[Versión modificada del artículo publicado con el mismo título en Revista de Economía Crítica, núm. 30 (segundo semestre de 2020)]
Hay muchas razones para pensar que el posible hundimiento del capitalismo, al menos tal como lo hemos conocido hasta ahora, llegará antes por el choque con los límites naturales del planeta que por el desenlace de las luchas de clases, si bien éstas no desaparecerán, sino que se librarán cada vez más en torno a los conflictos ecológicos. Gracias a las contribuciones de Wolfgang Harich (1975), Manuel Sacristán (1984) y Michael Löwy (2003, 2006 y 2020), entre otros, y en particular de John B. Foster (2004), conocemos hoy la existencia en la obra de Marx y Engels de una consciencia ecológica que impide oponer Marx y ecología. Pero esto no contradice la constatación de que el corpus teórico marxista no ha hecho suyo el paradigma de interpretación ecológico: pese a aceptar la noción de metabolismo, Marx no llevó hasta sus últimas consecuencias el reconocimiento de sus interacciones con los entornos naturales en que se mueve siempre la vida, incluida la vida humana. Las sociedades humanas evolucionan, sin duda, pero modifican el medio y lo pueden alterar tanto que ya no pueda seguir siendo soporte de la vida en su forma habitual: entonces la evolución deja de funcionar como había funcionado antes y se detiene o se adapta, si puede, al nuevo entorno ecológico. Este será el punto de vista desde el cual abordaré mi revisión crítica del marxismo como teoría y de algunas de sus conclusiones políticas.
Límites de la ecología de Marx
Con el uso de la noción de metabolismo —y no en escritos inéditos o marginales, sino en el propio Capital— Marx mostró tener una visión potencialmente ecológica de la economía, que se echa de ver también en su consideración de los trabajadores en términos biológicos, muy alejada de la de los economistas clásicos, que trataban el trabajo como simple mercancía (cf. El capital, libro I, cap. 8), así como en su explicación de la fractura metabólica en la agricultura capitalista. Pero ni Marx ni Engels desarrollaron mucho más allá sus intuiciones protoecologistas. Sus discípulos tampoco, pese a las valiosas contribuciones de autores como Kautsky y Bujarin. En consecuencia, el “marxismo operativo” asumió la ecología de manera superficial, en el mejor de los casos.
Hay tres razones poderosas por las que Marx y Engels no podían ir mucho más lejos. La primera es que en los años de su madurez, la población mundial era del orden de unos 1.500 millones de personas, cinco veces menos que la de hoy. El mundo era todavía un “mundo vacío”, y la huella ecológica estaba lejos de la translimitación actual. La segunda razón es que la industria utilizaba muy pocos minerales metálicos, y lo hacía en cantidades muy modestas. Hoy los progresos científicos nos permiten conocer y utilizar prácticamente todos los elementos de la tabla periódica. En circunstancias semejantes habría sido una proeza haber concebido la idea de límites absolutos de los recursos naturales; y haber previsto que la especie humana se convertiría en un agente geológico y meteorológico capaz de transformar la naturaleza hasta el punto de provocar desastres a escala mundial.
La tercera razón es no haber comprendido que la finitud de las reservas de combustibles fósiles, que iban a convertirse en la base energética del desarrollo industrial de su época, impondrían un límite temporal a la economía que dependía de ellos, y que su agotamiento supondría un desafío fundamental para la continuidad de esa economía. Esta matriz energética, además, se componía de stocks del subsuelo, de modo que su agotamiento obligaría en el futuro a regresar a las energías de flujo —radiación solar, leña, viento, energía muscular animal y humana, etc.— del pasado, aunque a un nivel más elevado, lo que dejaba abiertos muchos interrogantes sobre las relaciones entre sistema económico y medio ambiente.
Hoy sabemos que la humanidad está cerca de los límites absolutos del planeta. Por ende, no basta con considerar que la actividad humana afecta a un único sistema, o algunos, de manera que se puedan corregir los deterioros de las fuentes de vida para que sigan proporcionando riqueza. Hay que aceptar que puede infligir al Ecosistema Global o Biosfera daños irreparables. Kenneth Boulding expresó esta idea con la imagen de la “economía del cow boy”. Esta economía es la que hoy prevalece: no hace falta ocuparse de los daños infligidos al medio natural porque cuando un territorio queda agotado, siempre hay otro un poco más lejos que podrá ser explotado. La alternativa, según este autor, en una “economía de la nave espacial Tierra”, en la que el marco geofísico en que tiene lugar la aventura humana es una unidad o totalidad cerrada (salvo respecto de la energía, que procede del Sol) que hay que contemplar como una reserva limitada de recursos que deben ser constantemente reciclados para proporcionar alimentos, agua y servicios varios a los astronautas que somos los seres humanos. En semejante visión el principio ecológico es el que prevalece.
La noción marxista de fuerzas productivas
El pronóstico según el cual el capitalismo llegaría a su fin debido a luchas de clases como expresión del conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción o propiedad hoy no es fácilmente aceptable por dos razones. La primera es que los grupos humanos oprimidos por el sistema —y por eso mismo llamados a luchar contra él— están fragmentados, circunstancia que les dificulta erigirse en sujeto colectivo de la lucha por un cambio. Imperialismo y desarrollo desigual han dado lugar a diferencias enormes entre las clases populares de los países ricos y las de los países pobres, de modo que las agregaciones nacionales suelen tener más fuerza que la unidad de clase por encima de las fronteras. La segunda razón es que las fuerzas productivas heredadas del industrialismo han aportado innovaciones de valor indiscutible —en particular el conocimiento científico—, pero también desarrollos técnicos mal orientados y no adaptados a un buen metabolismo con la naturaleza. Los problemas más graves derivan del uso de recursos materiales y energéticos de la corteza terrestre. Esos problemas pueden clasificarse en dos grandes categorías:
1. Las energías de flujo (leña, radiación solar, viento, corrientes de agua, etc.) se substituyeron por combustibles fósiles (más tarde se les añadió el uranio), que son energías de stock, dotados de gran versatilidad y densidad energética. Gracias a su calidad y volumen, esas energías hicieron posible un crecimiento exponencial de la población, con una elevada esperanza de vida, y una civilización material que aportó una abundancia sin precedentes de bienes y servicios. El problema de estas fuentes de energía es que su quema causa el calentamiento de la atmósfera y el cambio climático, cargado de graves amenazas para la humanidad; y que están condenadas a agotarse —según cálculos solventes, durante la segunda mitad del siglo XXI (Riba 2011)—. Tendrán que ser reemplazadas por fuentes renovables de energía, las únicas disponibles (si se excluye el uranio por sus peligros), las cuales proporcionan energías de flujo. Estas fuentes no proporcionan tanta potencia como las fósiles, ni cabe esperar que aporten las ingentes cantidades de energía usada actualmente por la especie humana, ni, por consiguiente, sostener una economía de dimensiones parecidas a las de la economía actual.
2. En lo que respecta a los materiales, las fuerzas productivas industriales han substituido las materias primas preindustriales —que eran sobre todo bióticas (madera, fibras vegetales o animales, pieles, hueso, cuerno…) y por ende renovables— por otras de origen mineral, abióticas y no renovables. Antes se habían empleado minerales (barro, piedra, arena, minerales metálicos…), pero se trataba de materiales que retornaban al medio natural sin contaminarlo peligrosamente, y que se usaban en cantidades pequeñas. Actualmente se usan todos los elementos de la tabla periódica en distintas industrias, mucho más desarrolladas tecnológicamente, y en grandes cantidades, de modo que la enorme demanda industrial de estos minerales supone una amenaza de agotamiento de las reservas del subsuelo del planeta. Además, la extracción y el uso de estos materiales consumen muchísima energía y producen a menudo peligrosas contaminaciones.
Hay que transformar radicalmente las fuerzas productivas
Debe añadirse algo acerca de las energías de flujo. Antes de la era industrial, no se requerían demasiados medios técnicos para captarlas. Bastaban ciertos instrumentos o máquinas: hachas y sierras para la leña, molinos de viento o de agua, velas para navegar, etc. En cambio las energías renovables modernas —eólica, fotovoltaica, solar térmica y termoeléctrica, geotermia, energía de las olas y las mareas, etc.— requieren una metalurgia compleja y otros procesos industriales (células fotoeléctricas, electrólisis, baterías, pilas de hidrógeno…) que necesitan metales y otros minerales. Con las energías renovables modernas la demanda de minerales metálicos experimenta un gran auge, sobre todo porque con el control de la electricidad, esta forma de energía se ha generalizado para numerosos usos, en los que es absolutamente insubstituible. La electricidad requiere aparatos sofisticados que consumen, en su producción y funcionamiento, grandes cantidades de metales, algunos de los cuales son escasos. Además, el uso de las nuevas técnicas se ha puesto al alcance de toda la población, y cada vez en un mayor número de países. Por esto la demanda de los minerales necesarios para satisfacer estas necesidades no cesa de aumentar y se acerca a los límites últimos de las reservas minerales de la corteza terrestre, al menos en el caso de ciertos metales escasos y a la vez estratégicos.
Por todas estas razones, las fuerzas productivas existentes no pueden constituir un fundamento viable, sino que tienen que ser revolucionadas para que resulten ecológicamente sostenibles. Como ha dicho Michael Löwy, para salir del capitalismo y construir un ecosocialismo, “la apropiación colectiva es necesaria, pero habría que transformar también radicalmente las propias fuerzas productivas” (Löwy 2020). Dada la importancia que la noción de producción tiene en este esquema, hace falta revisarla a la luz de lo que hoy sabemos de ecología.
Clasificación de las fuerzas productivas
Para Adam Smith y los otros economistas clásicos de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, había tres factores de producción: tierra, capital y trabajo. Marx, a la vez que aceptaba ese esquema, asumió la observación de William Petty según la cual, a propósito del valor, “la tierra es la madre y el trabajo el padre”, y dio importancia al metabolismo socionatural. El capital sería resultado acumulado de la producción de valor (“trabajo acumulado”), y por tanto un factor ontológicamente derivado de los otros dos. Marx dio una importancia crucial al trabajo como acción específica del ser humano en su interacción con el mundo físico y con los otros seres humanos. Con el trabajo el ser humano no sólo trasforma el mundo exterior, sino que se transforma también a sí mismo, haciendo emerger capacidades, necesidades y aspiraciones nuevas. Pero no explicó qué significa el trabajo humano —ni tampoco la tierra— desde el punto de vista biofísico, pese a reconocer la importancia del metabolismo. (Dejo aquí de lado la distinción crucial que Marx introdujo entre “trabajo” y “fuerza de trabajo”.) Como otros pensadores criticados por la economía ecológica, olvidó o subestimó los flujos físicos a favor de los monetarios.
En cierta manera, se puede aceptar, con Kenneth Boulding, que tierra, capital y trabajo son antes factores distributivos que productivos. Aluden a los tipos de ingreso característicos de las economías modernas: renta (de la tierra), beneficio (del capital) y salario (del trabajo). Esta constatación no quita valor a la fórmula trinitaria, porque en la actividad económica los distintos protagonistas concurren con aquello que están en condiciones de aportar, y esto tiene efectos económicos evidentes. Se puede añadir que los mencionados factores aluden también a la distribución social del poder: el capital da a quien lo controla un poder sobre quien no tiene ningún medio de vida y se ve obligado a trabajar al servicio de un capitalista a cambio de un salario. La observación de Boulding, además, subestima el papel del trabajo ignorando su significación antropológica profunda.
Los factores biogeoquímicos de la producción económica
En cualquier caso, el proceso productivo propiamente dicho se conceptualiza mejor, desde el punto de vista biofísico, con otras categorías. Podemos catalogarlas en ocho factores: 1) trabajo, 2) conocimiento, 3) materiales, 4) energía, 5) herramientas, 6) espacio, 7) tiempo y 8) residuos. El actor de un proceso económico, el trabajador (y/o quien le emplea), concibe mentalmente un proyecto; aplica un conocimiento, tanto del objetivo buscado como de los medios para llevarlo a la práctica; se dota de materiales y de energía de baja entropía que obtiene del medio ambiente; combina estos elementos con la ayuda de herramientas; los procesos implicados requieren espacio y tiempo; y finalmente se emiten partes sobrantes de materiales y energía en forma de residuos, que van a parar al medio ambiente. Este esquema —inspirado en Boulding (1992: 51-57) con algunos cambios— permite describir de manera más transparente las actividades económicas en el marco del entorno biogeoquímico en que tiene lugar el metabolismo socionatural: los materiales, la energía y el espacio provienen del medio natural, al que van a parar los residuos. Este inventario de factores revela así de manera clara que no hay producción al margen del medio ambiente natural.
Interesa también tener en cuenta los conceptos de flujo y fondo (o bienes-fondo). Materiales, energía, productos y residuos circulan: son flujos. Pero en toda producción —como subrayó Georgescu-Roegen (1986: 255-257)— hay elementos estables, los bienes-fondo, que se mantienen inalterables, como las máquinas, los locales, etc., aunque con el tiempo también se degradan convirtiéndose ellos mismos en residuos, y ha de ser reemplazados. Para la continuidad de toda producción hay que proteger la capacidad de los bienes-fondo para posibilitar reiteradamente los procesos de producción y reproducción sin los cuales la vida se interrumpiría.
Producción económica comporta destrucción ecológica
Cuando se habla de producción material se supone la existencia previa de una materia, sometida a una transformación que le da una forma que antes no tenía. Pero no se advierte que toda producción material comporta una destrucción. Al interactuar con el medio natural —obteniendo de él recursos materiales y energía y devolviéndole residuos— los seres humanos alteran ese medio, lo socavan, lo contaminan, lo destruyen. En los ecosistemas naturales las alteraciones provocadas por el juego entre los organismos vegetales y animales y su entorno abiótico se compensan de manera espontánea, manteniéndose la capacidad de dicho entorno para reproducir la vida una y otra vez —salvo cuando se producen mutaciones cualitativas, a veces cataclísmicas, que reorganizan el ecosistema sobre nuevas bases. En cambio, cuando la acción humana es la que actúa sobre el medio, hacen falta intervenciones conscientes y deliberadas para compensar las destrucciones y corregir constantemente las alteraciones infligidas al medio que puedan interrumpir su capacidad de proporcionar bienes y servicios a las comunidades humanas.
Esto ya lo habían descubierto los primeros agricultores y ganaderos hace milenios: sabían que después de la cosecha era preciso restituir a la tierra cultivada los nutrientes extraídos añadiendo estiércol u otros fertilizantes. Sabían que debían luchar contra la erosión de los suelos. Sabían que sólo podían obtener madera del bosque por debajo de su tasa de regeneración. Se autoimponían vedas en la pesca para permitir a las poblaciones de peces recuperarse. Sabían, en suma, que el ser humano es un intruso que no puede sobrevivir ni vivir sin causar algún tipo de heridas a la naturaleza prístina. Pero, como en todos los asuntos humanos, el saber no se aplica siempre de manera consecuente ni menos aun infalible. La ignorancia, la imprevisión, la ambición excesiva o el error de cálculo han conducido a muchas sociedades humanas a destruir su base ecológica de subsistencia y a desaparecer. La consciencia de la destrucción inherente a la producción, pues, ha estado presente a lo largo de la historia, pero siempre coexistiendo con la amenaza de una ambición excesiva que ha desembocado, en no pocas ocasiones, a dejar de aprovechar con prudencia el medio natural.
En el curso de la era moderna tuvieron lugar dos fenómenos que lo cambiaron todo: una explosión demográfica acompañada del saqueo de la biosfera y la fractura metabólica que supuso la dependencia creciente de la especie humana de los recursos minerales de la corteza terrestre.
Explosión demográfica y saqueo de la biosfera
La población mundial, que había crecido lentamente desde los 2 millones de habitantes estimados del Paleolítico hasta los 900 millones en el año 1800, se multiplicó por ocho entre el 1800 y el 2000, alcanzando los 7.500 millones. Este salto imprimió al medio ambiente una huella ecológica muy superior a la de cualquier época anterior, incrementada por unas innovaciones técnicas más agresivas con el medio natural. En un par de siglos se produjo un gran saqueo de la biosfera (Ponting 1992: 221-241). Se liquidaron cantidades inmensas de organismos vivientes, haciendo retroceder la biodiversidad y poniendo las bases de la Sexta Gran Extinción de especies vivas actualmente en curso y provocada por Homo sapiens. La especie humana disputó con un éxito aplastante el espacio vital de la Tierra a todas las restantes especies. Se pasó de un mundo vacío a un mundo lleno de pobladores humanos (Herman Daly).
Fractura metabólica y dependencia de la corteza terrestre
El segundo fenómeno fue una fractura metabólica: hasta la revolución industrial la especie humana había vivido, como los otros animales, de los bienes y recursos proporcionados por la fotosíntesis y había usado las energías libres proporcionadas por la naturaleza (radiación solar, viento, etc.). Con la revolución industrial se empiezan a quemar combustibles fósiles, primero carbón, luego petróleo y gas fósil disponibles en el subsuelo de la Tierra. La humanidad abandonó unas energías de flujo, renovables, por otras de stock, no renovables (Tanuro 2007). Pero, además, las innovaciones científicas y técnicas permiten conocer, descubrir y poner en valor muchos recursos minerales, sobre todo metálicos, antes ignorados. Empieza entonces una carrera para extraer los recursos minerales del subsuelo del planeta. A comienzos del presente milenio la industria utiliza prácticamente todos los elementos químicos de la tabla periódica.
La magnitud de la explotación de los recursos no renovables de la corteza terrestre se echa de ver en las siguientes cifras. La biomasa extraída por las actividades agrícolas, forestales, ganaderas y pesqueras en 1995, expresada en miles de millones de toneladas, ascendía a 10,6, descontando las pérdidas. Por su parte, las rocas y minerales extraídos ascendía el mismo año a 32, descontando los residuos (gangas y estériles) (Naredo 2007: 52, cuadro 1.1). En otras palabras: la humanidad actual extrae del medio natural tres veces más cantidad —en peso— de recursos abióticos del subsuelo que de recursos bióticos producidos por la fotosíntesis.
Tanto los combustibles fósiles —y el uranio— como los minerales metálicos y no metálicos son recursos no renovables, presentes en cantidades limitadas en la corteza terrestre. Si añadimos los fertilizantes de origen también mineral usados en la agricultura moderna, resulta que las sociedades humanas han dado un salto de gran transcendencia: han pasado de depender de recursos renovables y procedentes de la fotosíntesis a depender de recursos no renovables del subsuelo. Este cambio ha permitido intensificar la producción, obteniendo cantidades muy superiores de bienes (entre ellos más alimentos y medicamentos que incrementan la población humana y su esperanza de vida), proporcionando utilidades y comodidades nunca vistas. Pero intensificar la producción en el marco de un sistema socioeconómico expansivo como es el capitalismo ha supuesto intensificar también la destrucción. Las mejoras en el transporte han permitido no depender de los recursos cercanos y llegar hasta el último rincón del mundo para proveerse de lo necesario. La capacidad para no depender de los ecosistemas de proximidad alimenta la ilusión de que al ser humano todo le resulta posible, y que no hace falta reparar los daños infligidos al medio. A partir de ahí, el delirio antropocéntrico de dominación ilimitada ha desencadenado una carrera hacia una destrucción creciente de todas las condiciones de vida que no ha dejado de acelerarse.
Redefinir la noción de producción
En este contexto resulta obligado redefinir la noción de producción en la línea propuesta, asociando producción económica con deterioro ecológico (Naredo y Valero 1999) y proponiendo la tarea previa de minimizar la destrucción y la tarea ulterior de aplicar la regeneración, restauración o reposición como complemento necesario de la producción, a fin de hacer posible una economía sostenible en el tiempo. Hoy se percibe mejor que nunca que nuestros éxitos productivos son indisociables de los “efectos colaterales” destructivos que supone la sobreexplotación de la biosfera y la explotación irreversible de la corteza terrestre bajo el impulso al crecimiento incesante del sistema capitalista. La destrucción asociada a la actual abundancia ha llegado tan lejos que pone en peligro la reproducción mínima necesaria para sostener para toda la población una vida que merezca el calificativo de humana.
¿Qué cabe decir del sistema agroalimentario? Desde sus inicios la agricultura requirió alterar los ecosistemas preexistentes —sobre todo deforestando con el fuego— y reconstruir unos ecosistemas simplificados (agroecosistemas) destinados a asegurar alimentos y otros productos vegetales que han resultado (con excepciones) ecológicamente viables, aunque a menudo empobrecidos desde distintos puntos de vista. Lo mismo puede decirse de la ganadería, la pesca y el aprovechamiento forestal. A lo largo de la historia muchas comunidades agrícolas han sido conscientes de la necesidad de restauración permanente de la fertilidad de la tierra y han hallado fórmulas perdurables. Actualmente la recuperación ecologista de esta consciencia pone en entredicho las prácticas insostenibles de la agricultura llamada industrial aplicadas desde hace un par de siglos. Se está investigando y ofreciendo alternativas, pero no hay alternativa real sin una agricultura ecológica que no dependa de la energía del petróleo ni de otras aportaciones no renovables de la corteza terrestre. Las modalidades más artificializadas de agricultura moderna (cultivo sin tierra, agricultura vertical, etc.) sólo serán prácticas regenerativas viables si pueden prescindir de insumos no renovables.
Por otra parte, en un “mundo lleno” como el actual en el que habrá que renunciar a gran parte del transporte mecánico, deberá garantizarse que la provisión de alimentos sea suficiente y esté al alcance de todos, lo cual implica la máxima proximidad posible entre producción agroalimentaria y consumo, sólo viable con una redistribución espacial de las poblaciones humanas: un regreso a la tierra de millones de personas, un éxodo urbano hacia territorios rurales y ciudades medias y pequeñas más próximas a las fuentes de alimentos.
Para numerosas corrientes del pensamiento moderno agricultura, ganadería y pesca se han visto como sectores “tradicionales”, incapaces de modernizarse y contribuir significativamente al crecimiento económico por su menor capacidad para introducir aumentos de productividad. Se ha considerado a los campesinos poco menos que una rémora del pasado. Hay que superar esta visión: hay que restituir al sector agroalimentario y a sus protagonistas la importancia vital que tienen. La crisis a la que nos encaminamos los colocará en el lugar que les corresponde: un lugar central en la sociedad.
Las graves incógnitas del saqueo de la corteza mineral de la Tierra
Si persisten las tasas actuales de extracción y reciclado, se llegará a un punto en que los minerales aprovechables de la Tierra no bastarán para unas demandas industriales que no cesan de aumentar. Habrá que adaptarse a cantidades inferiores. El metabolismo industrial sólo podría imitar los procesos circulares de la biosfera si la energía usada por el ser humano fuese toda ella renovable y se reciclara el 100% de los materiales, lo cual es imposible. Es oportuno recordarlo cuando los voceros del capitalismo verde ofrecen el paso a una “economía circular” como una solución milagrosa a nuestro alcance.
El agotamiento de los combustibles y el uranio, previsto para la segunda mitad del siglo XXI, privará a la humanidad de las fuentes energéticas que han alimentado —hasta en un 85%— toda la civilización industrial. Habrá que encontrar fuentes alternativas de energía, que no podrán ser más que las renovables. Pero captar las energías renovables exige espacio y materiales, y las reservas de los metales necesarios para hacer funcionar las infraestructuras de captación no bastan para obtener la cantidad desmesurada de energía que usa la actual sociedad industrial (García Olivares, Turiel et al.: 2012). Será preciso reducir drásticamente el uso de energía y, por tanto, de recursos materiales y artefactos. Teniendo en cuenta el volumen de la población mundial y la cantidad y calidad de sus demandas, esta situación planteará retos de muy difícil solución. El drama que amenaza el inmediato futuro radica en haber construido una civilización material sumamente rica, compleja y energívora gracias a una abundancia de energía de stock de elevada densidad que se habrá agotado en el curso de pocos decenios.
El cambio climático puede parecer una amenaza más peligrosa que la perspectiva de un declive energético. Pero ello equivale a ignorar el papel estratégico que desempeña la energía en todas las actividades humanas; y a ignorar también que la emergencia climática solo puede enfrentarse eficazmente suprimiendo la quema de combustibles fósiles. McGlade y Ekins estiman que la quema entre 2010 y 2050 de todas las reservas fósiles conocidas triplicaría las emisiones de CO2 que mantendrían la temperatura del planeta por debajo de los 2 ºC, y para evitarlo proponer abstenerse de extraer del subsuelo 1/3 del petróleo, 1/2 del gas y 4/5 del carbón (Van der Ploeg y Rezai 2017). Pero en ambos casos —tanto si se adopta esta medida de autocontención como si se queman de manera irresponsable todos los combustibles fósiles a nuestro alcance— el problema del suministro de energía sería el mismo. En los dos supuestos la especie humana se encaminaría —con ritmos y efectos diferentes— hacia una dependencia decreciente de los combustibles fósiles y hacia una transición obligada (felizmente obligada) hacia un modelo energético renovable. La necesidad de adaptarse a un modelo energético renovable, dependiente de energías de flujo de densidad menor, no garantizará que se pueda mantener sin cambios importantes la actual civilización material a la que la gente se ha acostumbrado, lo cual impondrá un decrecimiento que puede resultar traumático, a menos que tenga lugar en un marco social completamente nuevo, ecosocialista.
Las estimaciones sobre disponibilidad de los materiales de la corteza terrestre indican que, si siguen los actuales ritmos de extracción, se agotarán los metales y otros materiales estratégicos en períodos que oscilan entre los 40 y los 100 años (Pitron 2019: 192). Esto augura un futuro en que ha humanidad tendrá que hacer funcionar su sistema productivo con un acervo de recursos que no sólo será limitado, sino obligadamente decreciente a partir de un punto determinado, ya que el reciclado no es posible con rendimientos del 100%, de modo que el sistema productivo deberá adaptarse a una cantidad menguante de materiales de la Tierra. Actualmente las cantidades de metales reciclados quedan lejos de las extraídas del subsuelo. El porcentaje de metal reciclado que se destina a la demanda final es para el aluminio del 34-36%, para el cobalto del 32%, para el cobre del 20-37%, para el níquel del 29-41% y para el litio de menos del 1% (World Bank 2020 [cifras de UNEP 2011]). Si prosiguen las actuales tasas de extracción y reciclado, pues, llegará un momento en que los metales disponibles no bastarán para satisfacer las demandas de unos usos industriales en expansión permanente. Será preciso adaptarse a una dotación menor. Como vio lúcidamente Georgescu-Roegen hace medio siglo, el principal obstáculo a la continuidad del industrialismo es más de materiales que de energía (cf. Naredo 2017: 75-76).
La finitud de la corteza terrestre, pues, pone un límite a los minerales aprovechables, incluyendo en este límite la cantidad de metales necesaria para un modelo energético 100% renovable y para la digitalización que requeriría dicho modelo con las actuales tecnologías de captación y control digital y con los actuales niveles de uso energético. El actual uso masivo de recursos minerales no renovables es el caso más flagrante de destrucción asociada a la producción porque su extracción es irreversible e irrepetible y la degradación entrópica asociada a su utilización reduce irremediablemente su disponibilidad futura. De cara al porvenir, será inevitable adoptar formas de existencia humana sobre una base material más reducida. ¿Será viable entonces la vida humana? ¿Y la civilización?
No hay respuestas concluyentes a tales interrogantes. La probabilidad de un estado de guerra prolongado por recursos crecientemente escasos es muy alta porque los países más ricos y poderosos tendrán la tentación de acaparar todo lo que puedan a cualquier precio. Pero incluso sin catástrofes bélicas el declive energético —y por tanto también de materiales— traerá consigo regresiones, colapsos y retrocesos en los niveles de complejidad y de civilización imposibles de pronosticar. También cabe imaginar que una pequeña parte de la humanidad pueda llegar a dominar una cantidad suficiente de fuentes de recursos del subsuelo para erigirse (al menos durante un tiempo, antes de agotar su propia base material) en potencia dominante sobre el resto de la humanidad. El desigual reparto de recursos del planeta permite imaginar escenarios de futuro muy variados, incluidas las distopías más devastadoras.
Paradójicamente, puede ocurrir que la finitud de los recursos de la Tierra sea el obstáculo insuperable que logre detener la carrera hacia el abismo. Así como la escasez de metales imposibilita construir una infraestructura de energías renovables que pueda suministrar a la humanidad las cantidades de energía usadas hoy, también hará imposible el despliegue previsto de las redes de comunicación y la digitalización que promueven y celebran los heraldos de dicho progreso. Los sistemas informático —incluso antes del despliegue del 5G— utilizan ya cantidades de energía comparables a las utilizadas por toda la aviación civil mundial, y tienen necesidades en metales escasos que alcanzarán pronto sus límites. El sistema mundial de transporte topará con límites semejantes si se pretende mantener la flota actual de vehículos pero reconvertida a energías renovables: “Transformar la actual flota de vehículos con motor de combustión (990 millones de automóviles, 130 millones de camionetas, 56 millones de camiones y 670 millones de motos) en una flota de vehículos eléctricos requeriría el 33% del litio, el 48% del níquel y el 59% del platino existentes en la corteza terrestre. Esto sería técnicamente factible, pero aun en este caso, podría provocar un aumento enorme de los precios de estos metales y bloquear la demanda de los mismos para otros usos industriales” (Bellver 2019).
En un horizonte de penuria, la ciencia puede ofrecer innovaciones útiles. La “ciencia de los materiales”, por ejemplo, puede obtener substancias artificiales con las que lograr ciertos servicios con cantidades muy inferiores de masa, como el grafeno, que se fabrica con un elemento muy abundante en la naturaleza: el carbono. La investigación deberá orientarse a la mejora de la eficiencia en energía y materiales. Constituirá sin duda una parte importante de la necesaria transformación de las fuerzas productivas hacia un metabolismo mejorado y simplificado en el seno de una economía humanista sin crecimiento.
Paradigmas ecológico y evolucionista
El corpus teórico marxista no vincula el industrialismo moderno con la fractura metabólica fosilista y la dependencia masiva de los minerales de la corteza terrestre, revelando así que se trata de una visión no ecológica. No haber comprendido la diferencia radical entre un metabolismo basado en la fotosíntesis y las energías libres y otro basado en recursos no renovables y finitos, destinado al callejón sin salida del agotamiento de los stocks del subsuelo, es una debilidad teórica que impide abordar adecuadamente la interpretación del industrialismo y sus perspectivas. Daniel Tanuro (2007) lo ha percibido correctamente cuando dice que ni Marx ni Engels “parecen haber comprendido que el paso de la leña a la hulla constituía un cambio cualitativo muy importante: el abandono de una energía de flujo (renovable) a favor de una energía de stock (agotable)”. Pero no desarrolla esta idea hasta su desenlace lógico: el paso de la leña a la hulla ha permitido un crecimiento excepcional de las fuerzas productivas que el movimiento inverso —en este caso, del petróleo a la eólica/fotovoltaica— no podrá mantener al mismo nivel y con las mismas formas. Se trata de lo que Alain Gras llama “la trampa de las energías fósiles”. La demanda de energía (de flujo) con las tecnologías modernas acarrea la demanda paralela de minerales, de manera que no se trata de pasar simplemente del uso de recursos de stock al de recursos de flujo, pues los recursos de flujo requieren también bienes de stock, y en grandes cantidades debido al nivel muy alto de consumo y de necesidades al que las poblaciones humanas se han acostumbrado. Será preciso revolucionar las fuerzas productivas, construir una matriz productiva nueva y distinta, asentada sobre un sistema de energías renovables de flujo. Y aceptar las limitaciones de la producción correspondientes.
Un elemento de la perspectiva de futuro que resulta invisible con este marco teórico es que el agotamiento de la matriz energética fosilista imposibilitará la continuidad del capitalismo como sistema socioeconómico basado en la expansión indefinida de la producción de valor y, por tanto, de la apropiación y acumulación de recursos naturales. Este tope —intrínsecamente ecológico— supone un obstáculo para la continuidad del sistema mucho más contundente que el tope social contemplado por Marx y Engels: “la burguesía produce ante todo sus propios sepultureros. Su desaparición y la victoria del proletariado son igualmente inevitables” (Manifiesto del partido comunista). Y este límite ecológico condiciona también el futuro, incluso en la perspectiva del ecosocialismo: habrá que adaptarse a un modelo energético de menor potencia y renunciar a las formas actuales de abundancia material, abundancia que no debe confundirse con bienestar.
Es posible que se haya agotado el tiempo para una salida constructiva y que no nos quede otra alternativa que prepararnos para lo peor. En todo caso, la perspectiva de una u otra forma de colapso ecosocial sólo es imaginable a partir de un paradigma ecológico, no evolucionista. (Hay que decir también que de Marx siempre cabe esperar sorpresas, pues, como sucede a menudo con los pensadores grandes, era capaz de pensar con gran libertad fuera de sus propios marcos conceptuales. Al comienzo del Manifiesto comunista dice, en efecto, que la lucha de clases a lo largo de la historia ha terminado “siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna” [cursiva añadida]. La observación contrasta marcadamente con el tono evolucionista del texto en que figura y que caracteriza el marxismo tal como se desarrolló tras la muerte de su autor…)
En algo así se resume el cambio de paradigma necesario.
Referencias bibliográficas
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Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-200/ensayo/revolucionar-y-ecologizar-las-fuerzas-productivas