frente al general Custer. Y es que, más allá de someras descalificaciones («ingenuidad», «simpleza», «infantilismo»), nadie ha subrayado lo suficiente que, en sustancia, el film de James Cameron es una rotunda fábula antimperialista que llega muy bien al público gracias precisamente a los acreditados y eficaces mecanismos del cine de género.

Un film de género en estado puro

Cualquier film de género que se precie utiliza protocolos narrativos siempre idénticos para transmitir información al espectador, en todo similares a los de los cuentos infantiles que nuestros padres nos leían antes de dormir. Entonces y ahora, los niños quieren escuchar, con las mismas palabras y en el mismo orden, las vicisitudes de la trama argumental. La repetición está en la base del goce (y del saber) de quien lo escucha. Con su carácter enciclopédico, la película de Cameron diseña unas estrategias narrativas en las que el cine de género es intertexto obligado: películas de aventuras en la selva (King Solomon Mines, Compton Bennet y Andrew Marton 1950) con elementos extraídos de Jurassic Park (Steven Spielberg 1993); dragones voladores como en The Lord of the Rings (Peter Jackson 2001); torneos medievales (Knights of the Round Table, Richard Thorpe 1953)… El ayer y hoy de los géneros y sus continuas reformulaciones en el cine de Hollywood adquieren aquí protagonismo estelar. Puede que los detractores de Avatar tengan razón cuando le recriminan su previsibilidad, pero no la tienen en su valoración negativa de la misma: el largo duelo final entre el villano coronel Quaritch (Stephen Lang) y Jake Sully (Sam Worthington) es algo fervientemente deseado por el espectador y forma parte de las estructuras predictivas de la narración. Igualmente, en el clásico western de Robert Aldrich The Last Sunset (1961) toda la progresión dramática de la historia estaba abocada al enfrentamiento entre O’Malley (Kirk Douglas) y el sheriff Stribling (Rock Hudson); la inteligencia del guionista (Dalton Trumbo) introdujo, además, una vuelta de tuerca adicional a la emoción de aquel instante, directamente heredada de la tragedia griega.

En Avatar, el sujeto de la enunciación está atrapado como protagonista de su enunciado y es mediante un soberano acto de poder del meganarrador -el demiurgo creador de la historia- como asistimos a la ceremonia de su cambio de identidad: de humano, Jake pasa a ser un Na’vi y su primera frase en dicho proceso de transmutación -«I see you»- tiene algo de ese «aprender a ver en lugar de mirar» con el que Bertold Brecht cerraba La resistible ascensión de Arturo Ui. Decía Borges que el amor nos hace ver al otro como lo ve la divinidad. En su renuncia al avatar humano, Jake, además de «quedarse con la chica», alcanza esa dimensión profunda de la mirada que sus depredadores prójimos de la Tierra han perdido.

El film de Cameron construye una cosmogonía coherente que, por el hecho mismo de serlo, hace resonar el mito en las intemperancias de la historia. La destrucción del Árbol del Hogar (Home Tree) -que el doblaje castellano maltraduce y desvirtúa, litúrgicamente, como Árbol de las Almas- con la que los invasores humanos pretenden acceder al yacimiento del preciado mineral unobtanio (el auténtico motivo de la invasión del planeta Pandora) es la principal metáfora del film. El budismo zen posee un concepto idéntico del Árbol, memoria ancestral y colectiva de la tribu y, como dice Jordi Costa en el ya citado número de Cahiers du Cinéma España (p.31), es ni más ni menos que «… la justificación científica de la conexión espiritual entre los Na’vi». Al respecto, resulta significativo que el modelo de mujer científica propuesto (la doctora Grace Augustine, magistralmente interpretada por Sigourney Weaver) tenga, por el mero hecho de ser bióloga, un carácter eminentemente social, cercano al espectador, puesto que nada de los seres vivos le resulta ajeno.

La sombra rediviva de Gonzalo Guerrero

Hay rasgos de civilizaciones precolombinas en los habitantes de Pandora y su lucha defensiva contra los invasores adquiere, por momentos, formas guerreras primitivas (arcos y flechas), pero también estrategias contemporáneas del Vietcong en la jungla o de los palestinos contra la máquina de guerra israelí. Por su parte, el héroe Jake, que tiene algo del Ulises homérico en el episodio de Nausicaa en tierra feacia, antes de hacerse acreedor a un nuevo avatar asume los atributos de un líder carismático al estilo del Che, pues renuncia a su estatus y a su clase social, adopta gustoso los de los oprimidos y los conduce a la victoria.

Sin embargo, mucho más que a la figura de Ernesto Guevara, Jake se asemeja maravillosamente, como dos gotas de agua entre sí, a otro personaje simbólico de la historia de América que parece surgido del mejor relato de aventuras: Gonzalo Guerrero, andaluz aculturado de los tiempos de Hernán Cortés que decidió por propia voluntad -y, como aquí, por el amor de una mujer- ser un indio y poner su sabiduría militar al servicio de los mayas contra los avariciosos conquistadores, los auténticos salvajes de aquella hecatombe imperialista.

En Pandora, codiciado planeta intergaláctico -una especie de Iraq futurista, como a principios del siglo XVI lo había sido el Yucatán de Gonzalo Guerrero-, un invasor venido originalmente con la intención de robar y matar desaprende su pasado en contacto con los nativos, cuya única y terrible maldición es la de haber nacido en un lugar de rico subsuelo (la historia se repite: ayer oro, hoy petróleo, mañana unobtanio…). En uno de los momentos más felices del film, justo antes de los créditos, Jake celebra gustoso su último cumpleaños humano negándose a regresar con los suyos a la Tierra y dando vida, con su muerte, a su avatar Na’vi, el cual abre los ojos de par en par en el plano que concluye la narración y deja así un final abierto que permite soñar con nuevas y trepidantes aventuras, muy en el estilo decimonónico de las novelas por entregas.

Un western político

La acción tiene lugar en el siglo XXII, pero en cierto modo Avatar es también un western con ecos fordianos de la insobornable ética del deber. James Cameron prolonga temáticamente en su film los ecos del western proindio e interracial de los años setenta -como Jeremiah Johnson (Sidney Pollack, 1972) o Little Big Man (Arthur Penn, 1970)- con una renovada puesta en forma de los mismos. Como dice Ángel Quintana (Cahiers, p.32), Avatar reinterpreta el mito de la frontera, específico del western, y lo sitúa entre lo real y lo virtual. El durmiente despierto de Las Mil y Una Noches, el príncipe Segismundo de La vida es sueño y el Neo de Matrix (Andy Wachowski y Larry Wachowski 1999) tienen asimismo en común el vivir en la línea divisoria de dos mundos.

Avatar es, también, un film político, incluso abiertamente panfletario en una época como la nuestra, que en general abomina entrar en el terreno resbaladizo de la crítica antimperialista (no deja de ser sorprendente que Avatar proceda de Hollywood, cuyo objetivo casi siempre ha consistido en «borrar» lo político o convertirlo en pura propaganda). Aquí, incluso si los villanos no están identificados formalmente como yanquis, dos pequeños detalles del guión permiten hacerlo. En uno de ellos el coronel Quaritch, deseoso de recalcar los peligros a que se exponen sus mercenarios en Pandora -alusión explícita a los mercenarios que hoy matan por dinero en Iraq-, les recuerda que aquello «no es Kansas». En el otro, el coronel alude a acciones militares del pasado «en Venezuela». Con este guiño a nuestro propio presente, James Cameron deja así entrever que no considera descabellada la continuidad intervencionista del imperio en el despertar bolivariano de América Latina.

La tecnología al servicio de la narración

Nuestra empatía con este narrador de su propia historia y con el pueblo Na’vi se reafirma en los efectos 3D. Cameron no descubre aquí nada nuevo. Alfred Hitchcock en Crimen perfecto (1954) -un film que, como Avatar, sólo se aprecia en su plenitud al verlo en tres dimensiones- ya puso de manifiesto que las nuevas tecnologías deben hacer de la sala el fuera de campo del texto cinematográfico. El mundo de Pandora sale a nuestro encuentro desde la pantalla, nos proyectamos en él y proyectamos, a su vez, las flechas de Neytiri en el cuerpo del villano. Este film es, sin duda alguna, la prueba definitiva de que la tecnología puede ser el andamiaje suntuoso de una buena historia fílmica y no únicamente un subterfugio para camuflar la falta de talento narrativo, como sucede tan a menudo en el cine actual, donde los efectos sustituyen a los afectos en una suerte de variación del film pornográfico, en el que los espectadores esperan la «escena fuerte» mientras permanecen sumidos en el aburrido trámite de un relato meramente pretextual.

Fábula de nuestro tiempo, Avatar revigoriza los poderes del séptimo arte y reintroduce en él a esos cinéfilos que el modelo clásico de representación había diseñado, pero que en los tiempos actuales andaban inmersos en el autismo del sofá ante la pantalla televisiva o del ordenador. Acontecimiento cinematográfico, sí, el film de James Cameron es también un acontecimiento social.

A modo de conclusión

En los orígenes del espectáculo cinematográfico, el fisiólogo, cronofotógrafo, investigador y precursor del cine Étienne-Jules Marey (1830-1904) reprochó a los hermanos Lumière que sólo aprovechasen una ínfima parte de su descubrimiento, que (para él) era la menos interesante: la que asimilaba la óptica de la cámara tomavistas al ojo humano. Por su parte, hoy, el crítico catalán Jordi Costa reprocha a Cameron que no haya sido capaz de recrear en su film un espacio alienígena que desafíe nuestra intelección perceptiva. Ahora, más que nunca, nos sentimos herederos del germinativo debate teórico que sacudió los estudios fílmicos en la Francia posterior a mayo del 68. Entre mayo de 1971 y octubre de 1972, Jean-Louis Comolli publicó en Cahiers du Cinéma una serie de seis artículos con el título genérico de Technique et Idéologie, los cuales siguen siendo una obligada referencia para entender cómo se construye la impresión de realidad en el cine, basada en el código de la perspectiva artificial renacentista, a través de esa aprehensión de la materialidad de la forma, ya teorizada por Eisenstein en 1925.

La espectacularidad fílmica de Cameron no se basa en la continua creación de nuevos efectismos. Epígono del clasicismo, el realizador utiliza la tridimensionalidad para alcanzar la máxima identificación posible del espectador con lo narrado. Comolli podría, tal vez, añadir un nuevo capítulo a su serie, pero creemos que aún falta por recorrer un largo camino para llegar a una poética cinematográfica del 3-D.

Estamos de acuerdo con Jordi Costa: Avatar no apela tanto a lo futuro y extraterrenal como a las mitologías fundacionales del western; y matizamos la afirmación de Ángel Quintana, según la cual «Avatar no plantea ninguna reflexión sobre cómo el 3-D puede cambiar la expresión cinematográfica», porque -y ello se deduce de lo expuesto aquí arriba- el film de Cameron desarrolla todas sus estrategias de persuasión dentro de los límites marcados por el clasicismo cinematográfico, el modelo institucional de representación. Sin embargo, nos parece excesivamente categórico (por prematuro, no por descaminado) que en el amanecer lleno de esperanza de esta nueva vía que se abre en el arte del cine, Costa añada: «Avatar es El regador regado de un cine por venir» (la negrita es nuestra). Es verdad que Avatar comparte destellos seminales con la vieja y brevísima película que los Lumière filmaron en 1896 y que la crítica venera hoy como la primera narración «con argumento» de la historia del cine, pero sólo el tiempo -y la inevitable perspectiva que siempre añade- podrá develar si es justo ponerlas en paralelo.