Existe una estrategia deliberada de las derechas políticas y fácticas para deslegitimar y derribar el Gobierno de coalición progresista, con una ofensiva política, mediática y judicial. Incluso se habla públicamente de la instrumentalización de la justicia y el acoso judicial para fines políticos. Y aunque se refiera a un pequeño grupo ultraconservador, además de sus implicaciones globales para el Estado de derecho y la democracia, están generando una amplia desconfianza cívica en el propio poder judicial.
Así, según el CIS de junio pasado, no llega al 10% de la población la que cree que los tribunales actúan siempre de forma imparcial, mientras el 40% desconfía de ellos. Hoy, probablemente y a la vista de distintas iniciativas judiciales, se agudizaría esa percepción crítica. Ello se acumula al descrédito de otros instrumentos básicos de intermediación de la ciudadanía con la política y el Estado, como las élites políticas y los grandes medios de comunicación. Son síntoma de los fallos de la democracia existente, que la ultraderecha pretende instrumentalizar a su favor con mayor autoritarismo, cuando se necesita más regeneración democrática.
El presidente Pedro Sánchez ha hablado de connivencia entre dirigentes de la derecha y algunos jueces. Según la vicepresidenta socialista María Jesús Montero, el blanco a batir por este acoso derechista es el propio presidente del Ejecutivo. En el plano más general, ese centralismo reaccionario trataría de terminar con este ciclo de -limitado- progreso y la mayoría democrática y plurinacional que han permitido el soporte de su investidura gubernamental.
En particular, hay un pulso de fondo entre conservadurismo autoritario y progresismo democrático en tres ámbitos fundamentales: la amnistía y el atisbo de reequilibrio del modelo territorial con la regulación de la plurinacionalidad; la superación de la desigualdad y las grandes brechas sociales y de género, junto con los retos medioambientales, con el sentido y la dimensión de una imprescindible reforma social, y una nueva convivencia cívica e intercultural, con la integración de las personas inmigrantes y la defensa de los derechos humanos y la democracia inclusiva.
La amenaza de una involución autoritaria y regresiva está derivada de la actitud destructiva de las dos derechas extremas, aunque su agresividad también esconde su insuficiente apoyo parlamentario, que les impide una moción de censura exitosa. Por tanto, no tienen una alternativa institucional para ese giro reaccionario, y utilizan todo el resto de recursos de poder para conseguir el desgaste del Gobierno, la ruptura de su mayoría democrática, el bloqueo de las políticas de progreso y su anhelado recambio gubernamental. En ese contexto se enmarca la difícil negociación y aprobación presupuestaria y los emplazamientos de Junts (y PNV), que condicionan la legislatura.
De todo ello, en medio de una gran polarización discursiva, hay una percepción generalizada entre la opinión pública. Se trata de valorar el sentido y el alcance de los dos componentes fundamentales de la estrategia política de las izquierdas: resistencia y avance en condiciones y derechos sociales y democráticos para la ciudadanía. Ambos interactúan, y hay que valorarlos conjuntamente, más en una etapa de fuerte ofensiva de las derechas y los grupos de poder. No vale la dicotomía entre resistir y gobernar. Esta realidad obliga a combinar las dos dinámicas, con una orientación de transformación progresista de fondo y de participación cívica.
Su contenido político es el avance social y democrático, el freno a la involución. Es la condición para legitimar la acción gubernamental y garantizar el suficiente apoyo popular. No se trata solo de retórica sobre el adelantamiento por la izquierda o la política útil. El relato debe acompañar a los hechos, no sustituirlos; por sí solo no genera suficiente convencimiento cívico. Como decía el gran sociólogo alemán, Max Weber, hace un siglo, el político debe estar sujeto a la ética de la responsabilidad, a los resultados de su gestión, y estar reforzada por la ética de la convicción, de los principios y objetivos finales.
Por tanto, la valoración de las élites políticas progresistas es sobre el alcance de las políticas públicas ante la gravedad de las condiciones de vida de la mayoría popular, así como frente a las amenazas a las mediaciones institucionales y democráticas que impiden su implementación. Y, en todo caso y dadas las constricciones estructurales, institucionales y socioeconómicas, los distintos sectores sociales evalúan la orientación y el esfuerzo de la representación política y sus vínculos con la sociedad, la credibilidad transformadora de su compromiso sociopolítico y electoral, la generación de nuevas fuerzas sociales y condiciones institucionales para alcanzar esos objetivos de progreso. El incumplimiento por las fuerzas progresistas de ese contrato público es el auténtico hándicap para su consolidación.
Resistencia es un concepto sociopolítico fundamental para las izquierdas. Hace referencia a una situación de conflicto social, con una fuerte presión de los grupos poderosos y las derechas extremas. No es casual que, actualmente, vuelva al debate público, incluso resuene en el ámbito socialista y guíe una parte de su actitud. Son evidentes las estrategias derechistas de acoso político, mediático y judicial contra el Partido Socialista, como ayer lo hicieron contra Podemos y los independentistas. Ante esa ofensiva es necesaria una buena defensiva… pero no solo. Resistencia se opone a pasividad o resignación. Es una actitud activa para impedir un retroceso y, al mismo tiempo, preparar el avance.
Hay un concepto similar, resiliencia, utilizado más en el ámbito económico-productivo y en el vital-familiar, que se ha puesto de moda. Ante situaciones de crisis y adversidades se trata de tener capacidad para remontarlas con los procesos adaptativos necesarios; supone persistir y, al mismo tiempo, considerar los nuevos equilibrios y porfiar en los objetivos emancipadores.
No se trata de justificar el mal menor que, siguiendo a Hanna Arendt, siempre tiene un componente de mal que se suele esconder y, por tanto, es necesario explicitarlo y revertirlo. Frente al mal mayor, y si no hay otra alternativa, siempre es preferible el mal menor. Como decía Walter Benjamín, se trata de una situación trágica en la que lo sustantivo es no embellecerlo y ampliar el marco de lo posible para poder elegir el bien. Mientras tanto, el bien principal a preservar es el compromiso cívico por el cambio de progreso, no la resignación. Las situaciones trágicas, conflictivas y ambivalentes forman parte de la realidad social; no hay escapismo que valga, hay que darles respuesta concreta.
En las pugnas políticas y sociales pueden generarse, en un lenguaje importado de las guerras, dinámicas defensivas y ofensivas, así como conflictivas y colaborativas o, simplemente, treguas. Pero el horizonte progresista todavía se guía por los grandes valores de libertad, igualdad y solidaridad; podríamos añadir laicidad, democracia e interculturalidad.
Hay grandes experiencias históricas, desde las resistencias antifascistas europeas en la preguerra y la segunda guerra mundial, hasta la propia lucha antifranquista, o en los años ochenta en el activismo contra la OTAN y por la paz o frente a las reconversiones industriales salvajes y la precarización laboral y por el giro social. Eran acciones resistentes contra el autoritarismo regresivo que, además, acumulaban capacidades populares por la democracia y las libertades públicas, así como por los derechos sociales y laborales.
Pero hay que recordar la experiencia masiva, especialmente para las generaciones jóvenes, del comienzo de este ciclo sociopolítico progresista, entre los años 2010/2014, en el llamado movimiento 15-M, en un sentido amplio e incorporando las huelgas generales frente a las contrarreformas sociolaborales y las mareas sectoriales, como las de enseñanza y sanidad. Tuvieron ese doble componente, contra los recortes sociales y la prepotencia gubernamental y por la justicia social y mayor democracia real. A lo que habría que añadir la cuarta ola feminista, desde 2018, también con esa doble característica: contra la violencia machista y por la libertad sexual y la igualdad por sexo/género.
Pues bien, estas experiencias a través de las que se ha socializado y vertebrado el llamado espacio del cambio de progreso y el propio giro socialista hacia la izquierda de la anterior legislatura, precisamente se han conformado con la combinación de esa doble dinámica estratégica.
La elección de la resistencia no depende solo del propio actor; deriva de una realidad relacional, de una determinada disposición y relación de fuerzas sociales y políticas. Es lógica la preferencia por una situación de armonía y consenso, de dialogo político y argumentación deliberativa, de ausencia de conflicto y de debate solo de proyectos y horizontes a los que buscar apoyos socio electorales en una competencia equilibrada.
Pero esa visión idílica de la política hace abstracción de las profundas desigualdades de poder y de la estructura social, así como de la voluntad de las fuerzas conservadoras de utilizar todas sus ventajas para mantener sus privilegios. Y la perspectiva en España, Europa y el mundo es al reforzamiento autoritario y regresivo con la prepotencia postdemocrática de las derechas extremas.
Las fuerzas de derechas juegan con ventaja. Tienen detrás el grueso de los grupos de poder económico, mediático, judicial y burocrático estatal y de seguridad. Las fuerzas progresistas y de izquierda, para contrarrestar ese poder establecido, deben contar con las mayorías ciudadanas a través de su articulación sociopolítica y cultural y la democracia política y social. Es la soberanía popular expresada en el Parlamento.
En ese sentido, les es más fundamental su autoridad moral y su talante democrático y participativo. Es necesaria la ética kantiana, con su imperativo del ‘deber ser’ universalista, aunque se trata, sobre todo, del cambio de comportamientos y relaciones sociales en un sentido igualitario, libre y solidario. Se trata de conectar el presente conflictual con el futuro esperanzador, mediando la combinación de resistencia y progreso. El juicio crítico debe ser sobre la responsabilidad política de la gestión, sobre su trayectoria hacia el bien común.
En definitiva, respecto de la resistencia, el problema que nos encontramos no es su exceso sino su insuficiencia. Adquiere una gran dimensión en los relatos y la polarización discursiva a efectos de legitimación político-electoral frente al bloque de las derechas, confiando que es en ese campo en el que se producen los cambios de mentalidades y actitudes. Pero la propia dirección socialista se va dando cuenta que es insuficiente y debe afrontar lo que viene anunciando y ha rehuido: una completa y profunda regeneración democrática.
La pugna no es solo retórica sino de poder democratizador y transformaciones sustantivas, en particular para el bienestar de las mayorías sociales. Conlleva la confrontación con los resortes de poder fáctico -político, mediático, judicial, económico- que impiden el avance democrático y social, auguran el cierre del ciclo de progreso y la subordinación de las fuerzas de izquierda, así como, cuestionan su propia primacía política en un imprescindible bloque progresista, democrático y plurinacional. Resistir para avanzar.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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