Poco después de la victoria de enero de 1959, el 19 de agosto de ese año memorable, publiqué en el periódico cubano Revolución el artículo «La Habana, encrucijada de América», donde planteé que a partir de aquel enero La Habana, es decir Cuba, se había convertido en la encrucijada de América, en el centro de […]
Poco después de la victoria de enero de 1959, el 19 de agosto de ese año memorable, publiqué en el periódico cubano Revolución el artículo «La Habana, encrucijada de América», donde planteé que a partir de aquel enero La Habana, es decir Cuba, se había convertido en la encrucijada de América, en el centro de atención del continente. Las razones para ello eran obviamente políticas, pero yo sostenía que Cuba estaba obligada a luchar por devenir, también, encrucijada intelectual y artística. Y ello, añadí, no de modo parasitario, a rastras de la evidente y poderosa grandeza política, sino por merecimientos propios.
Aunque entonces apenas habían comenzado a funcionar, ya habían sido creadas en el país, una en marzo y otra en abril, dos instituciones culturales que llevarían a vías de hecho tal propósito: el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) y la Casa de las Américas, dirigidas durante años, respectivamente, por Alfredo Guevara y Haydee Santamaría, figuras emblemáticas de nuestra historia.
En 1960 fue organizada la Imprenta Nacional, cuyo primer y simbólico título, publicado copiosamente a un precio mínimo, fue Don Quijote de la Mancha. Y en 1961 tuvo lugar la romántica campaña de alfabetización que hizo de Cuba el primer país de nuestra América libre de analfabetismo. (En años recientes, con procedimientos y a veces maestros cubanos, otros países latinoamericanos y caribeños están realizando tareas en cierta forma similares.)
A partir de aquella campaña, y de elevar el nivel educacional, tuvo pleno sentido la frase de Fidel según la cual no le decimos al pueblo: cree; le decimos: lee. A fin de ofrecer los más variados materiales de lectura, la Imprenta Nacional dio lugar, en 1962, a la Editorial Nacional, brillantemente conducida por Alejo Carpentier. Y algunos años después, en su estela, fue creado el Instituto Cubano del Libro.
Pero en aquel 1961 ocurrieron también en Cuba otros hechos, de distinta naturaleza. El 15 de abril de ese año fueron bombardeados por aviones de los EE.UU. tres aeropuertos cubanos. Era, sin duda, el preludio de la invasión, como la que en 1954 había aplastado al gobierno progresista de Guatemala, donde se encontraba el joven Ernesto Guevara, a quien no le decían todavía el Che. El 16 de abril, en el entierro de las víctimas de los bombardeos, Fidel proclamó el carácter socialista que había adquirido la Revolución Cubana. Y en la madrugada del 17 llegó la invasión.
El 19, 66 horas más tarde, sus últimos reductos se rendían.
Fue para los cubanos de la Isla la hazaña de Playa Girón, nombre de una victoria; y para los gobernantes estadounidenses y sus mercenarios, el fiasco de la Bahía de Cochinos, nombre de una derrota.
El carácter socialista asumido por la Revolución Cubana, a la vez que entusiasmó, preocupó a escritores y artistas no hostiles al proceso revolucionario, pero conocedores de las deformaciones impuestas a las letras y las artes en casi todos los países que se decían socialistas.
La prohibición de un documental hecho al margen del ICAIC precipitó las cosas, y en junio de 1961 tuvieron lugar varias reuniones de escritores y artistas con dirigentes políticos encabezados por Fidel.
En dichas reuniones hubo, de viva voz, muchas intervenciones, de las que al parecer no existen transcripciones. Solo se ha conservado el discurso de conclusión de Fidel, llamado «Palabras a los intelectuales». En dicho discurso, además de otras consideraciones, Fidel pronunció la frase que se haría famosa: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada».
Se ha dicho que esa frase ha guiado la política cultural de Cuba hasta hoy. Pero tal frase, como es obvio, es susceptible de más de una interpretación. Me cuento entre quienes piensan que «dentro de la Revolución» se incluye la crítica a lo que se considere errado en el proceso revolucionario.
Así lo entendió nuestro gran cineasta Tomás Gutiérrez Alea en filmes suyos como La muerte de un burócrata, Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate. Así lo ha entendido la mayoría de nuestros escritores y artistas, incluyendo al actual Ministro de Cultura, el narrador y ensayista Abel Prieto. En consecuencia, en Cuba no se implantó nada parecido al nefasto realismo socialista, al cual el Che daría el tiro de gracia en su carta al uruguayo Carlos Quijano de 1965 conocida como «El socialismo y el hombre en Cuba».
A la luz de aquellos encuentros de junio de 1961, en agosto de ese año, tras un movido congreso, fue creada la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, con Nicolás Guillén a la cabeza y una dirección de la que formaban parte creadores como Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Juan Blanco, Lisandro Otero, yo mismo.
Hasta ahora me he limitado a lo ocurrido en el interior de Cuba. Se conocen, sin embargo, las repercusiones de la Revolución Cubana fuera de nuestras fronteras: en primer lugar, en los demás países de la América Latina y el Caribe, pero también en el planeta todo.
Una consecuencia de ello fue el notable interés que comenzó a tenerse en el mundo por nuestra América a partir de 1959.
Ese interés se dirigió no solo a los aspectos políticos, sino también a los culturales: en especial, a la literatura. El que muchos consideran el mayor poeta hispanoamericano del siglo XX, el peruano César Vallejo, murió en 1938 en París carcomido por las necesidades.
A partir de la década del 60 del siglo pasado las cosas serían muy diferentes. En muchas partes se crearon instituciones para estudiar las realidades latinoamericanas y caribeñas.
Las editoriales no quedaron atrás, y se hizo de buen tono, y rentable, publicar autores nuestros. Hasta se usó el deplorable anglicismo boom para referirse a un grupo de buenos narradores del área, dando a entender que habían surgido de repente. Sería tonto atribuir solo a la Revolución Cubana la boga, a partir de 1959, de la literatura latinoamericana y caribeña.
En gran medida, tal literatura tenía ya un alto nivel mucho antes de ese año. Pero fue a partir de tal fecha cuando comenzó a ser tomada en serio de modo masivo. Que algunos de los beneficiarios simpatizaran con la Revolución Cubana es congruente. Otros, lo hicieron al principio y se alejaron luego de ella. Y no faltaron los enemigos suyos, cuyo ejemplo mayor quizá sea el del gran escritor argentino Jorge Luis Borges, quien hasta 1959 había sido un autor de minorías, y pasaría a ser multipublicado, multitraducido, multipremiado, multientrevistado. (La Casa de las Américas publicó en 1988 un volumen de Páginas escogidas suyas.) Curiosa ironía, propia de su paradójico talante, que en gran parte lo debiera a un hecho histórico que le disgustaba.
Hasta aquella fecha, el Premio Nobel de Literatura solo había recaído, con justicia, en una autora nuestra, Gabriela Mistral. A partir de 1959 lo recibirían, con igual justicia, Miguel Ángel Asturias, Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Octavio Paz, Derek Walcott, V.S. Naipaul.
Todos, de alguna forma, queriéndolo o no, deudores del impacto provocado por la Revolución Cubana.
Vuelvo a ocuparme de Cuba. El asesinato del Che en 1967 prácticamente clausuró nuestros intensos años 60. En 1968 ocurrió el primer capítulo de lo que sería el malhadado «caso Padilla»: ásperos artículos oficiales contra libros de él y de otro escritor. En 1971, un nuevo capítulo: la prisión del poeta por cerca de un mes, y su excarcelación seguida de una supuesta autocrítica que en realidad fue una caricatura de los discursos pronunciados por víctimas de los espantosos procesos de Moscú. Paralelamente, ocurrió un Congreso de Educación y Cultura del cual emanaron algunos lineamientos que contradecían lo que había sido hasta entonces la política cultural de la Revolución Cubana.
Había comenzado el estrechamiento que el crítico Ambrosio Fornet nombraría luego «Quinquenio Gris» (1971-1976). Véase la excelente conferencia que sobre la cuestión leyera Fornet en 2007 en la Casa de las Américas. A dicha conferencia, con la que estoy identificado (apareció primero en la revista que dirijo, Casa de las Américas), remito a mis lectores. Fuera de Cuba se vivió, a propósito de ella, lo que el admirable Julio Cortázar llamó «la hora de los chacales». Si bien hubo errores cubanos, algunos intelectuales aprovecharon la coyuntura no solo para desvincularse de la Revolución Cubana en conjunto, sino para atacarla y pasarse a las filas enemigas.
En eso están hasta hoy, y sus nombres son difundidos por numerosos medios hostiles o que se dicen neutrales. En Cuba, a partir de la creación en 1976 del Ministerio de Cultura, con Armando Hart a su frente, se tomaron decisiones que airearon el ambiente y retomaron y enriquecieron caminos positivos. El hecho se aceleró cuando, a partir e mediados de los 80, se inició por el propio Fidel el llamado proceso de rectificación de errores, que apuntaba sobre todo a medidas económicas incorrectas tomadas cuando en los 70 el país incrementó sus nexos con la URSS. Tempranamente el Che había advertido sobre la negatividad de esas medidas, en cierta forma paralelas a las tomadas en el campo cultural.
Pero apenas iniciado tal proceso, las consecuencias de la perestroika llevaron a la desaparición del llamado campo socialista europeo, e incluso a la implosión de la Unión Soviética. De la noche a la mañana, Cuba perdió más del 80 por ciento de su comercio exterior. Fue menester hacerla entrar en el llamado período especial, que ha supuesto aplicar en tiempo de paz la drástica austeridad prevista para tiempo de guerra.
En tal período, que ha durado más de 15 años (en su discurso del 26 de julio de 2007 el compañero Raúl Castro dijo que no hemos salido de él), se han vivido dos experiencias bien distintas: por una parte, la escasez de casi todo, incluyendo desde luego los materiales requeridos para la producción cultural; por otra, la liberación de un pensamiento esquemático procedente de los países socialistas de Europa, sobre todo de la URSS.
La Revolución Cubana, que desde el 26 de julio de 1953 se había declarado, por boca de Fidel, orientada por José Martí, ha fortalecido tal filiación, sin abjurar de lo más vivo del marxismo, tan desfigurado en aquellos países, con los resultados que se conocen. Cintio Vitier escribió hace años que en Cuba está vigente un marxismo martiano, que ilumina la vida cultural del país.
En los momentos más oscuros del período especial, Fidel dijo que lo primero que había que salvar era la cultura. Dejados atrás aquellos momentos, el país ha visto renacer y multiplicarse la vida editorial, las exposiciones de artes plásticas, los conciertos y representaciones teatrales y danzarias, incluso el cine, que había sobrevivido gracias a coproducciones no siempre afortunadas, pero que cuenta con un Festival del Nuevo Cine Latinoamericano que cada diciembre hace de Cuba un lugar privilegiado.
Como también lo hacen las anuales Ferias del Libro, que recorren la Isla, exposiciones, festivales de ballet, teatro y poesía, mientras se conservan premios y encuentros como los organizados por la Casa de las Américas.
En el orden científico, Cuba cuenta hoy con centros reconocidos internacionalmente, y está entregada a una masificación de la enseñanza incluso universitaria. Al mismo tiempo, ha enviado millares de médicos y otros trabajadores de la salud a numerosos países del Tercer Mundo. Todo ello ha contribuido a mantener vinculados con Cuba a cuantiosos intelectuales de todo el mundo.
Hace poco presenté el número inicial de la revista literaria La Siempreviva, la más reciente de las muchas revistas culturales cubanas actuales. El título de la revista, que fue ya el de otra aparecida en La Habana en 1838, bien podría aplicarse a la vida cultural cubana.
Ni calumnias, ni la invasión, ni agresiones, ni el terrible y recrudecido bloqueo, ni las enormes dificultades del período especial en tiempo de paz, ni siquiera nuestros errores e insuficiencias han impedido que florezca, desde la base hasta lo alto, la cultura de hoy y de mañana, la siempreviva.